Alfonso Trece y la hija de los Beckam
No. Esto no va de asunto monárquicos, este Alfonso Trece es otro y viene a cuento por el nombre que los Beckam han impuesto a su hija (pobrecita). La verdad es que David Beckam, aunque debería, no me cae mal, y ha conseguido la cuadratura del círculo: parecer discreto y modosito cuando es todo lo contrario, una figura mediática que vende mucho y muy caro. Su esposa, Victoria, me cae menos bien, nada más verla doy
un respingo, y cuando llega a mis oídos alguna de sus «profundas» frases me pregunto si el mundo se ha vuelto imbécil. Han tenido una hija, y en el colmo del exhibicionismo estúpido le han impuesto el nombre de Harper Seven, aludiendo a la tradición inglesa del nombre Harper y a distintas coincidencias en el siete, desde la hora de su nacimiento al número de la camiseta del padre en los campos de fútbol. La más hilarante es la relación espiritual que tiene el número siete, y lo dice una pareja que factura millones y millones de dólares no sé muy bien por qué. La espiritualidad del dinero es evidente. Es que, según mi prima Alfonsina, por aquí ponemos nombres a la buena de Dios, y eso hace que no conectemos con lo cósmico (mira por dónde la cosa viene por ahí). Según esta parienta que sabía todo de la familia, el nombre tradicional que casi por designio me correspondía era el de Alfonso, que por lo visto significa «combatiente», como mi tatarabuelo Alfonso que murió en la Guerra de Cuba o mi tío-abuelo del mismo nombre que desertó en la Guerra Civil (este entendió el nombre al revés), y que también era el de la notaria familiar. Resulta que mis padres -ambos- nacieron un día trece y se casaron también un trece, el nombre compuesto que se proponía para mí (y que al final es el que consta en el registro civil) tiene trece letras, la misma suma que las de mis dos apellidos. Es decir mi número cósmico debía ser el trece, por lo que mi nombre estelar tendría que haber sido Alfonso Trece. ¿Qué les parece? Por eso, al leer la noticia sobre el nombre y las razones del nombre de la hija de los Beckam me he acordado de mi lejana prima Alfonsina. Seguramente tenía razón, porque ese nombre -Harper Seven- que tanto lugar está ocupando en los medios, a mí me importa trece pares de Alfonsos (no estoy seguro, pero creo que no se llaman Alfonsos, seguro que me acordaré)
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(La foto podría ser una representación de los cuatro mundos, símbolo ancestral Burgundio que evoca a Alfonso El Germánico… Que no, que es coña; es una farola de la Plaza de la Feria, no hay que darle más vueltas)
Lo conocimos primero en la voz de Alberto Cortez y luego en la propia, con ese fondo de guitarra pampeana que mantiene con arpegios el aire de la poesía más elevada, que es a la vez voz del pueblo enmudecido. Aprendió Cabral eso de Buenaventura Luna, Atahualpa Yupanqui, José Larralde y su amigo y mentor Jorge Cafrune. La vida personal de Cabral fue una carrera de obstáculos. Estaba predestinado a la soledad, tal vez por eso se compartía con el mundo. Nacido muy pobre, no habló hasta los nueve años y aprendió a leer a los catorce. Pero aprendió bien, leyendo a Borges y Whitman. No sabía si iba más lejos la montaña o el cangrejo (eso decía en una de sus muchas canciones), y en sus libros de poemas mezclaba lo más popular y folclórico con la cultura más sofisticada, como buen discípulo de Borges, maestro de estas y otras mixturas. Decía que se encontró con Dios en la figura de Jesucristo, pero también en la de Gandhi y en una mirada al mundo filtrada por la memoria del gran poeta de Manhattan: «Ama hasta convertirte en lo amado, es más, hasta convertirte en el amor». Entre la rabia y la impotencia, la muerte injusta de Cabral nos lleva a esa Latinamérica violenta, y es un muerto más como las dos docenas que hoy han caído en Monterrey, pero la muerte del poeta y cantor es también el asesinato de una voz que se prestaba a los amordazados. En realidad han disparado contra todas las personas de buena voluntad, contra la inteligencia y la sensibilidad, contra la esencia misma del ser humano.