Una calle peligrosa
Hay que tener mucho cuidado cuando se transita por algunas calles de Las Palmas de Gran Canaria. Un ejemplo es el tramo más al sur de la calle Cano, que va desde la esquina con Travieso hasta su confuencia con Malteses. Es una vía peatonal transitada por gente muy peligrosa, y es que, apenas subes desde Triana ¿qué es lo primero que encuentras? Exacto, una librería, un lugar de perdición que para colmo pertenece al Cabildo de Gran Canaria.
Sigues caminando y la calle termina a la izquierda con una enorme casona que sirve de Museo de un tal Pérez Galdós, un tipo que se pasó la vida contando historias y llenando la cabeza de pájaros a la gente. Eso debería ponernos sobre aviso, pero la imprudencia es mucha, y ayer mismo hice esa ruta. Caí en la tentación de entrar en la Casa de Galdós. Todavía no sé cómo pude escapar indemne, pero a veinte metros me tropecé con dos tipos muy sospechosos. Y claro que lo eran; nada menos que un ensayista y un poeta, que se hacen llamar Antonio Becerra y Eugenio Padorno. Hablaban de un fulano que me pareció entender que se llamaba Alonso Quesada, seguramente un capo que tiene otro nombre y que trabaja en la sombra. De repente, se alejaron y me dejaron ir.
Yo iba muerto de miedo, aunque contento porque había vuelto a salir vivo, pero en la confluencia con la calle Torres me crucé con un sujeto terrible, ¡un novelista! Era Santiago Gil, que me dio conversación mientras caminábamos, y yo le seguí la corriente para que no se violentara, y se detuvo justo delante de la librería. Allí, vaya usted a saber con qué intenciones, conspiraban los periodistas Amado Moreno y Pepe Rivero, que encima es nieto del poeta Domingo Rivero. Estaba claro, me había metido en la boca del lobo. Me tranquilizó un poco ver que con ellos estaba un hombre corpulento y de aspecto formal, un hombre de orden. No parecía novelista, poeta, periodista o cualquier otro tipo de forajido. Supuse que sería un infiltrado de la policía secreta que estaba siguiendo alguna pista. Mi decepción fue total cuando me lo presentaron: ¡es hijo del poeta Saulo Torón! No tuve otra opción que identificarme como escritor, y eso pareció intimidarlos; aproveché un despiste y todavía sigo corriendo. ¡De buena me he librado! Ya les digo, esa calle es muy peligrosa, entra uno sano, se encuentra con gente que tiene el vicio de pensar y escribir, y sale cargado de novelas, poemas y otras armas, que, ya lo sabemos, las carga el diablo. Quedan advertidos.
Si finalmente cae, buscamos los desperfectos o la pala y el cepillo de la basura si ha sido siniestro total. Pero había unas costumbres que con el tiempo se afianzaban como leyes no escritas, eso que llaman los expertos derecho consuetudinario (las costumbres se vuelven leyes). En la vida cotidiana, había normas que nadie se saltaba, como ceder el asiento a los ancianos y las mujeres embarazadas (ya no hablo de mujeres a secas por si acaso), o las famosas «leyes del hampa», que establecían las relaciones de la calle pura y dura y que respetaban hasta los más duros hampones. Una de ellas consistía en que nunca se robaba a una persona que se buscaba la vida en la calle, fuera vendedor de lotería o limpiabotas. Recuerdo que, en las madrugadas de los años setenta y ochenta, en la acera de la calle Bravo Murillo una señora vendía los periódicos recién salidos de las rotativa. En una caja de zapatos, a la vista de todos, tenía el dinero, y estaba segura de que a ella nunca le robarían al menos los especialistas. Otra ley de toda la vida es que el que más grado tiene, el máximo responsable de algo, es el último en abandonar. Y eso por lo visto también se ha olvidado, porque el capitan del barco que encalló en la costa italiana se marchó casi de los primeros cuando vio que aquello iba mal. Todos recordamos en más de una película la frase «El capitán es el último en abandonar el barco». Alguien dijo en la radio que ahora es la ley de la selva, pero tampoco, porque en la selva hay leyes y estas sí que son inalterables.