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Gonzalo González, country y Ana Obregón

zbob-dy.jpgParece que alguien ha abierto la caja de Pandora y ha soltado de golpe todos los males posibles sobre Canarias. Si ya nos tenían fastidiados porque tenemos el récord de desempleo y porque la UE no firmó un acuerdo pesquero con Marruecos, ahora resulta que va y firma uno agrícola que nos fastidia aun más y en otro sector. Petróleo sí, petróleo no, gas a lo mejor y ya no sabe uno qué hacer con tanta ineptitud amontonada en el poder, que por lo visto no puede nada aquí, pero tampoco en Madrid y creo que en Bruselas se pasan el día llamando a Berlín. Con estos mimbres, lo único razonable que me viene a la cabeza es irme de carnavales. Mi idea era la de convertirme en un cuadro de Gonzalo González, pero como no tenía a mano un poema de María Jesús Alvarado ni sé tocar el clarinete como Celia Sánchez (que lo bordaron anoche en el San Martín), pensé que no me entenderían y me dije: «voy de disparate, como Sarkozy y el ministro Wert». Así que, por la vía de urgencia, he tenido que disfrazarme de Kris Kristofferson, lo que me obliga a rememorar el Festival Country de Nashville (Tennessee), y algo se me ocurrirá para hacer pasar una escoba por una Harley-Davidsson. Y aunque ya no tengo voz ni cosa que se le parezca, es posible que de amanecida me pillen cantando Me and Bobby McGee o cualquier sonido acústico que a esa hora no se parecerá nada a las voces de Willie Nelson y Johnny Cash. Es que con estos líderes (bueno, dejémoslo en cabecillas) no se puede razonar, y en vista de eso, he decidido echarme la camisa por fuera.
¡Vivan las drags!
¡Viva Ana Obregón!
…Que no, hombre, que no vitorees a Angela Merkel… No se puede con esta gente…
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(Creo que el de la foto es Bob Dylan, pero no estoy seguro de si es en Nashville, en Arbejales o por la zona de Guanarteme. Es lo que tienen los carnavales).

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A la Historia por el cotilleo

Tengo un gran respeto por las personas que se dedican a la investigación histórica, porque supongo que su nivel técnico les permite llegar muy lejos y su prudencia no ir más allá de donde pueden documentar. Pero ya sabemos que al final hay que montar el puzle, recrear un momento, y de alguna manera eso es una interpretación, pues a menudo con los mismo datos dos historiadores llegan a conclusiones distintas.
zzcolonb.JPGEstelle Irizarry es una historiadora norteamericana (lo sé porque ayer ocupó una esquina en los medios) que a raíz de la lectura de una carta de Colón a la Isabel la Católica llega a la conclusión de que la Reina y el Almirante han sido amantes y hasta ha escrito un libro sobre el asunto. La profesora entiende que se trata de una carta de amor porque contiene frases como «Las llaves de mi voluntad yo se las di en Barcelona» o «Yo soy de continuo pensando en su descanso». Nada que oponer, que para eso la señora Irizarry es miembro correspondiente de la Academia de la Historia (como para fiarte de esta academia después de decretar que Franco no era totalitario). Vale, la Reina tuvo un amorío con Colón, también se dice que tuvo otro con el Gran Capitán (y eso que la llamaban La Católica), y que su marido -El Católico- arrasaba como el cierzo del Moncayo, y parece ser que también tuvo muchos líos, uno de ellos con Beatriz de Bobadilla, que luego por eso sería condesa de La Gomera (esa es otra historia). Pero eso es una especulación que nos viene muy bien a los novelistas, y bien es sabido la voracidad de todo tipo de los personajes poderosos. Cualquiera con dos dedos de frente habría deducido algo así, porque si no, de qué iba la Reina a apoyar a un desconocido en una aventura que según la lógica de aquel tiempo era como subvencionar hoy un viaje tripulado fuera del Sistema Solar. Que Cleopatra, Salomón y Luis XIV tenían amantes, que Catalina de Rusia era insaciable y que Enrique VIII estaba enfermo es más que sabido; de manera que construir la Historia con cotilleos basados en frases que pueden significar cualquier cosa mejor que nos lo dejen a los novelistas.

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Dickens y el espacio real

Hace unos día publiqué un artículo para el suplemento literario Pleamar de la edición de papel del Canarias7 (reproducido el domingo en este blog) sobre Charles Dickens en el segundo centenario de su nacimiento. Allí digo lo que digo, pero por falta de espacio se me quedaron en el tintero aspectos importantes que traigo a este post. Antes de Dickens, el espacio en el que se movían los personajes y transcurrían las historias era irreal, idealizado e incluso inexistente. zzdickensss.JPGNo describe Cervantes cómo era la Barcelona que visitaron Sancho y Don Quijote, ni tenemos una idea clara de los espacios en toda la narrativa anterior a Dickens. Para el novelista inglés, el territorio en el que ocurren sus historias son también personajes, y desde luego si tenemos una idea nítida de cómo era Londres en el siglo XIX es por su narrativa (describió Londres casi al centímetro) y a partir de él los narradores que vinieron después. Sin esa nueva concepción de utilizar el espacio real, seguiríamos a los personajes de Paul Auster por una ciudad quimérica que no es Nueva York, o al Pereira de Tabucci por una Lisboa brumosa. Fue Dickens el que incorporó la fotografía a la novela, y a partir de entonces conocemos con detalle el París de Balzac, el San Petesburgo y el Moscú de Tolstoi, el Madrid de Galdós (*) y así hasta hoy, pues no entendemos bien una narración sin su espacio, sea una gran urbe muy conocida o un pequeño pueblo perdido en el mapa. Esa dimensión dickensiana es muy importante, tal vez incluso más que su aportación a la novela social, filosófica, psicológica o costumbrista, pues de eso hubo verdaderos creadores en Víctor Hugo, Dostoievski, Poe o Clarín. Y para que no se me quede atrás, lo digo aquí como complemento de lo que ya está escrito.
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(*) Galdós sentía una gran admiración por Dickens, y lo conoció leyéndolo en su lengua. Fue uno de los primeros traductores del novelista británico y el primero que puso en español Los papeles póstumos del Club Pickwick. Y es que don Benito fue muy aprovechadito con los idiomas, pues aparte de dominar absolutamente el suyo, conocía perfectamente el inglés y el francés, así que para leer a Balzac y a Dickens no necesitaba que sus obras estuvieran traducidas. Ah, y como buen humanista de la época, sabía latín.