Publicado el

El último romántico

 

Miramos a nuestro alrededor y tenemos la sensación de que todo se ha ido de las manos; mejor dicho, ahora sabemos que todo está fuera de lugar, pero siempre ha sido así, aunque no en la misma medida. Corrupción política, violencia, discriminación, abandono, injusticia… Todo tiene que ver con un solo concepto: el poder. Después de cuatro décadas de un régimen que era contradictorio desde su denominación, pues se hacía llamar Movimiento Nacional y, en todo caso, se movía hacia atrás, en España creímos (o nos hicieron creer) que, aquel sistema de represión, violencia y oscurantismo, que se vendía a sí mismo como el paraíso de la paz, se volatilizaría y viviríamos en un espacio enmarcado por palabras como justicia, libertad, convivencia y, la más grande de todas: democracia, vocablos que se han ido oxidando por mal uso.

 

 

Unos pocos sabían que las varitas mágicas no existen, y que cuesta mucho esfuerzo y un largo tiempo cicatrizar las heridas y avanzar desde una dictadura hasta un sistema más justo. Cuando se querían poner las bases para esa transformación necesariamente lenta, otro sector, el que quería que todo siguiera igual, acusaba a los primeros de comunistas o, mejor, rojos, que así englobaban a otros románticos descontentos. Pero había un tercer sector, el que tenía la sartén por el mango porque acumulaba la riqueza y la memoria de un poder que querían eternizar, y redactaron una Constitución que iba a ser la panacea para todos los males. Les venía muy bien la locura de ETA y las prédicas catalanas, y, al final, envolvieron el paquete en un hermoso papel de celofán, que la gran mayoría aceptó como un regalo, sin saber muy bien qué había oculto debajo de tantos lacitos y adornos.

 

Como no estaban seguros de si esa masa que despertaba del miedo tragaría con la monarquía, la disfrazaron de algo que llamaron Juancarlismo. El monarca era tan simpático y campechano y había tantas ganas de vivir en paz, que la inmensa mayoría se empeñó en creer aquella Disneylandia que nos vendían, con el apoyo de Occidente, que nos obsequió con un Mundial de Fútbol, una entrada en la Comunidad Europea, una Expo y unos Juegos Olímpicos. Para ayudar a deglutir la entrada en la OTAN, distrajeron a la clientela con una cosa que llamaron la Movida Madrileña, retransmitida a todo el país, y ya enfilamos la entrada en el siglo XXI como si fuésemos alemanes.

 

Pero en aquellas componendas anidaba el huevo de la serpiente, que no era otra cosa que seguir con lo mismo pero vestiditos de domingo. Y los de siempre se repartieron el poder, y empezaron a llamar progresistas a unos y conservadores a otros, y hasta dijeron que el PSOE era de izquierdas (esa nomenclatura es tan alejada de la realidad que solo vale para colgarla en eso que pretenden ideologías pero que no dejan de ser fanatismos varios). Otra vez los turnos de Cánovas y Sagasta un siglo después, pero lo esencial seguía donde siempre estuvo. Parece que la Historia solo se escribe en Madrid, que para eso es la capital, y algunos capítulos sueltos en Euskadi y Cataluña, lo demás es tierra conquistada por los periódicos madrileños de tirada estatal y las nuevas cadenas de televisión, a caballo entre los años ochenta y noventa del siglo pasado.

 

Pero todo siguió igual, aparentando otra cosa, hasta que se quitaron la careta y empezó a entreverse la realidad. Y ahora, en el colmo de la impostura, se rasgan las vestiduras por la corrupción, que es una forma de violencia contra los más débiles, cabalgando una hipocresía tan apabullante que, aún ahora, cuando sabemos que hay doble fondo detrás de la cortina de casi medio siglo de supuesta democracia transparente, venimos a darnos cuenta de que la cosa va de poder absoluto, aunque bien que lo advirtieron Simone Weil cuando predica la política de la atención, basada en la verdad de la desgracia humana y la búsqueda del Bien, y Hannah Arendt, que entiende el poder como la capacidad humana de actuar de forma concertada, que en España nos lo vendieron como consenso. Y hemos visto lo que advirtió hace mucho Lord Acton, que el poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente, y, siempre según el inglés, con un poder absoluto hasta a un burro le resulta fácil gobernar.

 

Aunque participó de la puesta en escena, con Susana Estrada sin camisa, Enrique Tierno Galván advirtió que el poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado, o estalla. Y es que el Viejo Profesor había leído las notas de Abraham Lincoln, quien aseguraba que casi todos podemos soportar la adversidad, pero, si queremos conocer el temple de alguien, démosle poder. Cuando es así, las fisuran delatan su verdadera calaña, como cuando se escapa el agua de una mala cañería, primero gota a gota, luego a borbotones. Por eso decía Montesquieu que, para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder. Es decir, que haya tres poderes independientes que se controlen entre sí, asunto este que se han cargado por la base, porque el Parlamento, el Gobierno y la Judicatura se han vuelto vasos comunicantes, aliados o cómplices, y nadie vigila, sino que hablan y disparan salvas. De manera que, el mal gobierno que incide sobre eso que llaman interés general ha quedado en evidencia con el desbarajuste que es casi todo, y Bruselas tampoco es el manantial de Jauja, porque por lo visto el apagón es global, porque la barbarie también sabe vestirse de frack. Ya lo decían nuestras abuelas: “En el cielo manda Dios; / en La Tierra los ricos, / y en el mar el pez grande / se come al chico”

 

Un personaje de ficción del escritor Gonzalo Torrente Ballester, gran novelista, que fue palmero del mencionado Movimiento Nacional a primera hora, aunque luego parece ser que se cayó del caballo, lo sabía muy bien, y por eso afirmaba que el poder más peligroso es el del que manda, pero no gobierna. ¿Les suena de algo? Víctor Hugo tenía unos ideales que plasmó en estas palabras que, para mí, son una certera y plausible definición: “Todo poder es deber. No hay más que un poder: la conciencia al servicio de la justicia; no hay más que una gloria: el genio, el servicio de la verdad”. Es obvio que el autor de Los miserables fue un autor romántico, tal vez el último romántico, un sentimental como Bogart en Casablanca.

Publicado el

Las certezas peligrosas

 

Como ya nada parece lógico en la actualidad que nos habita, me niego a usar la terminología política que nos inunda por tierra, mar y aire cada día, y he tenido la tentación de hacer un recorrido por los insultos tan de moda en el Prime Time, porque lo de los insultos es tan agotador como el lenguaje barriobajero pseudojurídico que tan bien manejan los políticos (y políticas, no crean) y los comentarista perfectamente alineados (¿o se dice alienados?) al lado de su ideología, que tampoco es tal cosa porque sirve para un fregado y para un barrido; es decir, que tampoco sé si es interés o es capital. Así, se me han ido cerrando los caminos y lo único que se me ocurre es comentar los comentarios.

 

Esta semana, me ha dado por echar un vistazo a las artes plástica y la simbología, que también tiene carrete para imaginar lo que mejor nos parezca. No estoy cabreado con nada de lo que comento, simplemente me resulta curioso y a veces incomprensible. Y cuando no entiendes algo, lo mismo te da la risa, porque hay que tener buenas tragaderas para meterse entre pecho y espalda estudios minuciosos sobre obras de arte, que, como te despistes, son intercambiables, y lo mismo sirve para comentar la luz de los cuadros de Sorolla como para interpretar las bandas de colores que se ven detrás de la figura central de El Grito de Munch. Entiendo que hay que hacer muchas tesis doctorales, que hay que indagar en la Historia del Arte y a menudo buscar la enésima cabriola para conseguir notoriedad, pero hay cosas que llaman la atención, porque se aventuran teorías que causan perplejidad, porque es como buscarle el punto y la coma al manuscrito de La Regenta.

 

Por lo que he leído, unos investigadores han llegado a la conclusión de que los personajes de Venus y Marte, del cuadro del mismo título pintado por Botticelli en el siglo XV, estaban drogados. Hombre, la verdad es que aparecen un poco idos, como Greta Garbo en La Dama de las Camelias, pero ellos se basan en que en una parte del cuadro aparece una planta que tiene efectos narcóticos. Plantas hay en el cuadro, pero muy ambiguas, y seguramente los investigadores tienen razón, pero incluso, aunque se pudiera documentar que es esa planta, nada indica en el cuadro que Marte y Venus se la hubieran fumado. Ella aparece bien despierta y él duerme, vaya usted a saber si rendido después de una batalla (hay muchas clases de batallas).

 

Ah, ya, la simbología. Puestos a buscar símbolos, podríamos decir que los personajes del cuadro de Van Eyck El matrimonio Arnolfini están a punto de divorciarse porque los zuecos que aparecen en el inferior del cuadro no están alineados correctamente, o que los personajes centrales de La Rendición de Breda, de Velázquez, son claramente homosexuales porque están camino de besarse y porque las lanzas repetidas del fondo son un símbolo fálico de primer orden. ¿No se han preguntado los críticos que tal vez el pintor solo quiso pintar lo que aparece en el cuadro? Y si hay simbologías, saltan a la vista, no hay que forzarlas.

 

Y es que ahora, además de en el arte, los comentaristas buscan en la mitología. Pero la cosa es más básica, vivimos entre depredadores y cantamañanas, o bien ambos sean esto último. El cantautor, poeta, humorista y vividor impenitente Facundo Cabral se encomendaba a su abuelo para decir que a nada tenía más miedo que a los pendejos (cantamañanas en este lado de la Mar Océana), y aunque el abuelo era coronel afirmaba que es un frente imposible de cubrir, porque son muchos y cuando votan hasta eligen al presidente. La palabra pendejo aplicada a una persona tiene muchos matices en todo el ámbito de la lengua, pero en nuestro espacio podríamos hacerla equivaler a «persona que cree que lo sabe todo, que lo merece todo, que puede conseguirlo todo sin esfuerzo y por consiguiente minusvalora o incluso desprecia cualquier cosa que hagan los demás, y trata de hacer creer que si él o ella no lo ha hecho es porque no se lo ha propuesto, pero, desde que se ponga, lo hará mejor que nadie». Larga definición, pero es que se trata de un espécimen muy complejo.

 

Si Ionesco hubiese llevado al teatro situaciones reales de nuestro siglo XXI, lo habrían tachado de exagerado incluso en el contexto del teatro del absurdo, porque lo que hoy sucede puede ser tan imposible e inverosímil (absurdo, en definitiva) que ni siquiera cabría en el formato mental de obras como El porvenir está en los huevos o La cantante calva. Da risa un mundo en el que se le pide a los Reyes Magos una república o vemos cómo en nombre de lo nuevo se repiten esquemas de tiempos pasados. Hemos visto cómo más de una formación política ha relegado de cargos orgánicos o públicos a algunos de sus elementos, y lo más curioso es que tampoco están en las fotos, han desaparecido del cartel, o los han «borrado» como hacían Lenin o Stalin con los que caían en desgracia.

 

La mentira ya no se distingue, se cumple matemáticamente uno de los principios goebbelianos, basta con repetir muchas veces una falsedad y las redes sociales y los medios fijarán eso que ahora llaman posverdad. Es decir, no importa la verdad sino lo que se establezca como cierto. Es como en los partidos de fútbol, da igual si hubo trampas, si el gol fue o no legal, lo que cuenta es el marcador final. Y ese es el mundo en que vivimos, y sucede en cualquier ámbito de esta sociedad en la que se han dislocado los valores. Lo curioso es que ya no se duda, todo el mundo vende su certeza, y eso es muy peligroso.

Publicado el

Con tren, pero sin tranvía

 

A mediados del siglo XIX, un español afincado en lo que hoy es Nueva Granada (Colombia se llamó de varias maneras después de su independencia) logró comprar la gran hacienda San Pedro Alejandrino, en la época más gloriosa del cultivo y la exportación del banano y la caña de azúcar. Aumentó tanto su riqueza que consiguió levantar una naviera y hacerse con la explotación en exclusiva del puerto de Santa Marta. Para que su prosperidad de cuento de La Lechera fuera perfecta solo le faltaba que no fuese tan laborioso y tan caro el traslado de sus productos agrícolas desde la hacienda hasta el mar. Así que adquirió en Francia un tren grande y muy potente, que metió en uno de sus navíos y llevó hasta Santa Marta. Su descarga en el puerto caribeño fue un hito en la historia de la ciudad y de toda la cuenca baja del río Magdalena, hasta el punto de que el presidente López Valdés descendió desde Santa Fe de Bogotá para presidir los festejos porque aquello se vendía como “el comienzo de la industrialización” del país.

 

 

Y es que el asunto se complicó cuando acabaron los cánticos, los discursos y las profecías que nunca se cumplieron. Tanta mente privilegiada olvidó que la hacienda de San Pedro Alejandrino estaba a demasiados kilómetros de distancia y a nadie se le ocurrió que los trenes tienen que circular por vías de ferrocarril, y esta no existía ni hubo perspectiva inmediata de que se construyera, por los enormes costes y el tiempo que lleva hacer una obra de esa envergadura, fuera del alcance de un hacendado y naviero y solo a tiro de una entidad mayor que entonces ni se soñaba. Por esta razón, aquel tren tan hermoso y tan potente, quedó estacionado (sin estación) en una explanada del puerto de Santa Marta. No tengo datos de qué fue de aquel tren resplandeciente y si aquello significó la ruina del hacendado o quedó solo en incidente. Aunque real, esta historia bien pudiera estar emboscada en algunas páginas de García Márquez.

 

Y fue entonces cuando surgió la canción que dice que “Santa Marta tiene tren, pero no tiene tranvía”, posiblemente unos de los vallenatos nacidos en la frontera entre los siglos XIX y XX y de los más antiguos que se conocen. Aunque dice “tranvía”, se refiere a la “train-vía”, es decir, la vía del tren. La autoría es difusa, pues pudo ser por superposición de una orquestina sobre otra, como suele surgir buena parte de la música tradicional, aunque siempre hubo discusión entre distintos cantantes o grupos que aseguraban que había sido compuesta por ellos. Hay distintas variantes remotas, pero la que ha quedado es la que se fijó en la primera grabación discográfica, realizada en Argentina en 1945, casi un siglo después de la historia de la que proviene.

 

Pues esa es la historia, que podemos aplicar de muchas maneras, bien fijándonos en la falta de previsión de quien compró un tren sin ferrocarril o en la imposibilidad de avanzar, por muy potente que sea una locomotora, si no existe una vía por la que deslizarse. Y lo digo porque este fin de semana los distintos aspectos de este relato encajaban perfectamente con el zumbido repetitivo que salía del Comité Federal de PSOE y del congreso aclamatorio del PP. Acepto pulpo como animal de compañía en las propuesta y juego a aceptar que son locomotoras poderosas, pero es que no hay vías por las que estos trenes puedan circular, porque, encima, hacen unas exhibiciones de torpeza que son como aludes que caen en ese “train-vía” que ellos imaginan pero que no existe. Después de escuchar lo que se ha dicho, se podría organizar un seminario sobre jugadas de farol. Y la gracia es que, mientras el PP y PSOE se devoran, la izquierda parece que se ha pasado a la vida monacal contemplativa y los nacionalistas dudan entre si se entregan al pánico o a la alegría inconsciente de frotarse las manos ante posibles nuevas oportunidades. Es decir, todos haciéndole la campaña a quienes solo proponen soluciones simples a problemas complejos. Siento decirlo, pero es así, y esto funciona como una ecuación matemática, se ha visto ya muchas veces.  Ellos sabrán, pero me causa sorpresa ver cómo tantas personas inteligentes y experimentadas pueden comportarse como si estuvieran ciegas y sordas, cuando lo vemos todos menos ellas, y ya pueden hacer todos los congresos y reuniones de comités que quieran. Ya veremos otras versiones de la misma película, que, en teoría, solo puede finalizar de una manera, pero eso sería si el tren tuviera ferrocarril por el que circular. Pero no hay.

 

Y en esas estamos. Hace treinta años se hablaba del Estado del Bienestar que debería avanzar hacia la Sociedad del Bienestar. Después hablaron de la Sociedad de la Información, y ahí se paró todo. Las nuevas tecnologías crean bolsas inmensas de riqueza concentrada frente a espacios en los que se pierden derechos conquistados. Ahora, a los derechos empiezan a llamarlos privilegios, y cuando la sanidad, la educación, las pensiones o la promoción del talento se sienten como privilegios estamos jugando a otra cosa, que tendrá nombre, pero que no responde al concepto de democracia social. Ya, ya sé que el ruido es otro, y seguirá mientras nos vendan como cosecha arrancar el rábano por las hojas.

 

Y esa es la contradicción española: con el PIB más alto de la UE y la desigualdad más grande; con un parlamento que se dice depositario de la soberanía popular, pero que ha olvidado que sus componentes son solo la representación de la gente; con unas instituciones que se han convertido en la hacienda, la finquita o la dacha de unos y de otros; con una sociedad civil que desconoce el enorme poder que tiene, y que ha perdido por no usarlo. Han sido elevadas a la triste categoría de dogmas intocables las teorías más o menos apócrifas sobre la imposibilidad de que España no sea otra cosa que un griterío fratricida que siempre pide sangre. Es decir, seguimos como en Santa Marta, con tren, pero sin tranvía.