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Rabiosamente intolerante

 

El lenguaje es el sostén de las ideas, puesto que todo lo que pensamos (especialistas en neurología afirman que los humanos tenemos una media de 60.000 pensamientos diarios, aunque no se especifica en el estudio qué es lo que entienden por pensamiento, si una palabra, una idea, una frase…) Lo cierto es que, lo que somos mentalmente y lo que transmitimos se expresa y archiva en una especie de discurso, y este se sostiene en una lengua, generalmente nuestra lengua materna, aunque hay personas que son capaces de pensar en varias lenguas, e incluso soñar en ellas. Siempre se tiende a expresar lo más profundo en la lengua con la que aprendimos las primeras palabras. (Que sí, lo de Errejón).

 

 

Pocas son las personas que, dominando varias lenguas, simultánea o consecutivamente, incluso siendo bilingües, son capaces de escribir obras creativas en otra. Tenemos al políglota Julio Cortázar, bilingüe de nacimiento, que escribió toda su obra en argentino (modalidad porteña del español), o dominadores de varias lenguas que escribieron en una sola, como Fran Kafka, hablante de checo y alemán que escribió siempre en esta última, o Borges, quien pese a su pasión por la cultura inglesa y su absoluto domino de su lengua, escribió solo en español, incluso en lunfardo, pese a su controvertida relación con el tango. Otros casos hay de autores que son la excepción a una regla casi universal, como Joseph Conrad, polaco que escribió en un inglés tenido por uno de los más elevados del siglo XX, Samuel Beckett, que hizo buena parte de su mejor obra en francés, siendo nativo gaélico y educado en inglés, Ionesco, rumano que fue un pilar del teatro del absurdo parisino o el imparable Nabokov, que escribía indistintamente en ruso, francés e inglés, y que leía El Quijote en castellano.

 

El caso es que la mayor parte del mundo colectivo se construye con una lengua. Por eso es tan delicado traducir libros en los que se manejan conceptos complejos, porque se trata de trasladar a otra lo que ha nacido en una lengua, pues a menudo no existe una palabra o una expresión que se corresponda exactamente con el pensamiento que se trata de transmitir. Y no digamos cuando la idea salta a la calle y va caminando por mil vericuetos, hasta el punto de que a veces esa cometa pierde hilo y no expresa la idea original, aunque expresa otra, que al ser generalmente aceptada vuela por su cuenta y tiene vida propia.

 

Hay dos ideas-palabras que se han ido perdiendo por el camino. Una de ellas es el concepto “original” que puede entenderse como algo que remite al principio mismo de esa idea, que se remonta a décadas, siglos o milenios, o bien quiere referirse a algo que nunca ha existido y que tiene su origen en ese acto, obra o hecho, y que es origen de lo que puede venir después, porque pudiera suceder que algo es tan original, tan diferente a todo lo existente, que luego pueda ser origen de nada, porque nunca se ha de seguir por ese camino. Así que, cuando me dicen que un libro, un cuadro, una pieza musical o el diseño de un sombrero es muy original, me parto de risa, pues le sobra el “muy”, porque es original o no lo es y no admite gradaciones. Se está vivo o muerto, no se puede estar poco o muy muerto.

 

Si se trata de cualquiera de las artes, buscar la originalidad (ser el origen de algo futuro) me parece que está fuera del alcance racional de cualquier ser humano. Hay artistas que presumen de su originalidad sencillamente porque no hay dios que los entienda. Si alguna vez ocurre (pocas), será por elementos que una mente humana no puede calibrar, casi siempre externos y confluyentes.

 

La segunda palabra es “tolerancia”. Suena muy bien, pero en origen (es caudalosa la RAE en acepciones de esta palabrita), etimológicamente, procede del término latino “tolerantĭa”, que significa “cualidad de quien puede aceptar”, y se trasladó al francés en tiempos de sangrientas guerras de religión. Es tolerante quien acepta algo que no es propio de él, que no le gusta o incluso que es frontalmente contrario a su pensamiento. O sea, que toleramos algo que consideramos malo, inferior o deleznable porque de esa manera es menor el daño colectivo. Pero no porque nos guste. Desde ese punto de vista, tolerancia es la aceptación del otro en la sociedad, pero no que aceptemos sus ideas o sus costumbres. Se toleran, se aguantan, pero no nos gustan. Por lo tanto, si me defino como tolerante, no quiere decir que no sea antifeminista, racista, homófobo, aporofóbico, xenófobo o cualquier otra negación del otro, sino que lo soporto, lo permito, en definitiva, no creo conflictos por ello.

 

Como comprenderán ese origen de la palabra tolerancia nada tiene que ver con la idea que hoy tenemos -o queremos tener- de ella. Tampoco me gusta la palabra igualdad, porque no somos iguales. Decía Saramago que él era diferente a una mujer, a un musulmán, a un homosexual, pero lo verdaderamente importantes es que todos respetemos esa diferencia, porque lo que yo soy (varón, heterosexual, blanco, ciudadano de este país, etc.) no me hace superior a quienes no lo son. Beethoven solo reconocía una forma de superioridad humana: la bondad. Desde esa visión más justa que tolerancia o igualdad, la palabra que nos salta como definitoria es el respeto. Sí, RESPETO, con mayúsculas. Y esa palabra es la expresión de una idea mental en la que estamos destinados a convivir, a escuchar y entender, porque también queremos que se nos escuche y se nos entienda.

 

Soy intolerante con la injusticia, con el abuso, con la hipocresía, con el desprecio a lo diferente. Soy intolerante con quienes no respetan los límites de la convivencia en nombre de algo que llaman libertad pero que empieza a no serlo desde que se cruza la línea del respeto. Soy intolerante con quienes proclaman una cosa y practican otra. Solo pido respeto, y eso es lo que se está yendo por el desagüe. En realidad, soy muy, muy intolerante, rabiosamente intolerante. (¿Les parece que no he hablado de Errejón?)

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Las tres leyes de Newton

 

 

Cuando uno abre el ojo y empieza a girar, se da cuenta de que casi todo está fuera de lugar, y que, a todos los niveles humanos y geográficos, estamos muy lejos de tener asumida una convivencia razonable con los demás (personas, vecinos, pueblos, nosotros mismos). El caso es que, sea por vestigios de nuestra prehistoria biológica o simple tendencia a la maldad (tranquilo Rousseau, esto no va contigo) en esa mirada de 360º, hay pocas cosas que esté en su sitio, y es un festival lo que está manga por hombro. Quienes pueden sacar tajada de todo ello, la sacan, cómo no, con lo que se crean monstruos que acaban manejando leyes, parlamentos, gobiernos, ejércitos y todo lo que se mueve; esto demuestra que, si hubiera un poco de buena fe y se aplicaran solo las leyes que ya existen (no soy tan ingenuo como para invocar la promulgación de leyes que nos igualen ante ellas), todo estaría más equilibrado, y que esa idea de que cambiar esto o lo otro es imposible resulta falsa, porque, cuando hay que hacer algo en beneficio de unos pocos, se hace y no pasa nada.

 

 

Bajemos a lo concreto: estos días pasados se repitió en la calle la demanda ciudadana para cambiar el modelo turístico. Cuando alguien critica las deficiencias del actual sistema, o simplemente anima a mejorarlo, se convierte en un apestado que solo quiere cargarse el turismo y hacer que se colapse una tierra como Canarias en la que la actividad turística es básica en estos momentos. Y no es eso, sino todo lo contrario, porque se colapsará si sigue en la misma dirección, no hay que ser adivinos, dos más dos son cuatro. Es precisamente ese cambio por el que se clama el que hará posible la pervivencia del turismo. Los responsables políticos y del mundo turístico se quejan de que se demonice al turista. Por supuesto que ese no es el camino, los turistas son personas que nos visitan, nada tienen que ver con los errores que seguimos cometiendo. Y los necesitamos, pero algo (mucho) es necesario cambiar. La queja de que se ha puesto injustamente el modelo turístico en el centro de nuestros problemas comunes no la comparto, porque tal es su tamaño que, quiérase o no, se relaciona con todo lo demás y poco puede hacerse en el resto de la economía si no se empieza con el chasis de todo, el turismo.

 

 

Aquí no hay adivinos ni profetas. O esto cambia, o nos iremos al garete. Es pura lógica. Lo sabíamos hace 40 años, cuando algunos hablábamos de diversificar el riesgo, y se desaprovecharon décadas de bonanza sin mover un solo dedo (bueno, bonanza relativa, porque es curioso que, en 2024, los salarios siguen en el mismo punto que en el siglo pasado (incluso inferiores), que con la subida del IPC convierte a la gente trabajadora en ciudadanía en peligro de exclusión social. Es así, los números del paro son ciertos aritméticamente, pero falsos socialmente, porque muchas personas que tienen trabajo no pueden sobrevivir solo con su salario (pregunten en Cáritas o en el Banco de Alimentos). En ese recorrido, algo no cuadra. Y como quienes más obtienen no tienen la fiscalidad adecuada, las recaudaciones de hacienda se hacen con la miseria de la miseria de los más míseros (que no miserables, estos no son).

 

 

El cambio de modelo turístico no se refiere por lo tanto solo al turismo, porque al ser una actividad mayoritaria influye, y de qué manera, en el resto del entramado social y económico. Afecta a la vivienda, es obvio, que escasea y, por la ley de la oferta y la demanda, dispara los precios, sea en venta o en alquiler. Para complicar más la jugada, parte de esas viviendas se destinan a explotación turística, con lo cual hay menos aún. Ahora nos cuentan que cada cual puede hacer lo que quiera con su propiedad (o no), pero el propio mercado deja claro que ya nadie puede moverse laboralmente porque es económicamente inviable por los precios del alquiler. Eso sí que colapsará la actividad turística. Profesionales de la medicina, la enfermería, la docencia o incluso de la hostelería no encuentran alojamiento en lugares fuera de su domicilio (el de sus padres, casi siempre), y luego hay quien dice que son unos blandos que no quieren trabajos fuera de casa. Ya me dirán cómo, pues el otro día vi en un noticiario que hay médicos de La Península destinados en Ibiza que duermen en tiendas de campaña. Así están las cosas.

 

 

En cuanto a la venta de viviendas a canarios no residentes, nadie mueve ficha. No se trata de que alguien jubilado compre una casa en Canarias y se venga a vivir, es que fondos buitre y particulares adinerados no residentes en Canarias, que viven en Alemania, Francia e Italia, están comprando parte del parque de viviendas para destinarlas a alojar turistas, porque ellos pueden pagar altos precios y los canarios no, con lo que, encima, tributarán las ganancias en sus países. Ah, que esto es Europa y bla, bla, bla. Falso. Algunos países de la UE tienen resuelto ese asunto hace décadas. Hasta donde sé, allá también existe la propiedad privada. Intente hacer eso en Luxemburgo, Dinamarca, Países Bajos o algunos Länders alemanes y no podrá porque hay leyes que lo impiden, y si alguien logra colarse, tendrá que responder duramente ante los tribunales, junto a los locales que hayan sido cómplices, que siempre tiene que haberlos.

 

 

Los salarios y la vivienda, tan íntimamente relacionados, son el problema capital de España, agravado en las zonas turísticas, como ya padecemos en Canarias. Hay otros asuntos, muy graves y urgentes, que hacen coro (agua, energía, cambio climático, dependencia, abandono de la agricultura, inmigración, paro juvenil, salud mental…) Sobrevivimos desayunando carteles de carnaval y cenando futuros mundiales de fútbol. Las cuerdas aguantan hasta el punto en que se parten. No es un anuncio, es la previsión de una ley física, si no se abordan con decisión estos temas vitales, que son vasos comunicantes, lo del 15-M va quedar en juego de parvulario. La cuerda se partirá y el estampido dejará en nada la foto de Sánchez con Puigdemont, las corrupciones varias y hasta las Memorias del Rey Emérito. Insisto, no es una profecía, es la aplicación de las tres leyes de Newton (salen en Google). Así de simple y así de complejo.

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Queda mucha plancha, Santa Teresa

 

Hoy es día de Santa Teresa. Además de felicitar a todas las mujeres que llevan ese nombre, andamos en la celebración del Día de las Escritoras. Y no sé si alegrarme o entristecerme, porque no parece que las cosas vayan bien cuando se hace necesario señalar un día para recordar que las mujeres tienen (o debieran tener) derechos, oportunidades y reconocimientos en la misma medida que los hombres. Y esta última expresión habría que matizarla, porque el asunto no se resuelve poniendo tres y tres o siete y siete, sino llevando a la sociedad a que se consideren los talentos, el trabajo y los resultados por sí mismos, sin tener en cuenta el sexo de quienes se trate, y estoy convencido de que, si esos fueran los criterios, sobresaldrían unos u otras como todo en la vida, por rachas, momentos y circunstancias, pero, a la larga, el equilibrio sería total.

 

 

Pero, claro, mi abuela se agarraría a las décimas guajiras y me diría: “¡Quién tuviera cien mil pesos / un caballo de carreras / una novia en cada pueblo / y que todas me quisieran!” Esa era su manera de decirme que hay cosas imposibles, o al menos muy difíciles de conseguir, una de ellas, alcanzar en la práctica el concepto de igualdad social. No voy a hacer un recorrido por eras y períodos, y mucho menos a enunciar un análisis antropológico de por qué es tan difícil, sencillamente porque no tengo ni idea, y los que la tienen me temo que solo han escarbado un poco en la superficie del asunto, pues siempre acudimos a explicaciones de relaciones de poder, a integrismos religiosos y a no sé cuantas cosas más, pero el caso es que, sin que haya esas relaciones tóxicas o desiguales y entre personas poco o nada religiosas, la desigualdad se perpetúa, como si hubiese una orden marcada a fuego en nuestro destino como humanos.

 

 

De los miles de años que tenemos memoria escrita, es verdad que la vida parece hecha y, por supuesto escrita, por los varones. Las mujeres siempre ocuparon un lugar secundario, de compañía y apoyo a los ilustres o heroicos hombres, con escasa o nula vida pública, y cuando aparecen, casi siempre son las que malmeten a un marido poderoso (Popea, esposa de Nerón), reinas casi siempre criticadas por la Historia como Catalina de Rusia o incluso decapitadas (María Estuardo) o santas que interesaba promocionar para mayor gloria de la Iglesia (Juana de Arco). Es decir, no pintaban nada, salvo ese poder divino heredado que recayó en mujeres de carácter como Isabel I de Inglaterra o Isabel La Católica. De lo contrario, nada, desapercibidas, pues hasta en la literatura suelen estar en las cocinas del mal, como las mujeres letales de las tragedias griegas o manejando los hilos de la conspiración a lo Lady Macbeth. Otras fueron silenciadas, expoliadas y encerradas, como Juana La Loca, sin ir más lejos.

 

 

Cuando veo a figuras femeninas de gran dimensión histórica en cualquier área, me quito el sombrero ante ellas, porque sabemos que, para sobresalir y dejar huella tenían que acreditar el genio de Einstein, Mozart y Platón juntos, pues en igualdad de condiciones se las habría tragado el silencio. Son muy pocas las que han quedado en la Historia humana, pero muchas para enumerarlas aquí. Desde Hipatia de Alejandría a María Sklodowska (Madame Curie) y desde Safo, la poeta de la isla de Lesbos, a Sor Juana Inés de la Cruz, pasando por Teresa de Ávila y muchas más, es estremecedor el enorme esfuerzo y el talento de estas mujeres que ni en lo peores tiempos los hombres pudieron acallar.

 

 

Estoy convencido de que hay mujeres que han realizado obras, descubrimientos y hallazgos similares a los que agradecemos con gran fanfarria a Aristóteles, Leonardo Da Vinci, Bach, Velázquez o Newton. Da vértigo pensar en cómo han sido silenciadas, acalladas y anuladas, y sus logros, o se han perdido o se los adjudicaron a un machote presentable. No puedo imaginar qué cosas se han descubierto de nuevo siglos después de que fueran sepultadas porque nadie les hizo caso por proceder de una mujer.

 

 

Ya que estamos celebrando el día de las mujeres escritoras, creo que hay que irse olvidando de los galardones. Tampoco sirven, ya hemos visto los Premios Nobel de ciencia este año: ni una mujer. Hay que valorar las obras. Ocurre cada vez menos, pero es escalofriante cuando formas parte de un jurado literario y alguien te dice una de estas dos cosas: que afines en la elección porque ya son demasiadas las mujeres que están ganado premios; o bien, lo contrario, que sería bueno que el premio fuese para una mujer. Absurdo, porque en algunos premios institucionales en los que se reconoce una vida se sabe cuáles son las candidaturas, con nombres y apellidos, pero en los demás, las obras se presentan con plica y seudónimo. No es posible saber si quien escribe es hombre o mujer. Y en ocasiones he visto la cara de disgusto de alguno de los convocantes cuando, al abrir la plica, se conoce el sexo de quien gana, porque ha sido un hombre y “tocaba” una mujer o porque es mujer y ya “son demasiadas”. Parece ser que, además de saber algo de literatura, para ser jurado hay que tener una bola de cristal. Es ahí donde quería llegar, se ha de reconocer la obra y la trayectoria si es el caso, o de lo contrario nos estamos cargando la literatura.

 

 

Pues sí. Si echamos miradas atrás, vemos que las llamadas generaciones literarias son en su mayor parte un listado de nombres masculinos. Desde hace unos años, eso empieza a cambiar, y espero que siempre sea la literatura el objetivo, pues como consumidor de cultura, me interesan los libros, y me importa cero el sexo, la raza, la religión o la nacionalidad de quien escribe. De manera que queda mucha plancha, tongas y tongas de ropa, como también diría mi abuela. Y no solo en la literatura. Felices celebraciones de la Mujeres Escritoras.