La fascinación europea por Hemingway se ha ido diluyendo en favor de Paul Auster, un buen escritor que es como el Woody Allen de la novela, pues Nueva York es su punto fuerte, que atrae a millones de lectores como si fuese un ocasional escritor de bet-sellers. Pero yo iba a hablar de Hemingway, que ha dado más notoriedad a Pamplona que los Sanfermines.
Es evidente que para los anglosajones Pamplona es la cuarta ciudad española en su conocimiento cronológico, después de Madrid, la capital, Jerez, donde los propios ingleses inventaron el Sherry, y la ciudad del Betis, de la cual Georges Bernard Shaw decía en su Pigmalión que la lluvia en Sevilla es una pura maravilla, y encima le tocó en Sevilla jugar a los ingleses la fase inicial del Mundial de fútbol del 82. Diez años después, en el 92, conocerían Barcelona, cuando medio mundo creyó que el pebetero de la llama olímpica fue encendido por un arquero español que lanzó una flecha encendida.
Muchos son los que han sido cautivados por la fuerza vital de Hemingway, mitad sombra del Caribe cubano, mitad borrachuzo pamplonica en los julios de los años treinta y cuarenta del siglo pasado. No dejo de reconocer que me apasiona releer su libro crepuscular El viejo y el mar, que en mi adolescencia tomé como signo de rebeldía republicana tragarme ¿Por quién doblan las campanas?, que me entusiamé y me entusiasma Adiós a las armas y que me aburrió Al otro lado del río, entre los árboles, una novela de la que parece que hasta el título está puesto de mala gana.
No seré yo quien ponga en duda la calidad literaria de Hemingway, aunque descubrí el Kilimanjaro cuando me lo mostraron Ava Gardner y Gregory Peck, y supe que París era una fiesta cuando estuve en el viejo mercado de Les Halles, donde Patrick Suskin sitúa el comienzo de su novela El Perfume, un mercado que ya no existe porque en su lugar han construido un centro comercial con el mismo nombre, armado con estructuras de aluminio y escaleras mecánicas que semejan un laberinto.
Se lo cargaron en los años setenta, al mismo tiempo que metieron ese motor de explosión que es el Centro Pompidou al final de la prostibular calle de St. Denis, porque es bien sabido que en París esta profesión está muy bien diferenciada: las putas de St. Denis y Chatêlet, junto a Nôtre-Dame, para los pobres arrastrados del extinto mercado, hoy para los inmigrantes africanos que orinan en la calle; las prostitutas de Montparnasse y el Barrio Latino, para artistas, intelectuales y gozadores de la noche sin dinero; las cabareteras en Pigalle, para turistas americanos y franceses de provincias; y las señoritas de compañía del distrito 16, al oeste del Arco del Triunfo, para ejecutivos con tarjeta Visa.
París es machista, una ciudad femenina hecha para el goce de los hombres, un gran lupanar en el que hasta los creps de fresa de la Plaza de St. Michel son un objeto de deseo rumbo a la Rue Huchette donde hay un teatrito con dos docenas de butacas en el que cada noche se representa desde hace medio siglo La Cantante calva, de Ionesco. ¿Por qué‚ hablo de París mezclándola con Pamplona? Porque Pamplona es igual que París, pero todo revuelto, una ciudad donde el encierro está prohibido a mujeres, que en mi opinión tienen el mismo derecho que los hombres a cometer la estupidez de jugarse la vida delante de un mihura, subiendo la calle de La Estafeta, de amanecida, con borrachera y cansancio, es decir, en plena forma para morir ensartado.
Y claro que toca hablar de Hemingway.
Su literatura nace del periodismo y va al grano. Aprendió mucho en el Kansas City Star, un periódico que lo envió como corresponsal de guerra a la España del fratricidio. Y se quedó con Pamplona. Me gusta lo que escribe, y normalmente a los escritores que amo los trato de tú, pero a Hemingway lo trato de usted, porque no me cae bien, detesto su chulería, su pose de autor consagrado que cada día a la una en punto llegaba a la Bodeguita de Enmedio de La Habana y se ponía a escribir de pie en la barra. Siempre escribía de pie porque tenía un problema en la rodilla y cuando la doblaba le dolía mucho.
En realidad era un exhibicionista, un bravucón, bebedor, tahúr y mujeriego de mala pinta, un mito que bien supo fabricarse, aunque seguramente perdió casi todas las peleas, cazó menos leones de los que dice, aguantaba menos alcohol del que aseguran y ligaba menos que Martin Felman. Vamos, que la leyenda de Hemingway es su mejor obra literaria, bruñida en unos Sanfermines más literarios que reales. Supongo que ya lo cogió mayor y tocado de la rodilla y no correría ningún encierro.
Pero finalmente, como pasa con Cela, queda la obra, y ambos autores tienen libros por encima de los cuales no se puede pasar, hay que pararse.
Es evidente que por cronología no conocí a Hemingway y no tengo la impresión directa. A Cela sí, y es la demostración clara de que a menudo la obra está por encima del escritor, o puede ser que en el fondo son como sus libros y les da vergüenza que los demás lo sepan. Hay muchos escritores que juegan a ser bohemios parisinos de antaño, pero ya ni siquiera París es el mismo, y la exigencia que los envuelve les impide ser ni siquiera la sombra de lo que representan. Hemingway es el último verdadero de todos ellos, y a lo mejor ni eso. Lo que sí es verdad es que fue un gran novelista.
(*) Publicado hoy en el suplemento Pleamar de la edición impresa de Canarias7.
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