Acabo de escuchar la noticia de que Garzón ha ordenado la apertura de la fosa granadina del Barranco de Víznar, donde están los restos de García Lorca y otros tres mil asesinados y casi me he echado a temblar. No sé, es una emoción indefinible, y escribo estas líneas sin otra guía que la de esas sensaciones y sentimientos que me invaden.
Hemos oído y leído muchas veces en estos días que los asesinados en aquella guerra merecen una sepultura digna. Y la merecen, pero al pensar en Lorca me he estremecido, porque el maldito Barranco de Víznar es hoy un lugar en el que el respeto y la memoria se unen conformando una dignidad que tal vez no pueda igualar el más fastuoso panteón.
Aquel paraje granadino es un cementerio, y acaso no haya mayor dignidad que dejar que reposen allí eternamente los restos de aquel poeta, aquel maestro de escuela y aquel banderillero que son la bandera de miles de personas que comparte su espacio y su memoria.
No sé. Siempre he imaginado el Barranco de Víznar como un lugar sagrado. El odio lo regó de sangre y el tiempo lo ha hecho florecer. En cualquier caso, Federico ya no está allí, está en sus versos, en su teatro, en las voces quebradas de sus amigos que lo lloraron y en las de quienes hoy les ponen música, y en la música que el propio Lorca rescató de la mano de su amigo el Maestro Manuel de Falla.
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