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Calor, verano, historias

 

Refugiado de esta insolente canícula que nos asola, leo con desgana, pero con placer pasajes del último libro de Muñoz Molina, un autor del que suele interesarme la letra, pero del que siempre me gusta la música. El verano de Cervantes, que así se llama el libro, es una especie de novela vivencial que se acerca a una memoria que parece individual, pero que cuenta a retazos la dureza de un tiempo español que suena a pasado pero que no se ha ido, por mucho que nos inunden con amarillismos que nunca tratan de la verdadera actualidad, sino que son humo que la ocultan. El autor se cuelga de una lectura comparada de El Quijote y nos lleva de la mano por un verano eterno.

 

 

Una de las observaciones en las que nos hace caer es que las peripecias del famoso caballero andante suceden en verano. En toda la vasta extensión de la magna obra cervantina no aparece el frío ni la lluvia, pues el hidalgo y su escudero transitan por una España en la que es verano permanente, hay mucha luz y abundan días de calor infernal. Se diría que Cervantes sitúa su novela en el período veraniego, aunque tantas historias, tantos personajes y tantas secuencias difícilmente cabrían en esos meses estivales, por lo que debemos suponer que la obra transita varios veranos, dos al menos, correspondientes a sendas partes de la novela, pero aun así es poco tiempo. Un actual y exigente editor americano de película habría rechazado la obra porque pudiera no ser verosímil esa concentración de aventuras en tan escaso tiempo, o bien porque no queda claro en su lectura cuándo suceden las cosas, aunque sí es verano.

 

Quiero pensar que pudo ser un reto del autor -otro más, por si no hubiera bastantes y de toda índole en el texto-. Confieso que nunca me percaté de ese detalle, en las distintas lecturas totales o parciales que he hecho de ese monumental artefacto del ingenio humano, y en los trabajos críticos en los que la obra es mencionada. Desconozco si eruditos como Menéndez Pelayo, Maeztu, Marañón, Lapesa o el recientemente fallecido Francisco Rico, que dedicaron años y libros a la obra de Cervantes, han señalado en alguna esquina de sus análisis algo tan curioso como que todo sucede en verano. Yo no lo he leído ni escuchado nunca, aunque tampoco mi “quijotemanía” es tanta como para ser exhaustivo, y tampoco lo han señalado especialmente autores extranjeros como Thomas Mann o Nabokov, admiradores y comentaristas de la obra de Cervantes.

 

El caso que, la siesta obligada por el bochorno canicular de este agosto me lleva a recordar algunas obras de arte en las que siempre hace calor. Es obvio que autores como Faulkner o Tennessee Williams, que han retratado en la novela, el teatro o el cine ese Sur norteamericano tan pasional y por lo tanto peligroso, utilizan el calor para generar ambientes tensos, como si el calor llevase inequívocamente a la violencia. El calor es un instrumento literario muy claro en novelas faulknerianas como Luz de agosto (en casi todas las de su autor) o en los dramas de Williams, especialmente en Un tranvía llamado deseo o La gata sobre el tejado de zinc (en la versión original el metal es estaño, que cobra todo su esplendor agresivo cuando aparece fundido).

 

Sabemos que no es así, pues pasionales son los personajes de Dostoievski y se mueven casi siempre sobre el hielo estepario o la miseria metaforizada por el frío de Moscú o San Petersburgo. Pero sí que literariamente el calor es un reflejo de esas situaciones en las que nos cuesta trabajo pensar, y a veces ni se puede, y llega el bloqueo que se convierte en violencia. Un ejemplo es la obra de teatro La Gaviota, del ruso Chéjov, que transcurre en un caluroso veraneo en Crimea con personajes que arrastran sus angustias desde Moscú. El calor de una siesta asfixiante hace reventar las válvulas y los protocolos de la buena sociedad.

 

En mi memoria particular está mi primera lectura adolescente de Doña Perfecta, de Galdós. No hay relación con el calor en la obra, pero como yo sudaba a mares cuando la leía, siempre relaciono determinadas escenas con el agobio húmedo de nuestros veranos. Y sin duda, también me trae el verano agobiante de Madrid la novela El Jarama, de Sánchez Ferlosio, un texto que no ha resistido el paso del tiempo (el resto de su obra sí, por supuesto), que transcurre en una comida campestre que acaba mal a orillas del río que le da título, y en la que el agobiante calor madrileño es un personaje más.

 

No puedo dejar pasar películas muy sudorosas como El largo y cálido verano (un guion de Faulkner, por cierto, poco antes de morir), en la que, tanto como las magistrales actuaciones de Orson Wells, Paul Newman, Joanne Woodward o Tony Franciosa se notaba la mano caliente del Premio Nobel sureño. ¡Qué reparto, por Dios! También está en la película la aparentemente delicada Lee Remick, que fue una actriz que, aunque nacida en California, se hace con personajes muy sureños, enfrentados con su apariencia evanescente; es como si ella misma hubiera sido creada por Faulkner, incluso en las películas en las que él no hace el guion o no se adaptan novelas suyas, siempre con el calor y el verano al fondo: Anatomía de un asesinato, Días de vino y rosas y sobre todo en Santuario, que esta sí que proviene de Faulkner.

 

Y el remache del calor, el verano y la literatura y el arte es sin duda la novela El extranjero de Albert Camus, una obra que es más que una narración, algo así como la Metamorfosis de Kafka, en la que Camus anuncia la fina y peligrosa línea a la que está condenada la humanidad después de dos guerras mundiales. Y el calor y el verano otra vez, mezclados con la soledad. Si su arranque es magnífico y sugerente, el final de esta novela es brutal y aterrador: “Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio”.

 

Esperemos que no sea profético. Buenas películas y lecturas de verano.

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