Los míticos años de Tomás en Madrid

 

Acreditados estudiosos han hablado y seguirán hablando de la poesía de Tomás Morales, sin duda una de la voces más singulares y acabadas que dio el siglo XX en Canarias y acaso más allá. La belleza de su poesía, el manejo de la musicalidad de la palabra, con un dominio absoluto son casi un dogma, por mucho que se empeñen en menoscabarlo en ocasiones. Yo soy de los admiradores del verso sonoro de Tomás, lo mismo que del intimista de Alonso, pues parece que cuando hablamos de uno sale el otro, como clisé en negativo, pero ambos grandes poetas.

 

Desde mi mente de novelista, lo que más me fascina de Tomás son los cinco años que estuvo en Madrid estudiando Medicina en la facultad Carlos III.  Llegó en 1904 y estaba previsto que Alonso Quesada se incorporase a la universidad madrileña un par de años después, pero es precisamente en esa fecha ansiada, 1906, cuando Tomás recibe carta de su amigo, que le escribe desde Gran Canaria, en la que le comunica que su padre ha muerto y ha de hacerse cargo de la familia, por lo que será imposible que acompañe a Tomás en la aventura madrileña.

 

Quién sabe qué habría pasado con la poesía de ambos si esa estadía estudiantil de Alonso hubiera sido posible. ¿Habría atemperado Tomás la sonoridad rubeniana de sus versos y se habría acercado a la profunda sencillez machadiana de Alonso? No quiero especular sobre lo que habría pasado con Alonso, porque hoy hablo de Tomás, pero pudiera ser que esa carta que rompe un proyecto común influyera en ambas trayectorias poéticas.

 

Porque Tomás era poética y físicamente una fuerza de la naturaleza. Era un hombre fuerte y altísimo, de facciones rotundas y atractivas, y una voz atronadora de barítono que se proyectaba en cualquier espacio. Cuando llegó a Madrid y fue introducido por su amigo Luis Doreste Silva (que llevaba años en Madrid) en los círculos madrileños, se convirtió en la sensación de todas las tertulias, fueran la de Villaespesa, Carmen de Burgos (La Colombine) y otras en las que se movían Gómez de la Serna, Fernando Fortún o Díaz Canedo.

 

Fue en estos ambientes donde incluso llegó a conocer fugazmente a Rubén Darío, durante su breve embajada en Madrid, que era una olla a presión política, un temporal que intentaba capear don Antonio Maura desde la presidencia del Consejo de Ministros y que acabó haciéndolo naufragar. En la cultura se mezclaba el pesimismo de la Generación del 98, las fanfarrias del Modernismo y la pulcritud idiomática (casi un vicio) de los novecentistas. A todos asombró aquel joven estudiante de Medina, alto como una torre y sonoro como un huracán.  Madrid se le hizo pequeño y entre la verdad y la leyenda fue un amante arrollador y un poeta admirado hasta por el mismísimo Rafael Cansinos-Assens, su contemporáneo y luego reivindicador del poeta de Moya.

 

La poesía de Tomás se materializó en su mayor parte cuando regresó a Gran Canaria en 1909, para desempeñar su carrera de Medicina. Fue un ciudadano probo que hasta entró en política para ser Consejero del Cabildo. Tal vez ese Tomás arrasador como el martillo de Thor en el Madrid del primer decenio del siglo pasado fue real y hasta más exuberante de lo que cuentan, pero también pudiera ser que su leyenda rocambolesca fuese agrandada por el afecto de sus muchos y buenos amigos, como respuesta al dolor que sintieron por su temprana muerte. Es evidente que admiro y valoro al gran poeta como tal, pero mi instinto narrativo se deslumbra ante aquel frío pero hirviente Madrid, en el que ya estaba plantada la semilla del complicado siglo XX español. Y en medio Tomás Morales como un dios mitológico de una religión atlántica.

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