Hemos tenido una semana en la que se ha puesto sobre la mesa otro debate, que no sé si tiene una respuesta absoluta, porque dependerá de qué tribunal lo valore, si este fuera el caso. Me refiero a la obligatoriedad de presentar documentación sanitaria para entrar en determinados locales. El Tribunal Superior de Justicia de Canarias sentenció (echó abajo la medida del Gobierno autónomo), y lo mismo está ocurriendo en otras comunidades, donde en unas sí y en otras no.
Surgen las preguntas sobre la viabilidad jurídica de dicha medida, puesto que se alega por una parte que los datos sanitarios son muy privados, o que hay discriminación porque muchas personas aun no se han vacunado. Por otra parte, se argumenta que, cuando se trata de la salud pública, hay que tomar medidas extraordinarias como esta, e incluso se puede obligar a vacunar a quienes tengan un trabajo de servicio público, pero no se aclara si solo quienes dependan de centros oficiales o si se entiende como servicio público una cajera de supermercado o un taxista.
Pues no me queda clara ninguna de las posturas, y he escuchado a juristas posicionarse de distinta forma, basándose en esta o aquella ley o en una declaración internacional que España ha firmado. La cosa es que hay tantas declaraciones y leyes como estrellas en el cielo, y depende hasta de la idiosincrasia de cada país, porque en Francia está declarado un estado similiar a los que aquí se critican, en Italia han prorrogado el Estado de Emergencia hasta el 31 de diciembre, y no pasa nada, pero es que aquí ya es costumbre politizar la justicia y judicializar la política, que es lo mismo, distinto, opuesto, parecido o vaya usted a saber lo que diría el Tribunal Constitucional.
Así las cosas, España se ha lanzado a las vacaciones, los aeropuertos tienen un tráfico casi como en tiempos anteriores a la pandemia y muchos hosteleros presumen de que pueden alcanzar hasta el 80% de ocupación. De repente, ya no hay miedo, y el movimiento es muy superior al del verano pasado, a pesar de que se han engordado todos los baremos de hace un año, y entonces pocos se movían. Las playas están abarrotadas y, ya puestos, digo yo que casi podrían celebrar La Rama (es una hipérbole, pero es veo tantas aglomeraciones sin medidas que ya no sé qué pensar).
O sí. Se he impuesto el criterio economicista, y la preocupación no es que la gente muera o enferme, sino que se colapsen los hospitales. Por cómo hacen las cosas, se diría que, si pudieran controlar los turnos de ocupación hospitalaria, dejarían que siguiera el virus a su aire y sálvese quien pueda. Es que se ha generado un clima en el que la pandemia solo existe en los hospitales y en los telediarios, pero se lanzan cifras escalofriantes y por lo visto empezamos a acostumbrarnos.
Luego están las vacaciones legislativas y gubernamentales. Ya saben aquello de que la mujer del César no solo debe ser honesta, también debe parecerlo (eso decían en Roma, yo solo cito). Pues algo así pasa con los políticos. La gente quiere ver cómo quienes dirigen las instituciones están al pie del cañón en los peores momentos, y desanima mucho ver que quienes supuestamente están al timón descansan en Doñana, Lanzarote o Mallorca. Cuando los alemanes bombardeaban Londres, el gobierno inglés quiso sacar al rey y a su familia de la ciudad, pero el monarca, no solo se negó, sino que acudía a los lugares bombardeados y el pueblo lo veía. En realidad, de poco servía técnicamente su presencia, pero daba mucha moral a la gente. Pues esto es igual. Así que, mientras se abarrotan las playas, los aeropuertos y los hospitales, y nuestros líderes dormitan en la hamaca, nos rondarán las dudas hamletianas sobre el ser o no ser de la pandemia.
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