Han salido a la palestra por asuntos poco claros varios nombres que se han distinguido por haber tenido mucho poder unos o influencia mediática otros, y que, desde su altura, no han perdido ocasión de impartir lecciones de ética, civismo, solidaridad y al mismo tiempo censura y rechazo por quienes se les hayan opuesto de alguna forma o simplemente porque piensan distinto. Si alguien les da un argumento convincente, encuentran siempre algo para remachar y de esta forma tener ellos la última palabra, que les pertenece por designio divino. Los demás son los que se equivocan, y se muestran como objetivos de mil conspiraciones, porque ellos nunca tienen la culpa de nada, son los otros, torpes, mezquinos y envidiosos, los que urden trampas para destruirlos. Solemos llamar a eso prepotencia, y escarbando en la memoria de los diccionarios encontramos muchas palabras que son hermanas, primas o similares y que completan los matices con distintas combinaciones: arrogancia, altanería, soberbia, jactancia, ufanía, altivez, petulancia, desprecio, engreimiento, insolencia, chulería, impertinencia… Lo curioso es que, en esta España con genes de amos y siervos, hay un sector de la población que admira estas actitudes. Así nos va. La máxima expresión de todas ellas se manifiesta cuando estos enviados del Olimpo son pillados justamente en lo que dicen despreciar. Automáticamente, los semidioses se ponen el traje de víctimas de oscuras conspiraciones, porque se creen con el derecho de hacer lo que para otros está mal, y se escandalizan de que se les aplique el mismo rasero que a los mortales. Ellos son los elegidos, nunca cometen errores, y proclaman que son víctimas de los desaciertos, las mentiras o las maquinaciones de los demás. Con tanto enredo malsano, Shakespeare se habría puesto las botas y Cervantes exclamaría en la voz de don Quijote: «La verdad adelgaza y no quiebra, y siempre nada sobre la mentira como el aceite sobre el agua».
Un comentario en “La verdad adelgaza y no quiebra”
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En cambio, acudiendo a otras citas memorables, hay quien dice, en concreto la personaje Carmina, en la película de Paco León «Carmina y Amén»: «Cuando yo digo una cosa, automáticamente se convierte en verdad». Eso debe pensar don Osé Manué cuando declara con tanta confianza. Y no dudo de que se lleva un verdadero chasco cuando ve que no sucede.