Por fin he descubierto cuál es la causa de que tengamos la sensación de que el mundo se ha vuelto loco, y es que, efectivamente, se ha perdido la capacidad de pensar racionalmente. Y me preguntaba por qué, hasta que supe que el telescopio Kepler había detectado en la Vía Láctea una megaestructura que podría haber sido creada por vida inteligente. Vale, me dije, pues ya sabemos de dónde vienen los dioses. Pero lo que definitivamente me ha roto es que parece ser que se ha perdido el contacto extraterrestre con KIC 8462852 (así llaman al oráculo).
¡Acabáramos! ¡Nos hemos quedado sin wi-fi galáctica! Y por eso rabinos, obispos, imanes, lamas y demás intermediarios andan por ahí dando palos de ciego. Y los visionarios también; los iluminados políticos seguramente estaban conectados a esa fuente de inteligencia cósmica vedada para el común de los mortales. Y aparece la siguiente palabra: desconexión. Era por eso.
Durante años, Euskadi ocupaba desproporcionadamente la atención mediática. Ahora es Cataluña. De manera que, aprovechando la desconexión sideral, me niego a seguir haciendo el juego a nacionalistas, unionistas, patriotas, radicales, republicanos, europeísta o charlatanes varios (ya no sé dónde empiezan o acaban porque se fortalecen mutuamente). Ya está.
Con o sin wi-fi cósmica, lo que realmente me interesa es que haya trabajo, salarios dignos, atención sanitaria, educación… ¡Que la gente coma! Los sueños imperiales, totalitarios, excluyentes o uniformadores de esta partida de gañanes desconectados no me interesan. Y esta es la razón por la que, siguiendo la estela de mi admirada Almudena Grandes, deliberadamente y a conciencia, Cataluña no va a estar en mi vocabulario durante una temporada. Es decir, soy yo quien desconecta, que para abstracciones prefiero a Kandinski.
Y me conecto al mundo real: quiero que haya música, libros, danza, color,
abrazos, comida y dignidad. Cada ser humano es su propio Mesías. Adéu.
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