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Cosas que se nos escapan a los mortales

 

Como alguien ha dicho en estos días, es de parvulario pensar que el franquismo fue algo que se le ocurrió a Franco y los demás a callar. Está claro que Franco era el mascarón de proa de un navío siniestro en el que navegaban diversos intereses, y les convenía hacer que seguían a un líder. Es más, le daban mucha coba para tenerlo siempre en la picota y así ellos poder vivir a la sombra de ese poder, haciendo lo que les daba mayor beneficio.

 

 

Durante buena parte de mi vida, Franco fue siempre un punto de referencia inexcusable. Su retrato, junto al de José Antonio Primo de Rivera y el crucifijo utilizado como un emblema más del Imperio, estaba en el frontispicio de cada aula, en los edificios oficiales y hasta en las oraciones de la misa. Nos lo mostraban como ejemplo de virtudes que hoy me parecen tristes, hasta que, viciado por los libros, supe que existían la democracia, los partidos políticos, la libertad de expresión, las críticas al gobierno, la pluralidad. Entonces supe que Franco me consideraba su enemigo; para él, yo era peligroso, todos éramos peligrosos para la patria, y por eso nos vigilaban. Si en nombre de la patria se puede matar a miles de personas, perseguir la cultura, destruir ciudades y arrasar campos, la patria no es la gente, ni la tierra, ni la cultura; entonces, ¿qué es la patria? Para mí era una abstracción militar con uniforme de cruzado. La patria entonces no era la suma de mujeres, hombres, ideas, costumbres y territorio, sino su resta. Y era triste.

 

Después he entendido lo sombrío de aquel mundo donde la alegría era delito. Se respiraba un aire tan lúgubre, que durante años he dudado de si Franco existió realmente o fue una ficción. Y no era una ficción, porque no se trataba del hombre bajito que se erigió en dictador, sino de una idea de España en la que los españoles no cuentan. Franco era el logotipo, y ahora aquella patria se ha convertido en cifras, dinero y estadísticas, y sigue sin tener en cuenta a los españoles. En el aniversario de la Constitución, vemos que lo que significaba el franquismo no solo no fue una ficción, sino que se prolonga y hoy sigue vivo, condenando a la cárcel de la miseria a millones de españoles, jugando con la vida y con la muerte de la gente indefensa, expulsando a los jóvenes como antaño.

 

Yo me siento miembro de una España solidaria, justa y abierta, pero cuando me hablan de patria empiezo a temblar, porque detrás de esa palabra no está la España en la que creo. Dicen que la Constitución necesita reformas; si no hay un sentimiento colectivo, va a dar igual. Bastaría con que se cumplieran la lista de derechos y la doctrina de justicia solidaria que ya están escritas en esa Constitución de 1978 que dicen que es vieja. Siempre lo fue, pero lo peor es que ha sido papel mojado porque nunca se ha cumplido para el conjunto de la población. Y siento que cuando hablo así se me tiene por enemigo, porque quieren volver a esa España en blanco y negro en la que la alegría vuelve a ser sospechosa.

 

Los resultados de las elecciones, que unos demandan y otros retrasan, se relatan hoy en encuestas, que empiezan a ser menos fiables que nunca, porque es bien sabido que hay un porcentaje de la población que no quiere perder y vota a quienes las encuestas dicen que ganan. Por eso no hay que fiarse. Se supone que, en una democracia, las dudas se resuelven votando, pero resulta que luego los votos se interpretan según y cómo, de tal manera que dicen saber hasta las intenciones de los votantes. Y eso no puede saberse, solo son cifras, pues el sentimiento o el impulso de cada persona al depositar su papeleta o al decidir abstenerse es un arcano. Eso sí, luego está la sociología, pero ya sabemos que las ciencias exactas no existen.

 

Ahora, que estamos en una campaña electoral en sesión continua, se incrementa el griterío que uno no sabe cómo digerir, porque, según se mire, si prestas atención y sigues la lógica interna de estos discursos, resulta que todos tienen razón; o al revés, todos tienen agujeros por donde cabe cualquier interpretación contraria. Pero tienen algo en común, demasiadas mentiras. Y es que estamos inmersos en una fase muy curiosa, porque hay tanta información y a la vez tantas manipulaciones que ya no puedes fiarte de casi nada. Vemos cada día cómo noticias, fotografías y vídeos son falsificados o datados según conveniencia.  O se inventa directamente, por lo visto vale todo. Y conviven diversas maneras de ver el mundo, que van desde la ingenuidad hasta el delirio, y que podríamos agrupar de muchas maneras. Por ejemplo, así:

 

Conspiranoicos.- El mundo está dirigido por grandes fuerzas económicas y políticas, y estas se reúnen periódicamente para diseñar estrategias de dominio, quitar y poner reyes y crear estados de opinión que favorezcan sus actuaciones.

 

Antiimperialistas.- Muy parecido al anterior, pero el centro de gravedad de estas decisiones está en Estados Unidos, más concretamente en Washington, y se ejecutan a través de las muchas agencias del gobierno federal de ese país.

 

Estándar.- La realidad es exactamente la que vemos en los noticiarios; ocurre de esa manera porque sí, y cualquier opinión o aclaración responde a intereses muy oscuros.

 

Revolucionarios.- Hay que cambiarlo todo, pero cada cual tiene en su cabeza su propia revolución, y es fácil que piense que la del otro es fascista, comunista o del Atlético de Madrid.

 

Utópicos inactivos.- Entramos en la Era de Acuario y las tensiones actuales son las propias de un cambio en el que va a haber paz y amor.

 

Espirituales.- El mundo se mueve por fuerzas superiores a las que hay que ligarse (re-ligare: religión), y desde el Yin y el Yang hasta los millonarios predicadores televisivos, hay todo un muestrario para elegir.

 

Esotéricos.- Hay unas sociedades secretas que son las que impulsan y detienen los procesos. Según estos, es asunto de francmasones, iluminatti, rosacruces, realianos y otras minorías, algunas de las cuales se creen “los elegidos”, donde no son descartables teorías surrealistas, fantásticas o delirantes en las que se agarran de Einstein para explicar la curvatura del tiempo y la relatividad del espacio, además de conexiones incluso con fuerzas alienígenas. Hay más gente de la que pensamos que cree ciegamente en este tipo de discursos.

 

Y hay unas lógicas raritas, como la de que España no irá a Eurovisión si participa Israel, pero jugará sin problemas el Mundial de fútbol de 2026, en el que, por cierto, también participa Israel. La incoherencia es obvia, o los dos o ninguno. Cosas que se nos escapan a los mortales.

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Gracias por ser Félix Hormiga

 

Cuando toma la barca de Caronte para cruzar la laguna Estigia alguna figura importante y reconocida, especialmente si es en el mundo de la cultura, suelen producirse en cadena elogios y memorias que retratan a quien ha partido como un ser angelical único, casi de una beatitud suprema en todo lo que dijo o realizó en vida. No soy partidario de emplearse a mandobles contra alguien que acaba de fallecer, mejor guardar un silencio discreto si no era de nuestra cuerda, pero tampoco me parece que sea bueno para la memoria de quien se va que le hagamos un retrato cercano a la santidad y con una infalibilidad casi mágica. De esta manera, deshumanizamos a esa persona y la convertimos en una calcomanía que generalmente poco tiene que ver con las complicaciones que tiene la vida simplemente por serlo, porque vivir en sociedad es una constante montaña rusa de asuntos que conforman algo mucho más complejo que una caricatura de un ser en loor de santidad.

 

 

Hoy ha muerto en Arrecife de Lanzarote el admirado amigo Antonio Félix Martín Hormiga, que ya es Félix Hormiga para toda la eternidad; si comienzo con el anterior párrafo es porque hace un año y medio, en la azotea de la Biblioteca Insular de Las Palmas de Gran Canaria, con motivo de la presentación de una antología de relatos en la que ambos participamos, tuvimos una breve pero jugosa conversación, que en esencia reproduce lo que se comenta en el párrafo. La presencia física de Félix había cambiado de pronto, sin barba, más delgado y con un inseparable sombrero. Ya no tenía aquella abrumadora presencia de hombre poderoso físicamente, con una barba hirsuta y bíblica, pero su mirada y su firmeza seguían incólumes. Y es que siempre quiso que se le tuviera por un hombre, no como otra cosa, tratando de ser él mismo, sin máscaras ni fingimientos.

 

Ese es el Félix Hormiga que conocí y traté desde que lo conocí en uno de mis periplos por Lanzarote, hace tantos años que ya he perdido la cuenta, entre alguna aventura literaria, el malvasía y los langostinos inolvidables del restaurante El Molino, junto a la Charca de San Ginés. Ya entonces intuí que sería improbable que encontrase en toda Canarias a alguien que supiera más del mar canario (que no es cualquier mar), fuese de los barquillos de vela latina, de la mareas de septiembre, de la pesca inmediata para comer el mismo día, de embarcaciones que semejaban cascarones de nuez o de la leyenda y la tragedia de las salidas a la Costa (de África). Félix lo sabía todo, lo sentía todo, lo comunicaba todo, porque el mar formaba parte de su ADN. Y siempre le dije, le pedí, le rogué, que escribiera la gran novela canario-sahariana del mar, como el Gran Sol que Ignacio Aldecoa hizo del mar del norte de España. Yo creo que es una gran torpeza decirle a quien escribe narrativa qué novela debe escribir, porque la creación literaria siempre sale de dentro, nunca viene de fuera, aunque afuera esté el estímulo. Incurrí repetidamente en tal estupidez porque tenía -y tengo- el convencimiento de que era la persona indicada para hacerlo. Lo creía yo, pero él no.

 

Pero sí que escribió -y mucho- sobre este mar, y sobre todo lo que pudiera tener como cómplice ese viento del nordeste que siempre sopla en La Geria. No puede entenderse Lanzarote sin Félix Hormiga, esta isla que viene de muy lejos y que ha sobrevivido después de las magnas ausencias de César Manrique y Saramago. ¿Por qué? Porque Félix Hormiga estaba ahí, escribiendo, haciendo activismo o políticas culturales, él jugaba en cualquier puesto a favor de Lanzarote. No había un grano de rofe que se moviera en la isla que no despertara el interés de Félix, pocas veces he visto una simbiosis tan perfecta entre un hombre y una isla.

 

Y allí estaba él, siempre con una sonrisa, pero fiel a su idea de lo que debía ser la isla, Nunca se arrugó cuando hubo que enfrentarse a otras ideas, unas veces ganó y otras perdió, pero es palmario que, sin Félix, Lanzarote sería distinta, y estoy seguro que peor. Y era solo un hombre con una pluma en las manos, unas manos que no paraban y siempre pensaban colectivo. Decía ayer en las redes que se podría hacer el fácil paralelismo garcíamarquiano de decir que, con la muerte de Félix Hormiga, ya Lanzarote no tiene quien le escriba. Sonaría bien pero no sería verdad, porque precisamente ha sido Félix uno de lo causantes de que sí que haya nuevas generaciones lanzaroteñas, porque abría caminos, que llegaron y traspasaron a todo el archipiélago.

 

La tristeza de la partida de Félix nos deja la primera evidencia de que fue un hombre providencial. Ha dejado la máquina en marcha, no se paró Lanzarote cuando murió César, ahora el relevo está vivo y Félix puede irse en paz con la misión cumplida, con una obra narrativa, poética, histórica y de gestión cultural de primer nivel, y con el prurito de haber escrito uno de los libros más bellos de literatura infantil que yo haya leído, de aquí y de allá, de antes y ahora: El príncipe Tiqqilt.

 

Era apabullante su faceta de narrador oral. Tuve la suerte de realizar con él una minigira por colegios de Fuerteventura en los años 90. Los pequeños se impresionaban al ver entrar en el aula a aquel hombre enorme, seguro, con imagen de semidiós homérico. Empezaba a hablar, y la chiquillería quedaba prendida en la hermosura de su palabra, la magia envolvente de sus gestos, y en 30 segundos, la magnificencia poderosa de la entrada se transformaba en la definición de la ternura. Vi en una escuela de Tiscamanita a niños y niñas de seis a doce años temblar de emoción, y luego ver a Félix volver a transformarse para ser uno más de todos. Su humanidad era inabarcable.

 

No era un semidiós, ni un oráculo, ni un santo laico. Era un ser humano que sabía decir que no, y que cuando se equivocaba (ancestral costumbre de los humanos), levantaba la cabeza y seguía adelante. Se nos ha muerto un hombre que quería ser uno más, pero no lo era, porque hoy es una marca de la honestidad. Hoy, no solo llora Lanzarote, toda Canarias está de duelo, y ese mar costeño de África hoy tiene un punto más de sal, porque Antonio Félix Martín Hormiga, admirado juglar, el hombre que con mayor dulzura sabía decir que no, ha partido. La historia lo hará todavía más y más grande. Buen viaje, amigo. Gracias por ser Félix Hormiga.