Ya es tierra batida que los dos argumentos fundamentales del arte, especialmente de la literatura, son Eros y Tánatos, es decir, el amor y la muerte. Del amor sabemos poco, cada vez menos, a juzgar por lo que vemos a nuestro alrededor y sobre todo por lo que nos llega por los noticiarios, los viajeros y los medios. Es un tema que a menudo se confunde con el erotismo, aunque son cosas distintas, porque puede haber atracción en lo que odiamos. El amor es otra cosa, que se esconde bajo las alfombras, como el camaleón del título de una novela de J.J. Armas Marcelo, pero de esto no voy a tratar, porque parece más urgente tratar de la muerte.
“Lo que está sucediendo” en Gaza es casi innombrable. Los humanos nos creemos por encima de los animales, y uso las comillas para recordar que algunos dirigentes escurren el bulto de la precisión y usan esa expresión, así como masacre, y también podrían usar exterminio, entre ellos el Jefe del Estado español en la ONU, a pesar de que el comité de ese organismo encargado de evaluar estas situaciones, aplicando determinados criterios, ya ha dicho que es un genocidio. Y la RAE española lo define como exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad. Lo más triste es que sucede a los ojos de todo el mundo y la comunidad internacional sigue de brazos caídos, cuando no apoyando claramente la locura que capitanea Netanyahu. Europa, la vieja Europa, ha quedado retratada, aunque si raspamos un poco la pintura nunca ha estado legitimada como ejemplo de nada.
Con esa definición académica cohabitan otras terribles situaciones en el planeta, las haya declarado o no la ONU, como la que lleva años ocurriendo en Sudán, donde distintas etnias se eliminan unas a otras con las armas que les suministran las naciones industriales, o en el silencioso centro de África alrededor de las minas de coltán, o en el norte de Nigeria, o en los crímenes colectivos originados por los diamantes en Liberia, o en las comunidades indígenas de América, sea en Centroamérica o en la Amazonia brasileña. Asia en casi un secreto, pero sabemos del reciente genocidio perpetrado contra los musulmanes rohinyá en Myanmar (Birmania), con más de 25.000 muertos y 700.000 desplazados, dejados de la mano de Dios en tierra de nadie.
Los crímenes, masacres, genocidios o como se llamen mencionados en el anterior párrafo son el vomitivo argumento que usan los inmovilistas para mirar para otro lado cuando se le presentan los muertos de Gaza. O alegar la salvajada ocasionada por Hamás el 7 de octubre en el sur de Israel. Condenar a Netanyahu no equivale a apoyar a Hamás, hay que cercenar la violencia venga de donde venga. No se le ocurrió al gobierno alemán arrasar cualquier ciudad alemana en la que se escondían los componentes de la Baader-Meinhof, a España bombardear Euskadi para acabar con ETA o a Italia hacer lo propio cuando operaban las Brigadas Rojas. La persecución del terrorismo es policial, no militar, porque no se combate el terror con el terror, y es paradójico que utilice la brocha gorda el estado que tiene los mejores servicios de inteligencia del mundo, lo cual demuestra que no se trata de lucha antiterrorista sino de una especie de “solución final” decidida políticamente, en imitación a la ideada por Hermann Göring en la Alemania Nazi, que culminó con el Holocausto, posiblemente la vergüenza más miserable de la historia.
No me olvido de Ucrania y de las provocaciones de Putin violando el espacio aéreo europeo, con el peligro que eso supone con la OTAN en liza. Tampoco de la situación en nuestra vecina África, ahí enfrente (“De Tuineje a Berbería se va y se viene en un día”), y nosotros discutiendo carteles de carnaval. Así que, cualquier comparación es una disculpa para justificar lo injustificable. La guerra convencional es una brutalidad que se envuelve en el celofán del honor patrio, siempre es muerte y desolación. Pero hay una especie de reglas, que se incumplen a menudo, pero que al menos conservan un mínimo de equilibrio. Pero cuando no son dos ejércitos que se baten, sino que una parte fuertemente armada masacra a otra parte indefensa, no es una guerra, no hay legítima defensa, es puramente un exterminio.
El cantautor, poeta y Premio Nobel de Literatura Bob Dylan ha hablado y se ha preguntado por cuántas muertes más serán necesarias para darnos cuenta de que ya han sido demasiadas. Me temo que no harán el menor caso a Dylan, y menos con el poco respeto que esta nueva barbarie multimillonaria tiene por la cultura. Ya solo falta que Trump diga que Bob Dylan carece de talento, como ya lo dijo de Meryl Streep, Bruce Springsteen, Taylor Swift y toda aquella persona que critique el disparate americano actual que está afectando a todo el planeta.
Como decía hace unos días el escritor Juan Gómez-Jurado, en un artículo publicado en este medio, tanta muerte nos está anegando nuestros afectos y el duelo social que merecen personas que nos han servido como referencias de muchas cosas, como el actor Robert Redford o la actriz Claudia Cardinale, dos guapos oficiales, pero grandes actores, que forman parte de nuestro imaginario colectivo, y se van casi en silencio porque el ruido de las bombas no deja siquiera hacer el duelo social a los muertos que han puesto su grano de arena para dibujar nuestra vida.
También se ha ido José Caballero Millares, un poeta de la generación de Poesía Canaria Última, que se ha ido en silencio, con la misma discreción con la que vivió, agravada por el vendaval de noticias que lo envuelve todo. En este remolino, partió Dulce Xerach, casi sin tiempo, como si ya hasta morirse debiera hacerse deprisa. Volveremos sobre sus películas y sus libros, tanta amenaza mediática permanente no nos deja otra opción. Y llega octubre, que, aunque es el mes de mi cumpleaños, tiene un currículum histórico poco esperanzador. Esperemos que este año empiece a lavar su mala prensa, y así tal vez un día podamos hablar del amor. Ya hay demasiada muerte.
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