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Funcionarios ¿ángeles o demonios?

 

En el imaginario colectivo se repite una serie de cantinelas que dan una idea distorsionada de las cosas, y se generaliza sin pensar qué hay detrás de cada palabra. Por ejemplo, es casi una verdad evangélica que un bombero, un miembro de la UME o una enfermera son seres abnegados a los que nunca les agradeceremos lo suficiente su trabajo peligroso, sacrificado o ambas cosas. Por el contrario, hay otro mantra que minusvalora, degrada y critica a los funcionarios, sea en chistes, en películas, en tertulias o en conversaciones cotidianas. Y, claro, resulta que ese bombero, ese militar de la UME y esa enfermera entregada son empleados públicos. Como dijo el punzante escritor Jorge Luis Borges cuando le presentaron al poeta Gerardo Diego, ¿en qué quedamos, Gerardo o Diego? Esas tres personas que hemos mencionado ¿cumplen un indispensable y excelso servicio a la sociedad o vampirizan el erario público, que nutrimos con nuestros impuestos?

 

 

Claro, son funcionarios. Es que la palabra viene de lejos, de la época del Imperio Romano y por lo tanto con raíces latinas. Son personas que realizan una función necesaria para que se mueva la maquinaria. Trabajadores públicos ha habido desde el momento en que las sociedades se han organizado, personas que, por sus distintas preparaciones, gestionaban el Estado (cuidado, Estado es desde una concejalía pequeñita hasta la más alta magistratura). Generalmente se encargaban de que cada cosa estuviese en su lugar; por supuesto, entre tanto siglo y tanto imperio, los ha habido buenos, malos y mediopensionistas, personajes que hacían aportaciones más allá de su cometido y aprovechados de los puestos de privilegio que algunos ostentaban.  Pero siempre han sido la columna vertebral de cualquier sistema, fuera primitivo o avanzado.

 

Pero había un problema. Cuando se cambiaba de régimen, de necesidades o simplemente se moría un rey y heredaba otro, aquellas personas que servían al Estado anterior desaparecían y eran sustituidos por los que imponía el nuevo sistema, el nuevo rey o el vencedor de un conflicto político. Y había que partir de cero, porque el mecanismo se paraba en seco, con lo que se perdían muchas energías y mucho tiempo, y lo aprendido anteriormente no estaba porque había que redescubirlo, o directamente se cambiaba para que quedara claro que ahora mandaban otros. Así, siglo tras siglo, quienes hacían tareas que hoy llamaríamos públicas estaban al albur de los avatares cotidianos o de las simpatías o antipatías de quienes tenían la potestad de contratarlos o despedirlos.

 

Y llegó Napoleón, que dicen los entendidos que fue un gran estratega militar, pero lejos del campo batalla también fue una revolución, seguramente apoyado en mentes tan eficaces como las de Charles-Maurice de Talleyrand, Jean-Étienne-Marie Portalis y Joseph Fouché, entre otros, que eran tan taimados, astutos y pérfidos como inteligentes. Y fundaron el Estado Moderno, que luego fue imitado rápidamente hasta por los países enemigos. En lo que se refiere a lo que hoy llamamos Recursos Humanos, la piedra angular de ese estado nuevo era la permanencia en sus puestos de las personas que hubieran accedido a estos por su preparación y conocimiento, de manera que los balanceos políticos incidieran lo mínimo en el día a día del funcionamiento de los Estados. Es en ese momento en el que, además de conseguir un logro colosal para que la maquinaria no se detenga, el funcionario se convierte en un ser respetado y a la vez denostado, porque su puesto de trabajo, con las garantías jurídicas napoleónicas, solo peligraba si se cometían irregularidades muy notorias, y a menudo la potestad para determinar su futuro recaía en manos de un juez, también independiente del poder político por haber optado a un trabajo pagado con presupuestos.

 

Básicamente, un trabajador público se ocupa de que las estructuras del poder se muevan como un engranaje, pero pronto empezaron a ser llamados así los empleados que cobraban del erario público en campos no estrictamente administrativos, como la milicia, la policía, la sanidad, la enseñanza, la justicia o cualquier otro ámbito que fuese servicio público y sufragado con el dinero de los impuestos. Y esa palabra, que originariamente se asociaba a los empleados de ventanilla que Mariano José de Larra satirizaba con el famoso “vuelva usted mañana”, pasó a ser administrativamente también la denominación genérica de quienes cobran de un estamento público y por lo tanto sostenido por los contribuyentes. Y sabemos que las primeras oposiciones se celebraron en España a mediados del siglo XIX. Así, forma parte del funcionariado un catedrático de universidad, un chófer de coche oficial, una enfermera, un bombero, una profesora, un coronel de artillería, un celador, una cirujana y cualquier persona que desempeñe un servicio público. Pero en la cultura popular son funcionarios.

 

Como cobran de los impuestos, se puede disparar contra cualquiera que tenga la consideración de trabajador público, por oposición, interino o personal laboral. Y se miente, se exagera o se tergiversa. Se demoniza a los empleados públicos, pero llevamos a nuestros hijos al colegio, acudimos a los médicos, nos atiende un personal de enfermería, usamos los hospitales y los servicios jurídicos cuando son necesarios; si surge una emergencia, llamamos a los bomberos o a las fuerzas de seguridad.

 

Oímos a menudo que España es el país en el que más porcentaje de personas viven del erario público, porque suena a que no trabajan, solo cobran, y se lanzan números a lo loco. España tiene más de tres millones de empleados públicos, y nos echamos las manos a la cabeza porque suena a que son nuestros mantenidos. Están ahí por su cara bonita. Pues resulta que eso significa que el porcentaje de empleo público en España es del 14%, tres millones de personas que también pagan impuestos, por cierto. La denuncia comparativa puede ser que algunos países punteros, como Holanda, tienen menos del 10% de trabajadores públicos, porque allí el sistema es combinado desde hace más de un siglo. Por si sirve de espejo con otros países “serios”, el porcentaje de empleados públicos en relación con el total de personas que trabajan es también del 14% en Alemania, el 25% en Finlandia, el 27% en Dinamarca, el 28% en Suecia y, vaya, en Noruega, ejemplo que siempre nos ponen de cualquier cosa, ese porcentaje es del 31%, es decir, casi uno de cada tres trabajadores. En los países de la OCDE es un 17%. Y en todos están mejor pagados que aquí. Son los que se ocupan de que todos los servicios sigan funcionando, pase lo que pase. Pero nada, está abierta la veda, sigamos tirando piedras porque sí.

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