Agosto es un mes contradictorio. Cuando uno ve el mundo con la distancia que da el tiempo, se admira de esa agitación que hay por todas partes, cuando la gente gasta energía y acumula estrés para disfrutar de esos días que son de merecido descanso. Es un contrasentido, pero es la esencia de agosto. Algunas mañanas de panza de burro disfruto de esa sombra protectora sobre la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, y en estos días me han venido a la memoria los paseos con don José Miguel Alzola, en sus últimos años, antes de su fallecimiento a los 101 años, en 2014. Era un hombre sabio y ameno, y su menuda pero poderosa figura resaltaba por el trabajo, la sencillez y el conocimiento. Fue un investigador de la historia de nuestro arte, especialmente el religioso, que nos dio claridad sobre muchas sombras. Curioso y generoso, buscó y divulgó alrededor de figuras importantes en nuestra historia, desde Grau-Bassas al Doctor Déniz Grek.
Lo conocí muy tarde, cuando ya la luz escaseaba en sus ojos, pero aun tuvo fuerzas, con casi cien años, para escribir su primer libro de ficción, que tuve el privilegio de acompañar en todo su proceso, hasta que llegó a la colección Episodios insulares de la editorial Camp-PDS. Se trata de La selva de Doramas, un relato novelado basado en el hecho histórico de la tala del gran bosque que existió en la zona norte de Gran Canaria. Narra la peripecia de los lugareños, que empujados por la pobreza se vieron obligados a emigrar, y de las revueltas que tuvieron lugar cuando determinados próceres se adueñaron indebidamente de grandes extensiones de territorio.
Quienes nacimos entre los barrancos de la alta Gran Canaria siempre hemos considerado que sus montañas son intocables, porque así era transmitido en cada uno de los actos que protagonizaba aquella gente que no se si genética o mágicamente parecía tener conocimiento de que el maciso central de la isla era mucho más que restos de antiguos volcanes, que guardaban un pedazo de nuestra alma. Estoy convencido de que Unamuno percibió que, en las entrañas de ese espléndido y atormentado paisaje, latía una memoria oculta. Y recuerdo lo que podría ser definido como soberbia intelectual de la gente rural, cuando alguien llegaba de fuera y exteriorizaba su desprecio, aunque solo fuera con su actitud. Los hombres y las mujeres de entonces, que poseían una especie de ciencia infusa con la que se comunicaban con los ancestros, ni siquiera contestaban, se limitaban a mirarse entre sí con una expresión que podría traducirse por un “¿qué sabrán estos?”
Tampoco ellos sabían cosa alguna que pudieran convertir en palabras, ni siquiera una nebulosa narración legendaria, pero sentían que eran depositarios de algo que los sobrepasaba. Se interpretaba como socarronería del campesinado; no era tal, sino un sentimiento de respeto hacia lo que otros solo creían montañas, y a menudo de indignación cuando veían que eso que ellos respiraban era tratado como algo sin valor, o se pretendía degradarlo en aras del progreso (otra de las razones para oponerse a teleféricos, funiculares y otras machangadas). De eso sabía mucho don José Miguel Alzola.
Esta historia única escrita por el ya muy anciano Premio Canarias de Patrimonio Histórico es un canto a la naturaleza y un exquisito ejercicio de estilo literario de su autor, arrobado por primera vez por la ficción. Don José Miguel Alzola fue sabio y por ello humilde, y si mucho aprendí de su sabiduría, más aprendí de su manera de ser, con un sentido del humor vitalista (recuerdo sus chanzas divertidas mientras le hacía fotos). Fue un hombre de paz y de certezas. Me viene a la mente don José Miguel también por una noticia curiosa leída en la prensa. Al trabajo de este investigador debemos mucho de lo que hoy sabemos de nuestra historia, y especialmente del arte sacro, que en Canarias es un espejo de cada momento histórico. La noticia a que me refiero es que en la restauración de una imagen de Santa Lucía de una capilla sevillana, debajo de varias capas de pintura y arreglos diversos, los restauradores han descubierto que en realidad se trata de un San Juan Evangelista del siglo XVII, obra de un imaginero renombrado y que concuerda con las actas consultadas y que despreciaron quienes manipularon la imagen para adaptarla a sus pretensiones.
Según me contaba, como secretos cómplices que nunca revelaré, en Canarias, aparte de obras bien reconocidas de artistas canarios de la talla de Luján Pérez o Estévez, hay pinturas e imaginería de diversa procedencia, la mayor parte de ellas perfectamente documentadas, obras de arte flamenco, tallas barrocas de la escuela sevillana y hasta una joya por su rareza como el Cristo de Telde, hecho en México con pasta de millo en el siglo XVI, siguiendo la costumbre de los indios tarascos de Michoacán. Luego hay otras imágenes muy curiosas, porque cuando un patricio viajaba a La Península o a Europa y quería comprar una imagen del patrón de su pueblo, si el santo era, por ejemplo, San Agustín, iba a un taller y compraba la talla de un obispo, aunque en realidad el tal obispo fuese San Isidoro, San Nicolás, San Genaro o San Lázaro. O que en una parroquia en la que celebraban a San Miguel, teniendo solo un viejo cuadro del arcángel, idearon añadir a una talla del ángel de la guarda una espada dorada de madera y un animal muerto a sus pies, y así quedó establecido que era un San Miguel.
Hay más casos, a cuál más pintoresco. Estas imágenes siguen ahí, algunas muy arraigadas en el sentir popular. No teniendo estas esculturas estimable valor artístico y sí mucho valor simbólico para mucha gente, el gran historiador pensó que contar lo que sabía de buena fuente podría herir innecesariamente a muchas personas. Y si él no lo contó, yo tampoco lo haré, aunque nunca sabré si, al contármelo, consciente o inconscientemente se dejaba llevar y esperaba que yo me iría de la lengua, pero está claro que su temor a herir a muchas personas cierra el asunto para siempre. Al leer esta noticia sevillana, me han venido a la memoria horas de amena, instructiva y divertida conversación con don José Miguel Alzola, en nuestros paseos agosteños bajo la panza de burro, con parada obligatoria para el café (él una infusión) en el Hotel Madrid, y final de trayecto en la puerta de su casa en la calle de La Peregrina.
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