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Libertad de pensamiento y de expresión

 

Probablemente sea el filósofo casi centenario don Emilio Lledó una de las mentes más lúcidas de la contemporaneidad. Resulta curioso que, cuando hablamos de las grandes figuras del pensamiento, generalmente ponemos su nombre y su apellido, pero, sobre todo cuanto más nos acercamos al tiempo presente, las grandes mentes del pensamiento y la creación reciben como adorno el tratamiento de don o doña, como María Zambrano, Antonio Machado o incluso Benito Pérez Galdós, y ese trato es de respeto, como el de un alumno a sus maestros, pero resultaría ridículo que hablásemos de don Aristóteles de Estagira o doña Safo de Lesbos, por ejemplo, demasiados atrás en el tiempo.

 

 

Pues don Emilio Lledó es unos de esos pensadores a los que anteponemos el tratamiento de don, seguramente por su relación con la docencia, como ocurrió con Unamuno, Ortega o Julián Marías, y aunque su formación y su magisterio están entre España y Alemania, tiene su esquinita en Canarias, pues fue profesor en la Universidad de La Laguna en sus primeras décadas de docencia. Me he cruzado con varias personas de por aquí que tuvieron el privilegio de ser sus alumnos laguneros, y desde luego siempre me ha parecido muy cercano, sobre todo por la imagen de él que me trasladaron sus alumnos, puesto que apenas si he tenido ocasión de compartir una comida colectiva, y desde luego certificó cuanto me habían dicho bueno de él.

 

Los libros de mi ilustrísimo tocayo también han tenido y tienen su espacio en mi biblioteca. Hay dos palabras que inundan toda la obra filosófica del profesor Lledó; estas son lenguaje y pensamiento, puesto que todo lenguaje debe ser generado por un pensamiento y el pensamiento tiene que expresarse a través del lenguaje. Y en medio otra palabra, la memoria, puesto que sin memoria ni siquiera sabríamos cómo nos llamamos, que es el gran drama de las enfermedades que destruyen ese reducto de identidad que tiene un soporte físico-biológico.

 

En los últimos años, en artículos, entrevistas y documentales, don Emilio Lledó ha persistido en la idea de que la libertad de expresión es un derecho humano indiscutible, pero que carece de valor si no surge de la libertad de pensamiento. Y ese es el gran caballo de batalla, pues si no se tiene la gimnasia mental de pensar, aceptaremos cualquier razonamiento. Por eso, sectores educativos e intelectuales han elevado su voz ante el disparate de la aminoración de las Humanidades en los currículos educativos, fiándolo todo a eso que ahora llamamos algoritmos, que desde luego, por muy bien que nos los quieran vender carecen de la profundidad de una mente humana, y desde luego reducen el acto de pensar a la velocidad de resultados y a un mecanicismo que lo está deshumanizando todo.

 

Por otra parte, hay intereses económicos (los políticos siempre proceden de los anteriores, y si no reparemos en como juega Trump con los aranceles), que tratan de que no pensemos, o simplemente que aceptemos determinadas ideas como si fueran generadas por nuestra mente, cuando en realidad son el resultado de mil y una manipulaciones. Unas veces se usan para conseguir cosas terribles, otras para asuntos de menos enjundia pero que demuestran claramente que ese pensamiento libre al que todo el mundo tiene derecho no es tan libre cuando es el resultado de una maniobra que se prepara concienzudamente y que luego, como por inercia, es repetida una y otra vez, y al final se enreda todo con eso que, durante una temporada, estuvieron llamando posverdad y que ahora ya ni se menciona porque la mentira se ha enseñoreado y ya no hay manera de distinguirla porque ha perdido hasta su nombre. Todo eso desemboca en el todo o nada. Dos ejemplos:

 

El primero es muy obvio, pero tremendo. Lo que está ocurriendo actualmente en Gaza, aparte de horripilante por su crueldad inimaginable solo hace unos pocos años, es también el colmo del maniqueísmo. Si te duele esa sangre derramada de manera voraz incluso en repartos de alimentos que funcionan como el queso de una ratonera es que apoyas a los terroristas de Hamás. Si condenas el terrorismo contra el Estado de Israel es que eres un sionista irredento. Las vidas son vidas, y todo lo demás se puede discutir, pero la muerte es irreversible. No se entiende así, y de esta manera se inhibe la capacidad de pensar. Puedes ser libre de pensar lo que sea, pero probablemente ese pensamiento no es genuino, sino fruto de estímulos externos, a menudo premeditados. Y está ocurriendo ahora mismo. Además, la sacrosanta libertad de expresión no es ilimitada (ninguna libertad es ilimitada si es fronteriza con otros derechos), pues todo tiene matices, no todo es blanco o todo es negro, pero es así como quieren que lo veamos.

 

El segundo ejemplo es menos dramático, pero ilustra de un modo palmario esto que digo. Recientemente, las selecciones de fútbol masculina y femenina han obtenido grandes triunfos internacionales, como Mundial Femenino, Eurocopa masculina y otros de menor entidad, pero también de carácter internacional. Nadie dudó ni duda de que España levantó aquellos trofeos merecidamente, que sus jugadoras y jugadores fueron las mejores y que nadie podría discutir los méritos deportivos de España. Pero estos equipos invencibles se quedaron sin medallas en los Juegos Olímpicos de París, y sin otros trofeos, aunque llegaron a varias finales, la última el pasado domingo contra Inglaterra, que ganó la Eurocopa Femenina. Todas las veces que no ganó, por tierra, mar y aire nos pregonaron que España había sido la mejor. Eso hace que nos preguntemos: si cuando ganamos es porque somos chachi pirulis y cuando ganan otras selecciones seguimos siendo mejores, ¿no hay un sesgo raro en tales valoraciones?  Gloriosos en la victoria y victimistas en la no victoria (no hablo de derrota porque podrían acusarme de Dios sabe qué). Pues a eso me refiero. ¿Hasta qué punto nos revuelven el pensamiento, y por consiguiente el lenguaje y la expresión? Y ocurre en asuntos importantes y en nimiedades, todo ayuda a la confusión. Creo que ahora toca hacer un esfuerzo para tratar de pensar por nosotros mismos. Eso sí, seremos responsables de las consecuencias, porque no podremos culpar a nadie. Pero lo prefiero; ¿no es así, admirado profesor Lledó?

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Isasara o la eternidad

 

Tenía interés obsesivo por calibrar el tiempo, que entonces se llamaba 1971, 72, 75… Ha pasado más de medio siglo y sigue pareciéndome una magnitud arbitraria. Un perito dijo que el tiempo es lo único que no podemos comprar, pero luego otros me hablaron de sus distintas medidas, y otro sabio descubrió que no me interesaba el tiempo ni sus formas diversas de ser percibido, ni la osadía de meterlo en ecuaciones o disgresiones cuánticas. Yo quería algo todavía más difícil, imposible, parar el tiempo.

 

 

“La eternidad es detener el tiempo”, escribí en un texto adolescente que intentaba ser poema y del que solo sobrevive en mi memoria ese único verso. Todo era oscuridad, confusión. Un tercer erudito sentenció que la eternidad es el amor más allá de la carne; otro la equiparó a la complicidad, otro a la inconsciencia. Todos los depositarios de la sabiduría se equivocaron; el séptimo, el mayor y por ello el de la última palabra, zanjó la cuestión cuando afirmó que la eternidad está en la muerte, o incluso que es la muerte.

 

También falló; es admirable la inercia que tienen los sabios para llegar al error.

 

Los eruditos que suplieron a los siete del principio han escrito, dicho o sugerido millones de definiciones de la eternidad. Todos se equivocaron.

 

Cuando más perdido, ciego y confuso deambulaba, se cruzaron tus ojos con los míos, y entendí al instante que aquello era la eternidad. Según los sabios, esa mirada, ese abrazo áureo, ese aliento, ese caminar doble que proyecta una sombra única, lleva sin apagarse más de medio siglo es parecido a la eternidad, pero que, como todo, no es infinito. Yerran otra vez; miden en porciones de tiempo que se consumen. No es ni parecido a la eternidad, porque esta no es tiempo, es aquella mirada que se cruzó, ese aliento acompasado, que, aunque solo dure un instante, que por su levedad no es mensurable, es eterno, es imperecedero, más grande que los días, los siglos y cualquier otra medida. Es un siempre indestructible, es la eternidad.

 

Del Universo desconocemos su tamaño y su tiempo, que tal vez sean lo mismo. Si en otra dimensión no nos encontramos, ese instante perpetuo sí que es eterno. Existía antes y no cesará. Un cruce de caminos en la infinitud del tiempo y del espacio. Hay otros sabios que dicen que ahora es 2025. Puede que incluso acierten esta vez, pero da igual. Es la eternidad: tú, Isasara, yo, nosotros…

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El último romántico

 

Miramos a nuestro alrededor y tenemos la sensación de que todo se ha ido de las manos; mejor dicho, ahora sabemos que todo está fuera de lugar, pero siempre ha sido así, aunque no en la misma medida. Corrupción política, violencia, discriminación, abandono, injusticia… Todo tiene que ver con un solo concepto: el poder. Después de cuatro décadas de un régimen que era contradictorio desde su denominación, pues se hacía llamar Movimiento Nacional y, en todo caso, se movía hacia atrás, en España creímos (o nos hicieron creer) que, aquel sistema de represión, violencia y oscurantismo, que se vendía a sí mismo como el paraíso de la paz, se volatilizaría y viviríamos en un espacio enmarcado por palabras como justicia, libertad, convivencia y, la más grande de todas: democracia, vocablos que se han ido oxidando por mal uso.

 

 

Unos pocos sabían que las varitas mágicas no existen, y que cuesta mucho esfuerzo y un largo tiempo cicatrizar las heridas y avanzar desde una dictadura hasta un sistema más justo. Cuando se querían poner las bases para esa transformación necesariamente lenta, otro sector, el que quería que todo siguiera igual, acusaba a los primeros de comunistas o, mejor, rojos, que así englobaban a otros románticos descontentos. Pero había un tercer sector, el que tenía la sartén por el mango porque acumulaba la riqueza y la memoria de un poder que querían eternizar, y redactaron una Constitución que iba a ser la panacea para todos los males. Les venía muy bien la locura de ETA y las prédicas catalanas, y, al final, envolvieron el paquete en un hermoso papel de celofán, que la gran mayoría aceptó como un regalo, sin saber muy bien qué había oculto debajo de tantos lacitos y adornos.

 

Como no estaban seguros de si esa masa que despertaba del miedo tragaría con la monarquía, la disfrazaron de algo que llamaron Juancarlismo. El monarca era tan simpático y campechano y había tantas ganas de vivir en paz, que la inmensa mayoría se empeñó en creer aquella Disneylandia que nos vendían, con el apoyo de Occidente, que nos obsequió con un Mundial de Fútbol, una entrada en la Comunidad Europea, una Expo y unos Juegos Olímpicos. Para ayudar a deglutir la entrada en la OTAN, distrajeron a la clientela con una cosa que llamaron la Movida Madrileña, retransmitida a todo el país, y ya enfilamos la entrada en el siglo XXI como si fuésemos alemanes.

 

Pero en aquellas componendas anidaba el huevo de la serpiente, que no era otra cosa que seguir con lo mismo pero vestiditos de domingo. Y los de siempre se repartieron el poder, y empezaron a llamar progresistas a unos y conservadores a otros, y hasta dijeron que el PSOE era de izquierdas (esa nomenclatura es tan alejada de la realidad que solo vale para colgarla en eso que pretenden ideologías pero que no dejan de ser fanatismos varios). Otra vez los turnos de Cánovas y Sagasta un siglo después, pero lo esencial seguía donde siempre estuvo. Parece que la Historia solo se escribe en Madrid, que para eso es la capital, y algunos capítulos sueltos en Euskadi y Cataluña, lo demás es tierra conquistada por los periódicos madrileños de tirada estatal y las nuevas cadenas de televisión, a caballo entre los años ochenta y noventa del siglo pasado.

 

Pero todo siguió igual, aparentando otra cosa, hasta que se quitaron la careta y empezó a entreverse la realidad. Y ahora, en el colmo de la impostura, se rasgan las vestiduras por la corrupción, que es una forma de violencia contra los más débiles, cabalgando una hipocresía tan apabullante que, aún ahora, cuando sabemos que hay doble fondo detrás de la cortina de casi medio siglo de supuesta democracia transparente, venimos a darnos cuenta de que la cosa va de poder absoluto, aunque bien que lo advirtieron Simone Weil cuando predica la política de la atención, basada en la verdad de la desgracia humana y la búsqueda del Bien, y Hannah Arendt, que entiende el poder como la capacidad humana de actuar de forma concertada, que en España nos lo vendieron como consenso. Y hemos visto lo que advirtió hace mucho Lord Acton, que el poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente, y, siempre según el inglés, con un poder absoluto hasta a un burro le resulta fácil gobernar.

 

Aunque participó de la puesta en escena, con Susana Estrada sin camisa, Enrique Tierno Galván advirtió que el poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado, o estalla. Y es que el Viejo Profesor había leído las notas de Abraham Lincoln, quien aseguraba que casi todos podemos soportar la adversidad, pero, si queremos conocer el temple de alguien, démosle poder. Cuando es así, las fisuran delatan su verdadera calaña, como cuando se escapa el agua de una mala cañería, primero gota a gota, luego a borbotones. Por eso decía Montesquieu que, para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder. Es decir, que haya tres poderes independientes que se controlen entre sí, asunto este que se han cargado por la base, porque el Parlamento, el Gobierno y la Judicatura se han vuelto vasos comunicantes, aliados o cómplices, y nadie vigila, sino que hablan y disparan salvas. De manera que, el mal gobierno que incide sobre eso que llaman interés general ha quedado en evidencia con el desbarajuste que es casi todo, y Bruselas tampoco es el manantial de Jauja, porque por lo visto el apagón es global, porque la barbarie también sabe vestirse de frack. Ya lo decían nuestras abuelas: “En el cielo manda Dios; / en La Tierra los ricos, / y en el mar el pez grande / se come al chico”

 

Un personaje de ficción del escritor Gonzalo Torrente Ballester, gran novelista, que fue palmero del mencionado Movimiento Nacional a primera hora, aunque luego parece ser que se cayó del caballo, lo sabía muy bien, y por eso afirmaba que el poder más peligroso es el del que manda, pero no gobierna. ¿Les suena de algo? Víctor Hugo tenía unos ideales que plasmó en estas palabras que, para mí, son una certera y plausible definición: “Todo poder es deber. No hay más que un poder: la conciencia al servicio de la justicia; no hay más que una gloria: el genio, el servicio de la verdad”. Es obvio que el autor de Los miserables fue un autor romántico, tal vez el último romántico, un sentimental como Bogart en Casablanca.