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Tribulaciones con visita papal

 

Los acontecimientos de los últimos tiempos, que parecen haber soltado su fanfarria en la última semana, han hecho que muchos, escandalizados, se rasguen las vestiduras. Seamos serios, no teníamos datos concretos, pero es obvio que el mecanismo funcionaba así. No es una justificación, porque las sociedades tienen que avanzar en la transparencia y en la necesidad de que quienes están al frente deben ser ejemplares. La corrupción en el corazón del sistema no es nueva. Existió en la antigua Roma de los patricios, en el Medievo de los señores, en el barroco de los nobles y siempre entre familias que heredaban el dinero y el poder, que se comunican en dos direcciones hasta ser en la práctica un círculo vicioso en el que uno vale para conseguir el otro y viceversa. Durante siglos, en cada sociedad, un grupo concreto y reducido de familias han decidido por todos, siempre a su conveniencia. De vez en cuando hay cambios muy sonoros, o dejan entrar en el círculo a alguien sin blasones, pero con dinero o con armas para que ese grupo siga conservando su status. Cuando se calman las aguas, todo sigue igual; esa es la norma del gatopardismo que en esencia funciona desde mucho antes de que Lampedusa lo retratase.

 

 

La Revolución Francesa y la paulatina implantación de la democracia moderna han predicado la supuesta igualdad de oportunidades, pero el dinero y el poder siempre han estado detrás controlándolo todo: monarquías, repúblicas, democracias, dictaduras y cualquier forma de organización que se haya podido implantar. La España de los hidalgos se prolonga hasta hoy. Las sociedades criollas como las latinoamericanas y las insulares canarias han llevado el sistema hasta el límite; sabían que el poder adquiría muchas formas, por lo que no dejaban nada al azar. Si echamos un vistazo a los cinco siglos de nuestra historia, veremos que se repite esquema. Las familias con pedigrí sumaban herederos, bien de un matrimonio o de dos o tres hermanos. El primero de los varones se convertía en el administrador de la hacienda y los siguientes hermanos o primos eran distribuidos entre la política, la milicia, la banca, el derecho y, por supuesto, la Iglesia. Así tendrían copadas todas las vertientes del poder y de ellos saldrían alcaldes, militares con mando en plaza, gobernadores, banqueros, notarios, jueces y obispos. Y se repetía en la siguiente generación.

 

Las mujeres eran educadas para ser las esposas de los próceres de otras familias hidalgas o profesaban en un convento donde curiosamente siempre acababan de madres abadesas. Por eso no debe sorprendernos lo que ha venido ocurriendo, el campanazo de esta semana o el tumulto mediático que sin duda se producirá en el inmediato futuro cuando nuevas historias salgan a flote. Y volverá el silencio y las cosas al orden divino establecido desde siempre. O no, pero la única manera de que no se produzcan estas situaciones (que son endémicas) es poner medios legales y ejecutivos que los impidan. Y usarlos en línea recta. Ha de ser así, porque ya hemos visto para lo que sirven las palabras huecas de condena y los fariseos discursos indignados. Es que ni siquiera suenan creíbles.

 

Para quien estudie Ciencias Políticas, España es hoy una maravilla; si estudia derecho Constitucional, un despiporre. La realidad es menos tranquilizadora, pues se «descubre» que La Constitución tiene lagunas. No hay plazos para que el Rey proponga candidatos a la Presidencia del Gobierno y tampoco para una convocatoria automática de elecciones en caso de que no haya investidura. He leído (no soy un experto) que podríamos estar así durante cuatro años, que es cuando expira el mandato de los parlamentarios electos. Y este paisaje me confunde y me lleva a reflexionar en voz alta:

 

1ª tribulación. ¿Cómo es posible que, desde 1978, ínclitos políticos, esclarecidos juristas, insignes cátedras de Derecho Constitucional y Derecho Político, y otros renombrados, célebres y afamados agentes individuales y colegiados, que sacan pecho marcando doctrina sobre todos los órdenes humanos, no hayan puesto en evidencia semejante agujero en la Carta Magna?

 

 2ª tribulación. ¿Alertaron del asunto o trataron de resolverlo y otros lo impidieron por intereses, o lo sabían y nadie movió un dedo por el vicio histórico de esperar y dejarlo «para más adelante»?

 

3ª tribulación. No contemplo la idea de que no se dieran cuenta porque entonces apaga y vámonos.

 

4ª tribulación. En otro plano de la actualidad, ¿los dirigentes políticos han sido abducidos por alienígenas y entrenados en reducir al absurdo cualquier propuesta, posibilidad o atisbo de pacto político?

 

5ª tribulación. Si aquí cada cual votó lo que mejor le pareció y el recuento dio esos números, ¿por qué los dirigentes políticos o sus panegiristas se atreven a decir que el mandato del pueblo es este, el otro o el de más allá?

6ª tribulación. ¿Pueden acometer la regeneración democrática personajes que no son capaces de pensar más allá de los intereses partidarios e incluso de los personales caiga quien caiga?

 

7ª tribulación. ¿Pudiera ser que los extraterrestres quieran hacer una investigación sobre el comportamiento de una sociedad sin gobierno ni perrito que le ladre?

 

Tribulación adicional 1ª (de momento). Me pregunto si las anteriores congojas, iguales en número a las plagas de Egipto, son la materialización de lo anunciado en El libro de las Revelaciones, que nos dice que quien ofrezca una salida del atasco será el Anticristo (eso mismo le dijo don Vito Corleone a su hijo Michael en la película El Padrino). Y acertó.

 

Pero nos animan cuando, con una frecuencia de tres o cuatro meses, el Papa Francisco le dice a alguien que tiene mucho interés en visitar Canarias. Esta vez ha sido al Obispo Auxiliar Déniz, de la Diócesis Canariensis. Le preocupa a Francisco lo de la inmigración. Ya sabemos el caso que le hicieron con lo de Lampedusa. Debe andar indagando a ver a qué isla o islas tiene que ir, que aquí no se da puntada sin hilo.

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Que sepan que sabemos que mienten

 

He leído en alguna parte que solo una de cada cinco mil personas es absolutamente consciente con argumentos de que lo que realmente ocurre no es lo que nos cuentan. Ese pequeño porcentaje sabe que nos mienten, pero ignora en qué y con qué propósito. Solo una de cada cien mil personas sabe lo que realmente pasa con todos los detalles, pero no lo dirán porque, o forman parte de ese control del sistema, o les es imposible transmitir lo que saben, porque el sistema tiene capacidad para enredarlo todo. Es decir, cuando nos enredamos la cabeza con esos líos que se traen con el Fiscal General del Estado, con el novio de la Presidenta de Madrid, con la esposa y el hermano de Sánchez o los mil laberintos que nadie explica, desconocemos la verdad, y solo unas diez mil personas saben con seguridad que son cortinas de humo en todos los ámbitos y niveles. Pero lo terrible es que solo unas quinientas  son las que realmente saben qué hay detrás de esos órdagos que lanza Puigdemont o cual es el punto en el que la culpabilidad de lo ocurrido en Valencia se junta en una simbiosis sistemática que consigue nublarlo todo.  Es decir, vamos a ciegas, pero lo triste es que hay quien conoce la verdad (las verdades) pero la gran mentira sigue avanzando inexorablemente como una mancha de aceite.

 

 

No es en absoluto un discurso conspiranoico. Hoy sabemos mucho sobre cómo se gestó el desastre de hace un siglo, que nos dejó como lecciones ya olvidadas las bombas de Hiroshima y Nagasaki o el exterminio de seres humanos como si fuesen bestias (no solo judíos, también polacos, gitanos, comunistas, católicos y todo lo que supusiera sospecha de peligro). Siguieron mintiéndonos en la Guerra Fría, en el llamado poscolonialismo y hasta en la caída del Muro de Berlín. Y en medio, un porcentaje altísimo de la Humanidad, que sigue sufriendo esa sed de destrucción. Ahora Netanyahu detiene la guerra porque se lo pide Trump, pero siguió matando hasta el último minuto. ¿Era necesario asesinar a las últimas veinte personas que murieron apenas unas horas antes de entrar en vigor esa supuesta tregua, que, por lo dicho, no nos creemos, pero de la que no sabemos exactamente qué hay detrás?

 

Y a niveles locales, lo mismo. Nadie puede explicarnos porque siguen atomizándose las fuerzas políticas, mientras quienes tienen el poder se limitan a dar entrevistas y a echar culpas. Récord de visitantes, con mayor gasto por cada uno de ellos que el año anterior, y los salarios en el sector siguen siendo de vergüenza, mientras los gerifaltes ponen el grito en el cielo por el impuesto ecológico de un euro o menos, pero por lo visto no es problema que suban escandalosamente los precios de los servicios. Y a Fitur, con dinero público para que facture la empresa privada. Ya nos sabemos la película. Todo es impresentable, y ya lo de la mortal ruta de Canarias en la inmigración es una vergüenza, de todos. Parece que el gobierno de Canarias está para destruir el bienestar de una ciudadanía que pierde su derecho a la vivienda porque unos fondos buitre de la quinta puñeta tienen derecho a forrarse, o cómo se entregan plazas de enseñantes a trabajadores de otras comunidades simplemente porque nadie se baja del burro de los errores y se sube al de la lógica más elemental. Claro que nos mienten, pero alguien debe estar ganado mucho dinero, y luego hasta pasan a la historia como grandes personajes.

 

Cada vez que veo comentarios elogiosos sobre grandes figuras de la Historia, me dan arcadas. La mayoría de estos tipos, por no decir todos, eran lo que hoy llamaríamos psicópatas, que cimentaban su poder en la sangre y el terror, y que sellaban su poder con obeliscos amenazantes. No veo por ninguna parte la grandeza de Gengis Khan, de Atila o de Alejandro Magno, que tenían los tres por norma pasar a cuchillo a los habitantes de las ciudades que conquistaban. Algunos de estos personajes ni siquiera querían quedarse con el territorio de los vencidos, simplemente destruían todo lo que encontraban a su paso, y tampoco solían estar a salvo los de su alrededor, que acababan muertos apenas se le cruzaran los cables al líder. Por no hablar de Napoleón, que tenía por costumbre escarmentar a las poblaciones derrotadas con ejecuciones masivas, fuera en Moscú o en Madrid.

 

Y el gran Julio César, muñidor de lo que luego sería el imperio más glorioso de Occidente, que vejaba a sus víctimas, como al galo Vercingétorix, al que llevó preso a Roma y lo arrastró vivo por la ciudad a los ojos de todos, tiñendo de sangre las piedras del foro. Era la forma de mostrar el poder del gran hombre. Esta dinámica del terror ha seguido durante siglos y milenios, usando el miedo como arma política, contra los enemigos y contra el propio pueblo al que decían representar. No hace falta evocar a grandes genocidas reconocidos como Hitler, Stalin o Pol Pot, basta mirar a nuestras democracias occidentales de oropel.

 

Díganme si no es terror que los gobiernos sean cómplices de desahucios y abusos que nunca reciben castigo, aunque teóricamente haya leyes (papel mojado) para eso. Díganme si no es jugar con el miedo andar lanzando proclamas sobre las pensiones, jugar con los servicios públicos convirtiéndolos en negocios privados, poner en tela de juicio la sostenibilidad de las pensiones mientras se condonan impuestos multimillonarios a quienes más pueden. Como escribió el filósofo Zygmunt Bauman, fallecido hace pocos años, es mentira que proteger a las grandes empresas y fortunas cree riqueza colectiva, y con esos y otros miedos tienen a los sectores más vulnerables de la población con el alma en vilo. La mentira puede ser tan destructiva como las falanges de Alejandro Magno. Estamos viviendo probablemente la época más incomprensible de la historia, basta mirar a los refugiados ateridos, a las ciudades escombradas, a los ancianos muertos de miedo. Y luego aparecen antiguos dirigentes, con satrapía certificada, a darnos lecciones de grandeza política (grandeza política 1-UD Las Palmas 2).

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¿De verdad 2025 va en serio?

 

Me fascina y me apabulla en la misma medida el uso cotidiano de la lengua que hacen algunas personas. Por encima de acentos, dialectos y vocabularios diferentes, está el habla personal, y eso es lo deslumbrante. Me remito a mi entorno para distinguir dos extremos: el analítico y el sintético. El primero suele practicarlo con una brillantez wagneriana la vecina del 5ºF, que ya tiene una edad y vive sola, por lo que aprovecha cualquier resquicio que le ofrece la vida para soltar juntas todas las palabras que acumula cuando no tiene interlocutor. Me la encuentro en el zaguán cojeando y apoyándose en una muleta, por lo que, después de los buenos día, el protocolo me obliga a preguntarle qué le ha pasado; la buena mujer se detiene, me escruta y empieza:

 

 

«Pues esto fue el martes… no, el miércoles por la tarde, es cuando yo voy a casa de mi hija la más chica, que voy a quedarme con el nieto, clavadito al padre, de mi familia no sacó nada, no como la mayor, que tiene dos que son igualitos a mí; sí hombre, mi hija Marta, la que se casó con el sobrino de don Marcial el cardiólogo, no don Marcial el de la panadería, que por cierto ya no hace el mismo pan que antaño, cuando duraba tierno tres días; es que ya ni el agua es la misma, ahora siempre con garrafas porque la del grifo no me gusta para cocinar, que me las trae el del supermercado nuevo, el de la casa azul, oiga y que tiene buenos precios, porque como está la vida…»

 

Ocho minutos y medio después logro reconducir el asunto y deduzco -nunca me lo dice claramente- que se ha hecho un esguince, y no me quedan claras las circunstancias ni la gravedad del percance. Por ello tengo en estudio si debo subdividir la clasificación de este tipo de comunicación en dispersa, disuasoria y diluida, pero está por ver si debo llamarla habla infinita porque la riqueza de matices y enganches es ilimitada.

 

Luego está el habla concisa, que llamo aglutinante porque en pocas palabras o incluso una sola se expresa todo un discurso. Puede que incluso ni siquiera sea una palabra, sino un sonido ancestral, con una capacidad polisémica extraordinaria. Es casi una lengua nueva, que se reduce a un vocablo del estilo de «claro», «ajá» o «ya», o bien a un extraño sonido que no acaba de ser palabra, como «Buff», «Wau» y otros de pelaje similar que no determinan diáfanamente con qué vocal se trabaja. Así se expresa el vecino del Noveno B, que por la sonoridad de lo que pone en la placa de su vivienda podríamos pensar que es ciego, pero no, ve perfectamente, y con sus dotes de síntesis va camino de ser mudo.

 

Hay que decir en su favor que la única palabra… bueno, sí, palabra de su idioma, «Ooooh», suena muy nítida, y no hay duda sobre la vocal que usa. A este te lo encuentras cojeando y apoyándose en una muleta porque tres días antes tuvo un accidente de tráfico y como, otra vez, el protocolo te obliga a preguntarle qué le ha pasado, te queda claro con su diáfana respuesta: «Ooooh». Y se larga sin más. Sublime, un vocablo que lo expresa todo, que cuenta mil historias, que transmite toda la información del universo. Antes de que conociéramos a Donald Trump, el mundo ya estaba desquiciado, por exceso o por defecto. Nos callamos lo fundamental y hablamos por los codos de chorradas, por lo que me viene a la memoria una pintada de los años setenta en la pared de una facultad universitaria: «Aquí no aprueba ni Dios; Jesucristo 4,5».

 

Y es que se ha perdido eso que unos llaman terquedad y otros firmeza.  Me viene a la memoria Florence Foster Jenkins (1868-1944), que fue una rica heredera norteamericana que cantaba muy mal, pero se empeñó en ser soprano y dar recitales que eran fustigados por la crítica. Su frase fetiche fue «Podrán decir que no sé cantar, pero no podrán decir que no canté». Aguantó más de 30 años en esa carrera imposible y lo curioso es que llenaba salas porque la gente iba a burlarse de ella. El público puede ser cariñoso, exigente, generoso, crítico o entregado, pero como toda masa también puede ser muy cruel.

 

Esto me lleva a la misma historia, pero sin millones, la de una anciana cantante de cabaret, cuyo nombre me reservo por humanidad. Actuaba en una capital latinoamericana como telonera y aparecía en el escenario con un vestuario sofisticado, intentando aparentar treinta años menos de los que tenía. No asumir su edad resultaba patético, porque todo aquel intento de glamour la envejecía aún más. Pero de algo había que comer, y la seguían contratando porque el público iba a reírse, aunque ella actuara en serio. Los cosméticos que se empastaba le daban aspecto de ciudad bombardeada. En otro tiempo fue una buena cantante, siguiendo la estela de las primeras mujeres tanguistas, pero la vida había sido muy dura con ella; desafinaba, susurraba estrofas inaudibles y se convertía en una parodia de cantante. Esta mujer sí era consciente de que se mofaban de ella, pero como necesitaba el dinero para sobrevivir salía al escenario acompañada de un pianista-cómplice, que intentaba acometer la tarea, previamente condenada al fracaso, de ocultar tanto error acústico. En una ocasión, la crueldad del público tomó tintes de humor negro, cuando la cantante destrozó el tango Caminito, un clásico que estaba en la memoria de todos en las voces de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, y cuando llegó al último verso se apoyó en el piano, miró al pianista y cantó desgañitándose:

 

 «…Y que el tiempo nos mate a los dos».

 

El espontáneo que siempre hay en el público no perdió su oportunidad y materializó la crueldad colectiva gritando:

 

“¿Y qué culpa tiene el pianista?”

 

Los seres humanos podemos ser muy generosos, pero también muy sádicos, y a veces la misma persona puede ser ambas cosas dependiendo del ambiente y las circunstancias. Más de lo mismo, por lo que cabe preguntarse si de verdad este año 2025 va en serio o va a ser la misma chapuza a que nos han acostumbrado sus antecesores.