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Un puente más y un puente menos

 

Se hable de lo que se hable, siempre habrá alguien que ni siquiera deje terminar una frase para descalificar una idea, y se da la paradoja de que se pueden no entender asuntos muy claros y, por el contrario, dar por hechos otros que no se sostienen. La mente está tan entrenada para indagar hasta la extenuación como para tragarse sin masticar cualquier cosa, unas veces por desidia y otras porque nuestro inconsciente se siente cómodo con esa versión, ya que oponerse haría saltar por los aires el castillo de naipes que todos nos hemos ido construyendo.

 

Salimos de un puente más, y esos días supuestamente inhábiles para las obligaciones laborales nos ponen el cerebro en modo “lo que tú digas, pero no me jodas el Martini”. Que sí, que en Madrid parecen empeñados en que nos las arreglemos solos con lo de la inmigración y con los menores no acompañados, que el congreso del PSOE se ha comido un Q que se le va a enquistar, que se ha montado en el Congreso de los Diputados el teatrillo constitucional para lo mismo de siempre, sin la presencia del Rey, también como siempre, porque no le toca la Constitución, o vaya usted a saber, que de eso cada vez entiendo menos. Ah, sí, y cantó (bueno, actuó) Quevedo el viernes en el Gran Canaria Arena y ya se emparenta en la historia de la música internacional con Alfredo Kraus (los caminos del Señor son inescrutables).

Creo que ya habrá alguien que esté pensando ¿cómo se le ocurre meter a Quevedo y a Kraus en el mismo epígrafe? Son los tiempos, y como decía en el primer párrafo, nos creemos lo que más nos gusta, o nos conviene, aunque no nos entusiame, y ya podemos pasarnos la ética por el arco del triunfo porque mi amigo, el filósofo Juan Ezequiel Morales, dice que la ética no existe (el libro matiza la frase, pero en la portada está exactamente así). Y trabajamos con historias como que los huesos de los Reyes Magos (sí, los de los camellos) están en una urna en la catedral alemana de Colonia, a saber, porque ni siquiera en los Evangelios dice que fueran tres, por lo que en esa urna puede haber restos de dos, catorce o veintisiete difuntos, los evangelistas los mencionan en plural, pero tampoco dan sus nombres, así que pueden llamarse Osvaldo, Raimundo o Venancio, pero alguien, no se sabe cuándo ni dónde, ha dicho que son Melchor, Gaspar y Baltasar. Pues vale.

A pesar de estar ocioso, he tenido que sacrificarme otra vez para ver el partido de la UD Las Palmas, que lo ponen a unas horas que son para otra cosa, un sábado a la hora del vermú, a quién se le ocurre, aunque mejor que en el turno de la sobremesa, que uno es muy devoto de la siesta. Y me he encontrado con una vieja libreta en la que iba anotando las mentiras que nos hemos ido creyendo y que la inmensa mayoría de la población cree que eso es así, y no busca más. Para desengrasar, les contaré algunas de esas mentiras que siempre creímos inamovibles, como cuando nos decían en las viejas enciclopedias escolares que había cinco razas en el planeta, y mi abuela me aseguraba que había siete lenguas, mientras el maestro nos ensalzaba al papa Pío XII, que era políglota y sabía hablar nueve. Cinco razas y siete lenguas, y Pío XII un hombre peculiar porque hablaba dos lenguas más de las que había. Pero nadie discutía esas cosas, no fuera el párroco a negarle el certificado de buena conducta, para entrar de caminero en el Cabildo de Matías Vega o para arreglar los papeles para emigrar a Venezuela.

Durante años he comprobado reiteradamente estas mentiras que solemos dar como ciertas: no es verdad que todos los países del mundo equilibraran su moneda con la cantidad de oro que guardaban en el banco nacional; en realidad eran unos pocos países y eso se acabó hace mucho, en España y el Reino Unido en 1931, en Estados Unidos en 1971 y cada país se basa en la confianza no en el oro, sino en el sistema, así que nunca podemos estar seguros de que no nos engañan. Y ya que hablamos de números, el de la Bestia que aparece en El Apocalipsis no es el 666, sino el 616, pero ya saben, las traducciones las carga el diablo, y nunca mejor dicho. También es falso que en el vudú se pinchen muñecos con alfileres, que el cabello y las uñas sigan creciendo después de la muerte, que los vikingos usaran cascos con cuernos (fueron diseñados en el siglo XIX para una ópera de Wagner), que solo usamos el 10% del cerebro, que es peligroso dormir rodeado de plantas, que los toros odian el color rojo (no distinguen los colores), que las avestruces entierran su cabeza ante el peligro o que las tarjetas de crédito fueron inventadas por la URSS y el sistema capitalista las copió (esta es una leyenda urbana que tuvo mucho éxito en los años 70). Todo eso es falso, aunque mucha gente siga creyéndolo por holgazanería intelectual.

No es raro que los líderes políticos y sociales (ahora también los culturales) sean odiados o idolatrados en igual medida, y siempre con argumentos sostenidos con los alfileres inexistente del vudú. Había un tipo nacido en Salzburgo que se llamaba Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus, al que un crítico musical llamó como elogio “Amadeus” (amado de Dios), y seguimos llamándolo así cuando hablamos de Mozart, y es igualmente falso que Salieri lo odiara, más bien lo contrario. También se tiene a Napoleón por un señor bajito, cuando en realidad era dos centímetros más alto que la media de los varones franceses de su tiempo. No es verdad que la Muralla China sea visible desde el espacio, porque entonces lo serían rascacielos, estadios o construcciones mucho más altas y anchas que la Muralla. Es falso que Einstein fue, de joven, un mal estudiante de matemáticas, que Kafka murió sin que viera editada ninguna de sus obras o que Van Gogh dejó un número muy escaso de cuadros (solo en sus dos últimos años pintó más de quinientos).

Ya así, mil asuntos, que damos por buenos y se repiten una y otra vez. Para terminar, aunque tenemos muchos parámetros biológicos muy cercamos y también nos gustan los plátanos, no descendemos del chimpancé, sino de otro primate que evolucionó y se transformó en lo que somos: si fuésemos chimpancés evolucionados, hoy no habría chimpancés. Y así, entre mentiras asumidas y medias verdades que suenan a dogmas hemos pasado un puente más y nos queda un puente menos que cruzar.

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Racismo es señal de ignorancia

 

La antropología contemporánea ha demostrado que no existen diferencias genéticas entre las razas. Desde los años 40 se han venido estudiando proteínas y ahora con el ADN ya no hay vuelta de hoja. Solo hay una raza, la raza humana, a la que pertenecemos todos los habitantes del planeta, pero ya dijo Albert Einstein que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. La raza humana forma parte de los primates, y se ha clasificado a los humanos como homínidos, es decir, primates bípedos, aunque ahora también entran en esa clasificación los grandes simios: gorilas, chimpancés, orangutanes… Viene toda esta aclaración porque es necesario comparar el desarrollo de una línea de primates -los ahora humanos- con la de los demás. Durante la última glaciación, casi desaparecieron los primates sobre el planeta, y vieron reducido su hábitat a las zonas más cálidas de Africa. Fue allí donde comenzó la prodigiosa transformación hasta llegar a los que somos.

 

Los seres humanos actualmente forman una sola especie, Homo Sapiens, que apareció hace aproximadamente 250.000 años, según estableció el sueco Carolus Linnaeus en 1758. La glaciación de Würm comenzó hace unos cien mil años, duró en su plenitud hasta hace quince mil y casi acabó con la vida en La Tierra, pero sobrevivieron ejemplares de muchas especies, entre ellas los primates en todas sus versiones. Asombra la capacidad de desarrollo humano a partir de entonces, sobre todo desde que desaparecieron los neandertales hace treinta mil años. Parece ser que todas las distintas clases de homínidos tenían un similar número de individuos, pero los humanos se reprodujeron de una forma inusitada.

 

En la actualidad, si sumamos todos los grandes simios (gorilas, orangutanes…) que hay en el planeta, alcanzamos una cifra aproximada a los cien mil ejemplares, y el número de seres humanos pasa de los ¡8.200 millones! Eso da una idea de la eficacia de la raza humana para sobrevivir en La Tierra, algo que no se da en ninguna otra especie, pues el equilibrio entre mamíferos, aves peces e insectos se ha mantenido de manera similar durante milenios. Solo el hombre ha dado ese salto gigantesco y matemáticamente deslumbrante. Calculan los especialistas de la UNESCO que se llegará a los 10.300 millones en los próximos sesenta años, y luego descenderá. Se han tenido en cuenta diversos parámetros, entre ellos la disminución de la fertilidad.

 

Por eso es el ser humano el elemento que rompe el ecosistema general, pues el planeta puede aguantar ese crecimiento exagerado, pero no la capacidad de transformación del entorno que ha desarrollado. Es casi una alucinación ver el recorrido de los humanos desde que se pusieron de pie hasta la potencia tecnológica que hoy dominan. Y todo sale de La Tierra, el hombre ha aprendido todos los pasos de su desarrollo, que es tal que ha llegado el momento en que lo ha sobrepasado y puede conducirlo a la destrucción. Tampoco sería la primera vez, y de eso los arqueólogos podrían ilustrarnos largamente. Por eso la desaparición de una civilización no significa la de los humanos, puesto que por pocos que sobrevivan pueden volver a repoblar el planeta y a desarrollar otras civilizaciones tan poderosas o más que la nuestra. Es la metáfora de Adán y Eva repetida hasta que el Sol nos absorba, pero para eso todavía faltan unos cuantos millones de años, y no sé cuántas veces puede el hombre levantar y destruir civilizaciones en ese tiempo.

 

Y todo eso comenzó en Africa, ese continente que sigue tendido al sol, resecándose como clama su nombre, mientras los continentes que repobló siguen mirando hacia otro lado. Solo van allí a buscar diamantes, petróleo, fosfatos, coltán… Esas poblaciones impresionantes que están en el origen del hombre son nuestros predecesores, y han evolucionado como humanos, por eso el racismo es una contradicción en sí mismo, puesto que todos los seres humanos forman parte de una sola especie. En todo caso, hay que hablar de etnias, que tienen que ver con procesos culturales o adaptativos, pero genéticamente no hay diferencia entre un mongol, un vikingo y un bosquimano. El racismo es un artefacto que se sostiene en argumentos inexistentes desde el punto de vista biológico. Es, además de un signo de grave intolerancia, la demostración de una ignorancia supina sobre el origen de nuestra propia especie. Nosotros somos ellos, los procesos de la melanina son mecanismos biológicos que ha desarrollado el ser humano para adaptarse a las circunstancias vitales de las distintas zonas del planeta.

 

El nombre de Africa procede del latín -otros dicen que se remonta al griego- y significa «expuesta al sol», o bien «dejada al sol». En Africa está el origen de la Humanidad (mientras Atapuerca no demuestre lo contrario), ha poblado todo el planeta y sigue dejada al sol, expuesta a la intemperie del hambre y el abandono porque sus descendientes europeos, americanos y asiáticos la han condenado al olvido, como quien abandona a sus padres en el desierto. Ahora, sin el menor respeto, se mira hacia Africa como un problema, como si los africanos se hubieran empobrecido por voluntad propia. Han sido las grandes potencias las que durante siglos han saqueado el continente, y siguen haciéndolo, como sucede ahora mismo en la República del Congo con la guerra del Coltán (columbio y tantalio), un mineral que es fundamental para los aparatos de las nuevas tecnologías de la comunicación.

 

Canarias mira hacia Africa, y debe hacerlo porque su geografía indica que debe ser uno de los puentes para el desarrollo africano. Pero no hay que ser ingenuos, si es verdad que muchos pensamos que si en Africa hay menos pobreza disminuirá la presión de la inmigración irregular que viene por nuestras fronteras marítimas, también es cierto que mucho ven en ello un negocio. Y el negocio no es malo siempre que sea justo, y lo triste es que los propios poderes locales africanos llevan décadas sumidos en la corrupción, manipulando ayudas y aprovechándose de ellas.

 

Africa es por lo tanto el gran desafío del siglo XXI, porque tiene derecho a sus propios recursos y porque de no hacerlo también Europa sufrirá las consecuencias. Seguiremos clamando en el desierto, para que ese continente dejado bajo el sol de la miseria empiece a remontar y encuentre el espacio planetario que le corresponde incluso por escalafón, puesto que es el más antiguo. Por soñar que no quede, pero también cabría aplicar aquello de «a Dios rogando y con el mazo dando».