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¿Todos somos cómplices?

 

 

Dijo Epicteto de Frigia que la mentira necesita siempre complicidad. Podría haber empezado con un verso de Neruda en el que se pregunta si es verdad que sobre mi país vuela un cóndor negro, o con Cicerón proclamando que el silencio corrompe la verdad tanto como la mentira, pero he recurrido a Epicteto porque declara cómplices a quienes al dejar que se extiendan las mentiras las hacen valer como certezas. En estos días estamos constatando que el poder (cualquier poder) suele parapetarse detrás de una barricada de mentiras. Es tal el cúmulo de falsedades, que al final logran que confundamos el cansancio con la aceptación. Mienten sobre la economía y sus consecuencias sobre el paro, los salarios y la tristeza de la gente; mienten sobre las grandes palabras que hablan de patrias, identidades colectivas y derechos, que siempre suelen tener un discurso de conveniencia.

 

Solo importa el poder, conseguirlo o mantenerlo; en una sociedad que se desangra, la pregunta más angustiosa del día es qué va a pasar con el Real Madrid. Usan como anestesia el fútbol, los realitys televisivos o publicidades sobre ropa, música o nuevas tecnologías. La verdad se oculta por quienes hacen humo para que no se vea que son cómplices, como quienes fueron artífices de un disparate como el sistema electoral canario y ahora se erigen en defensores de su modificación sin que se les caiga la cara de vergüenza. El olvido es otra estrategia, borrar el pasado para repetirlo; antes se ponía en duda el genocidio más calculado y terrible de la historia en los campos de exterminio nazis, y ahora es una noticia más lo que llevamos casi un año viendo en la Franja de Gaza. Pensemos que la terrible “solución final” de aquella enloquecida Alemania no habría sido posible sin la complicidad de un pueblo que callaba y de organizaciones y estamentos que guardaron silencio cuando tendrían que haber gritado. Es la complicidad un arma tan aterradora como las mentiras que se esgrimen para alcanzar o mantener el poder.

 

 

Hay mentiras aparentemente inofensivas que son utilizadas, no por su importancia real, sino porque se descubren con facilidad y generan desconfianza en todo, hasta el punto de que la gente acaba por no prestar atención porque de alguna forma sabe que siempre hay un gazapo escondido y da pereza estar destapándolos. Invocando a Hannah Arendt, se trata de confundir, y una vez desmovilizados por el cansancio no convertimos en cómplices. Tan cómplices somos, que todos conocemos a personas que se extrañan de que alguien que ha estado ocupando un cargo político de relevancia siga viviendo en la misma casa y que no se haya puesto rico, como si eso fuese una rareza, porque damos por hecho que enriquecerse en la política es lo normal.  Esas ideas se convierten en lugares comunes y son aceptadas por el inconsciente colectivo. Lo mismo que hay multitudes que aceptan clisés que carecen de un soporte científico, como que los bajitos tienen muy mala leche, los gordos son bonachones, los delgados muy estrictos, las rubias tontas, los altos elegantes, las delgadas tienen estilo, los funcionarios son muy tiquis-miquis… Hay una etiqueta que acaba generalizándose y resulta que es mentira, porque conozco a rubias muy inteligentes, a delgadas sin estilo o a flacos relajados. Y, por supuesto, a personas que han estado en política limpiamente.

 

 

Hay de todo, y la profesión, el color del pelo, la altura, el peso, las creencias o cualquier otra circunstancia permanente o transitoria no determina el carácter, la manera de ser o la imagen de las personas. Si tienes los dedos finos y largos dicen que tienes manos de pianista, guitarrista o músico, y todos recordamos cómo las enormes manos contra catálogo del prematuramente desaparecido timplista José Antonio Ramos acariciaban con talento, maestría y agilidad los trastes del pequeño instrumento. Que una persona sea castaña o pellirroja, de Polonia o de Bolivia, trabaje en la sanidad o el comercio, mida o pese más o menos, no la determina, y por eso a la gente hay que tratarla de forma individual. Y las verdades sociales hay que cogerlas una a una, porque pueden ser otro clisé.

 

 

Eso ha hecho que vivamos en medio de un clima hostil porque sí, sin razón que lo justifique. Ahora no se argumenta, se injuria directamente. Y seguimos el ritmo que sólo se interrumpe para festejar una Eurocopa de fútbol, da igual cuantas personas mueran en la diabólica ruta clandestina desde África. Banderas que, según los colores y dependiendo de quién las mire, significan maquiavélica manipulación o soberana libertad de expresión. Cenas discretas de dirigentes que niegan la ocultación y empresarios que proclaman su neutralidad. Verdades a medias que se transforman en laberintos y que generan nuevas medias verdades que no cuadran con la primera fuente. Informaciones que son ciertas pero que se muestran cojas y automáticamente se vuelven mentiras. Medios de comunicación que cuentan versiones distintas sobre hechos que a veces ni siquiera han ocurrido. Cataratas de ocurrencias con pretensión de ideas en debates, declaraciones, comentarios y silencios que solo sirven para confundir. Cuando van contando queda olvidado que antes del tres está el dos, y antes el uno. Preguntas retóricas con respuestas obvias que sin embargo esconden una falsedad.

 

 

Medios informativos con vocación de gobierno, gobiernos con vocación de manejar la información que les interesa, teatralidad que es magnificada o minimizada, no por su naturaleza, sino por intereses ajenos. Legitimidades surgidas de aquí y de allá, que son grandiosas cuando interesan y bastardas cuando se oponen. Negación por la vía de los hechos de que la única legitimidad democrática es la que se sustenta en los votos ciudadanos, no en las cenas, en los informativos o en las redes sociales. Reescritura de la historia adaptándola a las conveniencias de cada cual. Saqueo, abuso y olvido de los más débiles mientras se discuten ambigüedades contingentes. Artaud, Mihura, Buñuel, Genet, Piñeira, Pinter y Arrabal tiemblan porque sus profecías a través del absurdo se han quedado cortas. La cantante de Ionesco no es calva, en realidad ha perdido la cabeza esperando al Godot de Samuel Beckett. Así que, parece que la mentira va ganando. ¿Tendrá razón Epicteto y, por acción u omisión, seamos todos cómplices?

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Los cuervos y la televisión

 

Hace unos años, cuando aún el pensamiento era una práctica habitual de los seres racionales, se decía que, cuando alguien no tenía de qué escribir en los periódicos se sacaba de la manga un artículo sobre la televisión. Hoy creo que empieza a ser al revés, que escribir sobre la televisión es casi un deber ético. Parece un lugar común echar las culpas de muchas de las cosas que suceden a la televisión, pero es que en estos momentos este medio de comunicación es tal vez el soporte más comprometido en la idiotización colectiva que profetizó Orwell hace tres cuartos de siglo.

Creo que la televisión es un medio extraordinario, con unas posibilidades inmensas, pero resulta que justamente esas posibilidades están siendo utilizadas hasta el máximo para destruir cualquier tipo de sociedad civilizada que se precie. Es un instrumento adormecedor de las conciencias y alentador de cuantas estupideces es capaz de hacer el ser humano. La radio tiene todo tipo de programas, desde los deportes hasta el debate, la filatelia, la música, la literatura y la gastronomía. También las grandes cadenas obedecen los dictados de sus amos, pero hay todavía espacio para buscar horas de entretenimiento, información y cultura.

 

 

Con la prensa escrita pasa lo mismo que con la radio. Hay prensa del corazón, hay periódicos que sirven a determinados intereses, pero siempre queda un resquicio para el debate, la controversia y la razón. Lo triste es que Internet, que era otro medio de comunicación de posibilidades increíbles hace tan solo unos años, se ha convertido en otro gran instrumento destinado a demoler las mentes. Y es una lástima que esto suceda, hasta el punto de que, hace unos años, cuando nos decían que estábamos todavía lejos del nivel ideal de utilización de Internet casi le daba a uno cierta tranquilidad. Hoy ya es todo uno.

 

 

¿Y qué me dicen de los móviles? Ya es un vicio. ¿Para qué quiere un móvil un niño de 12 años? Y es que el móvil es otra manera de sacar dinero, con mamarrachadas, musiquillas y concursos televisivos que se autosufragan a través de la factura del teléfono. Desde luego que no me niego a los avances tecnológicos, pero me da escalofríos pensar en las horas que se pasa la gente viendo páginas insulsas, hablando en chats estúpidos escribiendo mensajitos totalmente prescindibles, y huyendo de la verdadera comunicación, que es la de dos seres humanos conversando. Y se da la paradoja de que, con tantas posibilidades de comunicación, vivimos posiblemente la época en la que más que nunca el ser humano se siente aislado.

 

 

Con todo, lo de la televisión es lo más aberrante. Se me dirá que los más jóvenes no ven televisión. No la ven en los televisores, pero las plataformas trasladan lo que sale en televisión a la red. Como todo el mundo, he tenido que permanecer en hospitales algunos días, como enfermo o como acompañante, y en algo debía entretener las horas larguísimas del lento reloj hospitalario. La lectura funciona hasta que se necesita tu atención, así que uno se deja llevar por la televisión, que necesita menos concentración. Créanme que acabé por mirar al techo, porque lo más interesante que conseguí ver fue un partido de fútbol, que encima era malísimo y acabó con empate a cero, pero era eso, desesperación o basura mediática, porque hasta los noticiarios están repletos de estupideces y explotación innecesaria del morbo.

 

 

No soy de los que orinan colonia, ni un snob intelectual, porque siempre me gustaron los programas de entretenimiento, fui un entusiasta de las entrevistas de Iñigo y Mercedes Milá, de las actuaciones musicales de los cantantes de moda y, por supuesto, de las películas. Es decir, tampoco soy tan exigente. Pero es que ni ese nivel mínimo existe. Con la disculpa de las audiencias, todo es basura, puesto que ya las cadenas acabarán por no comprar películas porque les sale más barato y más rentable volver a los cotilleos casposos una y otra vez, a todas horas. Y eso hace que la gente pierda la vergüenza y hasta la dignidad. No estoy cabreado, estoy desolado de pura impotencia, porque la televisión, con pequeñas islas cada vez más escasas, es un diabólico mecanismo educativo, solo que se educa en todo lo negativo. No se trata de emitir continuamente vidas de santos, sino de no deseducar.

 

 

Los resultados los vemos en los propios noticiarios en los que se regodean. Es bien conocido que los delincuentes generan imitadores, y si le das muchas vueltas a un suceso se acaba generando una especia de llamada a repetir hechos similares. Y luego los temas de fondo de las series, violencia a espuertas y maquinaciones que no sé si acaban nublando las mentes de quienes las ven. Esas historias de inadaptados que entran a tiros en un colegio o un centro comercial ya están llegando. Y la realidad también es muy dura. Ahora mismo estamos horrorizados por el asesinado de un niño en Toledo cuando iba con otros a jugar al fútbol. Es casi una ruleta rusa, y me recuerda al protagonista de la novela El extranjero, de Albert Camus, que mata a un desconocido en la playa porque hace mucho calor. Nihilismo puro en vena, porque el monstruo más escalofriante que existe es la mente humana, y en lugar de contrarrestar ese misterio que son nuestras reacciones incontroladas, echamos más y más leña al fuego. Eso es lo que estamos haciendo, por lo que no parece lógico esperar un futuro de convivencia razonable. Ya saben lo que dice el refrán: “cría cuervos y tendrás más”.

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Fabricar desiertos

 

Los vegetales son el contrapunto del mundo animal para el equilibrio de la vida en La Tierra. Es algo que sabemos desde tiempos remotos, pero ignoramos la evidencia. Si hacemos un recuento de la cantidad de cada una de las especies animales hasta la llegada de revolución industrial, vemos que el número de animales se ha mantenido estable durante milenios, pero los humanos han aumentado exponencialmente, hasta el punto de que estamos a punto de morir de éxito. Ese pulso entre vegetales y animales se rompió, porque la era industrial se llevó por delante ese vaivén medioambiental. Las máquinas de vapor y el humo del carbón acabaron con la limpieza del aire y con grandes extensiones de bosques, como ocurrió en Gran Canaria con la Selva de Doramas, convertida en combustible que repostaban los barcos en los puertos canarios. Y nos hemos olvidado de la imprescindible presencia de los árboles como elemento fundamental de contrapeso vital.

 

 

Entre la mano del hombre, sus descuidos y las fuerzas de la naturaleza, parece que empieza a desvanecerse el paisaje que siempre nos acompañó. Hace poco se derrumbaron los laureles de la plaza de San Bernardo, el famoso Árbol Bonito y se han venido abajo las palmeras gemelas de la zona del Pambaso, en el risco de San Nicolás. Estas palmeras están en las retinas de todos nosotros porque eran centenarias y, además, las hemos admirado en su juventud cuando fueron pintadas por Jorge Oramas, desde la perspectiva de las ventanas del edificio del Hospital de San Martín, donde Oramas pintaba el futuro de los riscos de la ciudad. Ese desvanecimiento del paisaje empezó a acelerarse cuando, en 2005, la tormenta tropical Delta hundió en el mar el Dedo de Dios, que señalaba desde la costa de Agaete el camino del cielo. Tenemos noticias de que en 1610 un vendaval arrancó en la isla de El Hierro el mítico árbol del agua, el Garoé, y que en 1684 otra ventolera tumbó el gigantesco Pino de las Maravillas de Teror, que consta en la tradición como el lugar de la aparición de la Virgen a la que dio nombre.

 

Como vemos, los árboles marcan nuestra tradición histórica, además de otros elementos naturales o artificiales que, por lo visto, tienen fecha de caducidad. Nunca pensamos que desaparecería El Dedo de Dios, y se nos hace muy cuesta arriba pensar que un día falte el vetusto drago de Icod de los Vinos (otro de nuestros árboles míticos que todavía sigue ahí), pero las palmeras del Pambaso, el Garoé o el Pino de las Maravillas nos recuerdan que en este planeta todo está de paso, no solo lo seres humanos. Tenemos la fortuna de haber conocido y disfrutado de algunos de esos símbolos en plenitud, como hubo generaciones que conocieron el Pino mítico o bebieron agua que destilaba el Garoé.

 

El pinar en Gran Canaria es como un acordeón. Fue frondoso en tiempos, luego las montañas centrales quedaron casi peladas, y fue en la segunda mitad del siglo XX cuando las repoblaciones forestales reverdecieron el paisaje insular. No en todo, ni siquiera en todo lo ecológico, cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero lo que en los años cuarenta y cincuenta criticaban los campesinos, durante la desaforada campaña del Cabildo del legendario presidente Matías Vega Guerra para plantar pinos y más pinos, se está viendo que no era un capricho, porque la sabiduría popular almacena experiencias.

 

Se plantaron millones de pinos, pero es obvio que solo se pensaba (seguramente de buena fe) en teñir de verde la isla, sin criterios biológicos y ni estrategias de cómo la propia naturaleza ha distribuido siempre los bosques. Se hizo un solo bosque, sin espacios que aislaran zonas, y por eso pagamos la factura con incendios que pueden arrasar toda la isla porque el combustible no cesa. La escasa distancia entre plantas hace que los matorrales se conviertan en verdaderas selvas en las que hay que entrar con machete. Y la laurisilva se reduce a unas cuantas reservas, cuando sabemos que estos árboles son los que generan agua atmosférica. Recuerdo perfectamente cómo, en mi niñez, buena parte de la cumbre arbolada era un erial. Se hizo lo que se hizo, pero hoy sabemos que se hizo mal. Ese avance boscoso es irrenunciable, de manera que hay que buscar el modo de combinar las tecnologías forestales más modernas con los conocimientos tradicionales, porque estoy convencido de que la verdad total no está en ninguno de los dos extremos, sino en la conjunción de ambos.

 

Luego está el arbolado de las zonas urbanas. Los ayuntamientos se empecinan en talar todo lo que sea verde, y por eso les llamo la atención sobre la ciudad colombiana de Medellín, con dos millones y medio de habitantes y metida en el fondo de un valle que es una hoya, con lo que el calor es asfixiante y la contaminación un peligro para la salud. Pues esta ciudad decidió en 2016 (ocho años, no hace tanto) crear corredores verdes de arboledas por toda la ciudad. Pues solo en esos ocho años la temperatura media ha bajado tres grados y la contaminación ya es respirable. Y se ha hecho desde la ciencia, plantando los árboles apropiados. Por ejemplo, han comprobado que el árbol del mango tiene una casi mágica capacidad de absorción de impurezas tóxicas de aire, y hay verdaderos bosques de este árbol. Es científicamente posible, y ya Bogotá y Barranquilla, otras dos ciudades colombianas, siguen el ejemplo de Medellín; por supuesto teniendo en cuenta altitud, clima y otros parámetros.

 

Y aquí seguimos tirando por la borda la sabiduría de Sventenius o, más tarde, Kunkel (menos mal que estaba él, porque en los años 70 logró parar la urbanización de Tamadaba, con teleférico incluido, lo que le costó el puesto),  y el valiosísimo patrimonio científico del Jardín Botánico Viera y Clavijo. Todo se arregla con una sierra mecánica. Sigo interesado por saber si para presentarse a concejal es necesario acreditar el certificado de un curso de tala. Parecen empeñados en fabricar desiertos.