La campanas, igual que doblan, también repican por ti

Sobre la teórica diferencia entre humanos y bestias
Aunque supongo que, de una forma o de otra, siempre ha sido así, solemos dar el verdadero valor a las personas cuando ya no están. Incluso, si se van muy jóvenes o de una forma inesperada, cuando se supone que todavía le quedaba mucho por hacer o decir, hay una tendencia a mitificar, o simplemente a valorar a los que se han ido en su justa medida, como casi nunca suele hacerse en vida. Sucede menos cuando desaparece alguien que ha tenido una larga vida, la gran noticia es la muerte de Amy Westhouse, pero, cuando se va Tina Turner, el ruido mediático es menor, porque ya es octogenaria y su desaparición está asumida por su edad y su estado de salud. El caso es que tenemos la sensación de que la ausencia inesperada de algunas personas tiene mayor impacto que la de otras, y eso depende mucho del eco que tenga en la población lo que alguien hace, y de lo que se espera en el futuro. Pero la vida se esfuma y casi siempre nos dejamos llevar, y siempre va quedando un poso de lo que verdaderamente es importante para toda la sociedad.
Tengo un respeto reverencial por lo que significan el arte, la creatividad y el pensamiento, no menor que es el que profeso por la ciencia (mayor si tiene que ver con la salud), y la tercera de mis admiraciones es para aquellas personas, generalmente anónimas, que hacen cada día que el mundo funcione sin que nadie les dé un golpecito en el hombro, en todas las profesiones y en todas las actividades, porque si es necesario que alguien con talento haga avanzar este planeta, también lo es que esa lumbrera come, viste y se relaja, para lo que tiene que haber comida, ropa, algo de música y tal vez un café bien caliente, y todo eso lo hacen otras personas, que casi nunca tienen nombres. Se morirán ancianas o jóvenes, pero, aparte del dolor de quienes las amaban, la constatación social de su partida se reducirá a unas sinceras y hermosas palabras en el funeral, porque la sociedad siempre fue como las lámparas, cada vez que se funde un bombillo (bombilla para la RAE) se pone otro en su lugar y a seguir funcionando.
De modo que los mojones del tiempo colectivo parece que lo marcan postes indicadores como Euclides, Dante, Newton o Leonardo. Pero son solo eso, indicadores, porque la Humanidad es un mecanismo muy complejo en el que cada persona tiene su función. Como decían los políticos que reclutaban muchachos a mansalva para enviarlos a la guerra que entonces les convenía, el que no sirve para matar sirve para que lo maten, y las bajas también son un factor que forma parte de la guerra. Pues así es nuestra sociedad, tan cruel y sistemática, todo está intercomunicado porque el sanitario no puede vivir sin el pescador, cuyos hijos son instruidos por una profesora, que necesita que haya fábricas textiles para no morirse de frío en invierno.
Es verdad que, como si el mundo fuese un ejército, se necesitan liderazgos en todos los campos del regimiento de la vida. Pero esos liderazgos son puntas de lanza, que nada conseguirán sin el peso de hasta el último centímetro de esa lanza, la sociedad. La vida se compone de pequeños liderazgos aquí y allá, que advierten sobre peligros e injusticias, como el recientemente fallecido doctor Carlos Juma, un ilustre neurólogo y una voz que despertaba conciencia social sobre muchas cosas, especialmente sobre los sufrimientos del pueblo palestino. A personas así se las echa en falta porque sin su alerta constante, las injusticias seguirán creciendo más y más. Se ha ido cuando más se necesitaba su voz, porque esa generosidad colectiva no abunda.
Cada vez que se hacen reconocimientos públicos a personas que sin duda los merecen, siempre echo en falta que en esas listas laureadas estén esas personas que, no es que sean necesarias, es que son imprescindibles. Serlo acarrea un gran peso personal, pero hay gente que lo asumen. Cierto es que, afortunadamente, esas personas se cuentan por miles, pero al menos se tendría que dar alguna medalla fulgurante a alguna de estas personas, que es una manera de decirle a todos los imprescindibles que sabemos que están ahí y que valoramos su dedicación. Siempre recuerdo al personal sanitario de determinadas especialidades, donde no solo hay que ser muy competente, sino con un corazón gigantesco, porque si no es así no podrían sobrevivir al sufrimiento que les rodea y que tratan de mitigar con su ciencia y con su humanidad.
Siempre recuerdo a quienes conducen ambulancias del Servicio Canario de Salud, que acuden con otra persona sanitaria a cualquier lugar de esta tierra. Se enfrentan a escaleras laberínticas, a situaciones muy duras, y siempre encuentran la mejor manera de resolver la urgencia, de trasladar a la persona enferma a un centro de referencia; controlan situaciones muy complicadas, haciendo auténticas exhibiciones de paciencia, humanidad y temple. Pero claro, esa persona que, con su humanidad y su profesionalidad más allá de lo exigido, tiene mucho que ver con que se salven vidas y ese engranaje social sirva para todos como especie. Y ese es solo un ejemplo, pero parece que se trata simplemente del conductor de una ambulancia. Puede conducir cualquiera con carnet, hacer lo que hacen ellos y ellas es cosa de seres especiales, que por circunstancias personales he visto de primera mano. Como en otras profesiones, la gloria es para otros, que también la merecen, pero es un regalo que estemos en manos de gente así. Cada cual, en su lugar del juego social, todavía no conozco a un talentoso futbolista, a un eximio pintor, a una gran cantante, a un brillante científico o a una gran poeta a quienes admire más que a esos simbólicos chóferes y choferesas de ambulancia. Igual sí, más no.
Se han abierto las puertas del infierno, pero seguimos imbuidos en lo inútil. Ya empiezan a cansar los vanos debates sobre, por ejemplo, la composición de los Belenes, que inciden sobre asuntos de igualdad sexual, raza, respeto a los animales o cualquier otro tema en el que siempre hay militancia a toda costa. Incluso sobre religión, que ya es el colmo cuando se trata de una tradición católica. Si aburre tanto debate estéril, los chistes y los memes que circulan por las redes sociales llevan el empalago a que ya ni siquiera los miremos, o a que los borremos directamente sin leerlos. Siguiendo una inveterada (y por lo visto incorregible) costumbre española, la gente ha vuelto a dividirse, pero no exactamente en las dos Españas que decía Antonio Machado, sino en varias (nadie sabe el número), dos contrarias y de efecto ping-pong, muy combativas, rabiosas, manipuladoras y cabreadas, que a su vez se subdividen para que se haga verdad el aserto machadiano, que grita, maldice, acusa y berrea en tirio unos y en troyano otros (según gustos), y por otra parte una inmensa mayoría a la que le han quemado la capacidad de entusiasmo, y se deja llevar. Luego están los que se apuntan al reguetón, al naturismo a tope o a las profundas estéticas supremas, porque la realidad ya les da igual.
Hay una multitud que ha dimitido de casi todo y ya solo se interesa por aquello que afecte a su entorno o a cada cual personalmente. Hay una masa que no discute ni lo que se debe discutir, porque tiene miedo físico, salvo en las redes sociales, que en muchos casos son avatares de personas que expresan ideas que nunca lanzarían con sus nombres y apellidos. Luego hay quien dice algo que sabe que podría montar el cirio, y se monta, pero ya no estamos seguros de si quienes desencadenan esas broncas sobre asuntos graves o nimios en Internet son personas que así piensan, amanuenses de empresas que se dedican a levantar liebres porque de rebote generan publicidad no declarada, o robots, que la inteligencia artificial está ahí (supongo que por escasez de la natural). De tanto tensar la capacidad de apasionarse, se ha roto la cuerda y se ha generado la sociedad del tedio, y si hasta hace poco debatir sobre la composición de un Belén producía mucha adrenalina, ahora hay indiferencia o como mucho una leve sonrisa de compromiso para enviar la señal de que se sigue con vida.
La Navidad está empezando a ser parte de ese hastío. Según Karl Popper, no se puede prescindir de la tradición, pero que no podemos fiarnos de ella, frase muy brillante que al final sirve de poco, pero explica a su manera por qué La Navidad es una convención, que al cabo no es importante, ni tampoco lo es que la Nochebuena sea la cristianización de la fiesta pagana del solsticio de invierno. Lo importante es que en nuestro ámbito cultural hemos acordado hace siglos que esta noche nace un niño; pero no es un redentor, es el niño que todos llevamos dentro y que tenemos secuestrado. Es decir, debemos redimirnos a nosotros mismos, esperar que lo haga otro, además de egoísta, cómodo y entreguista, es inútil. Es mentira que sea la noche del recuento de los que se han ido; no se pasa lista de los seres queridos que ya no están, porque se echan en falta todos los días del año. Ojalá esta inminente Nochebuena dejemos libre al niño que somos todos y que no entiende de convenciones, solsticios, calendarios ni memoria, porque aún nada le ha pasado que pueda recordar, pero sabe todo sobre el amor, porque lo siente y lo expresa. Ese niño que ha de nacer no verá la luz en ningún pesebre, deberá aparecer en nosotros mismos. Eso es lo que quiero para mí y para todo el mundo.
Estas fechas se amarran a una tradición que va más allá de lo religioso y se ha implantado en la memoria social. Ojalá ese nacimiento que representamos sea el icono de un renacer de todos. Pedir paz parece demasiado en estos tiempos, pero hemos de ser utópicos, y hay que pensar en el camino hacia ella, porque paz no es la ausencia de guerra a secas; es mucho más, y pasa por encima de las vanidades y las mentiras que nos contamos cada día ignorando que la grandeza humana reside precisamente en nuestra pequeñez y fugacidad. La paz empieza en nosotros, siendo conscientes de la levedad humana ante la inmensidad del universo y lo efímero de la vida, un misterio que también celebramos con el nacimiento de un niño que es, en fin, la vida.
Ojalá esta sociedad recupere la pasión por las cosas importantes, para no perdernos en un laberinto de naderías que, aunque algunas sean sobrevaloradas porque son “de toda la vida”, ya nos han advertido que tampoco podemos fiarnos de las tradiciones. No hay deseo mejor que querer para los demás lo mismo que para nosotros, y desde la buena fe poder caminar juntos hacia la luz que empieza a agrandarse cada día a partir del solsticio de invierno. Y aunque mi voz suene distorsionada por el sonido de las bombas, el genocidio que nos tiene horrorizados, el hambre que elimina la vida por todas partes, el frío de las mentes criminales que gobiernan el Mundo, me arriesgo a que me llame ingenuo, fantasioso o, peor aún, loco; y como dice la ranchera, mi deseo es que les vaya bonito.