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Libertad de expresión en todas direcciones

 

Entre la insaciable voracidad por censurar de lo que suelen llamar Woke, que quiere anular obras de arte, libros, canciones y pensamiento (de hecho, ya se han manipulado muchas páginas del mismísimo y Roald Dahl, y la ha emprendido contra Neruda, Woody Allen…), hasta la tradicional inquina de instituciones cerriles hacia cualquier tipo de idea, acto u opinión contraria a la suya, estamos rodeados. Ya sabemos que los regímenes totalitarios -y otros que también lo son aunque se vistan de democracia- niegan las libertades más esenciales o los derechos humanos reconocidos por la ONU en 1948, aunque pertenezcan inexplicablemente a esa organización, desde las ejecuciones en Irán por homosexualidad hasta las lapidaciones de mujeres “adúlteras” en varios países árabes, la negación de la enseñanza a las niñas en Afganistán o el robo de tierras en el Amazonas o en Centroamérica, obrar o pensar distinto al poder establecido es prácticamente una pena de muerte o cuando menos de prisión. Pensamos que estas cosas no pueden ocurrir en la civilizada Europa del siglo XXI, como tampoco se pensaba en los comienzos del siglo XX, y ya hemos visto lo que pasó.

 

 

Cada persona es única e irrepetible, pero cualquier poder quiere que esa diferencia que nos enriquece sea anulada para que todo sea según la doctrina de ese poder. Cuando la diferencia les parece insalvable (mujeres, homosexuales, inmigrantes de otra raza o religión…) se ataca a esos colectivos convirtiéndolos en objetivos que hay que destruir. De ahí nace todo el odio que empieza a campear por Europa Occidental. El gran enemigo de esta Europa no es la Rusia que martiriza a Ucrania, es otro mucho peor, es la propia Europa.

 

Todo sistema totalitario se afianza en la supresión de uno de los derechos fundamentales: la libertad de expresión. No puede haber disidencia, todo ha de ser como dictan las normas, que no son otras que las que emanan de ese poder absoluto. Ocurrió en la Alemania Nazi, en la URSS, en China, en Cuba y en países del Tercer Mundo donde la democracia nunca ha existido. Y ahora ese fantasma que recorría Europa para el escritor Stefan Zweig hace un siglo, sobrevuela otra vez nuestras democracias. Cierto es que el comunismo estalinista también fue genocida con sus compatriotas, pero ahora el gran peligro es la ultraderecha. Es necesario cerrar la puerta a los totalitarismos, a todos.

 

Sánchez ha hecho muchas cosas, unas bien y otras no, pero en principio todas parecían encaminadas a amortiguar los golpes de la crisis, la pandemia, la sequía y la guerra en la que no estamos, pero sí participamos de palanganeros. Ya vimos cómo Rajoy, en siete años, no consiguió enderezar la nave, y eso que entonces solo había un asunto, la crisis financiera (surgió luego lo de Cataluña y se resolvió de la peor manera), aunque sí que pudo sacar decenas de miles de millones para salvar la banca, dinero del que nunca más se supo. Y ahora viene Feijóo metiendo miedo con el sanchismo, que no se sabe bien lo que es, una especie de nebulosa malvada que usurpa el poder a los que, por designio divino, siempre deben tenerlo en sus manos.

 

Sé que es predicar en tierra baldía, que siguen resecando con espectáculos adormecedores como la gran boda del siglo, en la que, en medio de una ola de calor, las camareras llevaban camisa blanca de manga larga debajo de un vestido negro, encima un delantal, y con los pies cubiertos por medias tupidas, como toca a la servidumbre. Y a la gente, por lo visto, le parece bien, incluso ha habido algunas quejas porque no llevaban cofia, lo que denota un clasismo que, sorprendentemente, empieza desde abajo. Si ya el PP es propenso a lo rancio, lo de la ultraderecha es sencillamente borrar la precaria democracia que hemos tratado de construir en los últimos 40 años.

 

Como sé que se me echarán encima los de siempre, ya les digo que escribo libremente, nadie me da prebendas ni sobres bajo mano. Si pongo el grito en el cielo, es porque repiten un espejo de la historia, están siguiendo el guion punto por punto. Ya nos sabemos su cantinela desde Cánovas y Sagasta. Por cierto, me adelanto, porque también estará seguramente en la escaleta del asunto que, antes del 23 de julio, hablará el nacionalcatolicismo, algo que resulta medieval hasta al mismísimo Vaticano. También sé su mantra, lo repiten de memoria desde la época de Pío XII.

 

Por lo tanto, mi deseo es que, dentro de un año, diez o de otros cuarenta, se pueda decir sin miedo lo que se piensa, porque siga vigente como derecho que hay libertad en lo que se piense, se lean libros tal y como fueron escritos o se acuda a una manifestación a favor o en contra de lo que sea. También sé que dirán que por qué no hablo de la educación, la sanidad, el machismo y su procesión de muertes, abusos y discriminaciones; de la inseguridad creciente, la desigualdad social, la inmigración, la dependencia, el racismo, los salarios, el caciquismo encubierto o el cambio climático. Pues porque de todo eso he hablado y hablaré siempre, y es obvio que, si se atenta contra la libertad de expresión, todos esos asuntos quedarán ocultos bajo la fanfarria patriotera de aquellos a quienes se les llena la boca con la palabra España. También me opongo a quienes, en aras de un progresismo a ultranza, echan leña a la hoguera inquisitorial. Es decir, la libertad de expresión debe funcionar en todas las direcciones, y es hora de que aprendamos a ir contra los argumentos, no contra quien los esgrime. Descalificar a una persona no desmonta su discurso, porque, ya saben, la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero. Pues miren, resulta que la España de verdad es todo eso que he mencionado, que afecta a la inmensa mayoría de las personas que habitan nuestro país. Así de simple.

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