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¡Abril nos asista!

 

Este es un mes que debería ser de gozo y esperanza, la luz ya es más dueña de nosotros y la oscuridad de diciembre empieza a ser un lejano recuerdo. Abril es el mes que adoraba el poeta César Vallejo y el que pintaron mil veces Renoir, Van Gogh y Oramas. El tiempo en que se acomete la recta final de los proyectos estudiantiles, el momento en que Carpentier y Stravinski celebraron La consagración de la primavera, la época en que empiezan a revolotear fuera del nido los canarios del monte. Abril es el mes en que se cuentan los años jóvenes, cuando hay fuerza, deseo, osadía y plenitud, cuando se guardan las bufandas y el Sol regresa a broncear nuestra piel.

 

 

Es en abril cuando empezamos a ver la belleza sin abrigos, cuando las terrazas se llenan al atardecer, y todos realzamos la existencia de los libros. ¿Por qué entonces en abril, apogeo de la primavera y la vida, se usan misiles y cuchillos contra el amor, la tolerancia, la amistad, la poesía, el Sol y las ilusiones? Es que algunos sólo saben de invierno y muerte. ¡A ver si estos se enteran de que estamos en abril!

 

Con el inicio de la primavera comienza el ciclo anual de las estaciones, lo mismo que hay quien entiende los ciclos como cursos y cuenta de septiembre a septiembre, o como recuento matemático y se atiene a los años del almanaque. La Semana Santa católica se rige por el calendario lunar (todos los Viernes Santos hay luna llena) y es una especie de recuento cósmico. Como en toda frontera de ciclo, es momento de pararse. Suelen confundirse reflexión, contemplación y meditación, pero son actos muy distintos, y aun en cada uno hay escuelas y costumbres. El más universal de estos conceptos es la meditación, que básicamente consiste en concentrarse en una imagen que cuando funciona se convierte en la nada. Es una forma de extraer tensiones y memorias dañinas, como los artistas plásticos llegan a la abstracción, porque llegar a la nada es una forma de entender y asumir una realidad que ni siquiera es certeza.

 

No se trata de hacer borrón y cuenta nueva, sino de cerrar los ojos y abrirlos con otra mirada. De nada vale debatir si antes no sabemos cuál es nuestro sitio. Y no hacen falta gurús ni chamanes, cada cual es más él o ella que nadie. Desde que nos dijeron lo del nuevo orden mundial, en África han pasado demasiadas cosas para que uno crea en la casualidad. Francia no quiere perder su protagonismo africano de siempre, Gran Bretaña, más silenciosa, más británica, sigue merodeando el gran continente del Sur, y Estados Unidos como siempre. Ahora ha llegado China, que compra deuda y quiere ser primera potencia mundial. El caso es que la gran inestabilidad política de África, a menudo aderezada con ríos de sangre, no se produce por generación espontánea.

 

Somalia, Ruanda-Burundi, Libia, Argelia, Liberia, Sudán y ahora esas franquicias terroristas en Níger, Nigeria o Mali son noticia sangrienta. Tuvimos la esperanza de la llamada Primavera Árabe de 2011 (otra primavera frustrada) en la cuenca sur del Mediterráneo, pero ahí siguen en esa lucha por el poder que nunca acaba. De Oriente Medio solo nombrar Palestina o Siria da escalofríos, porque es solo la punta del iceberg. Ahora arde la yesca en el polvorín que es Jerusalén. Detrás, los grandes intereses energéticos y de control de las materias primas. Luego dicen que uno exagera cuando señala que Occidente tiene gran parte de culpa de lo que ocurre en lo que ahora llaman países en vías de desarrollo, sobre todo en África, un continente que es origen de la Humanidad (ahora dicen que tal vez no), y que puede ser el principio de su final.

 

Esa especie de vuelta atrás no pinta bien, pues parece ser una tendencia en la que se mezclan libertades e inquisiciones. No le hacíamos caso hace unos años a lo que entonces nos parecía un disparate, pero ahora es casi cotidiano, hasta que a alguien se le ocurra convertirlo en ley. Nos parecía una boutade que el líder de Turquía, en su afán por guardar la moral pública (su moral), dijo que una de las causas de la degradación de las costumbres es que las mujeres ríen en público. Es decir, la risa es inmoral. Pero no miren tan lejos y a otros credos religiosos; en nuestra sociedad patriarcal y cristianísima, hasta no hace mucho uno de los signos de decencia en la mujer era que no riera.

 

Por suerte, las mujeres turcas respondieron con fotos suyas riendo, que poblaron las redes no solo de Turquía, sino de todo el planeta. Fueron valientes, porque no olvidemos que viven en una sociedad en la que todavía se toleran y a veces hasta se aplauden los llamados crímenes de honor (una mujer puede ser asesinada por su padre o su hermano porque ha sido violada, ya no es pura y eso deshonra a los varones de la familia).  No sé qué ha pasado con la sonrisa de las mujeres turcas, pero hay que reivindicar la risa como terapia, y en este caso como bandera de libertad. Es que estos retrógrados machotes encima son tontos, porque se privan de la indescriptible belleza que desprende la risa de una mujer. Abril nos asista.

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¿Aconfesionales, laicos o revueltos?

 

Para evitar conclusiones inexactas, hay que recordar que en la Constitución de 1978 (Artículo 16.3): “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Es decir, se tienen en cuenta todas las creencias pero expresa claramente que se mantienen las relaciones sobre la Iglesia Católica. Lo que significa, entre otras cosas, que hay trato especial que, encima, se refuerza con acuerdos con el Vaticano, pues no olvidemos que el Papa, además de jefe de La Iglesia es jefe de Estado.

 

Por eso se dice que España es un estado aconfesional, que a menudo confunden con estado laico, término que la RAE parece tener claro: «Independiente de cualquier organización o confesión religiosa». El laicismo por su parte es una doctrina que defiende la clara separación del Estado de cualquier religión, y la laicidad es el concepto en sí mismo. Si lo miramos bien, en el Occidente cristiano hay pocos estados laicos pura sangre, por no decir ninguno, puesto que hay costumbres seculares que inciden en la forma de vida de la gente, sea creyente o no. Para empezar, el monarca inglés también es la cabeza de la Iglesia Anglicana. El ejemplo más claro es La Navidad, que forma parte del calendario colectivo y aun del personal. Y hay otras costumbres que enganchan con el santoral o el calendario cristiano, como los carnavales, que dependen de las fechas en que se celebre cada año la Semana Santa, y hasta Halloween tiene cierta relación porque empata con el Día de Difuntos, aunque provenga del mundo celta, pero ya sabemos que La Iglesia ha ido adaptando a sus celebraciones muchos ritos paganos. De todos estos países, España es uno de los más alejados de lo que sería un estado laico, porque gran parte de las celebraciones y costumbres populares de marcado cariz etnográfico se relacionan casi siempre con la festividad de una virgen, un santo o una tradición evangélica o eclesiástica: Sanfermines, El Rocío, el Camino de Santiago y casi todo, incluyendo romerías, vigilias y festivales de toda índole.

 

Por eso, La Iglesia se envalentona e interviene en asuntos civiles, sean relativos a la enseñanza, a la salud o a las costumbres. No se pudo cuadrar el nuevo calendario laboral en el asunto de los puentes porque no hubo consenso con la Conferencia Episcopal, y esto nos retrata claramente como una sociedad que, por mucha que se diga contemporánea, no lo es; o habría que preguntarse de quién somos contemporáneos, porque ya solo falta que en lugar de leyes parlamentarias nuestro ordenamiento jurídico se base en bulas, encíclicas y concilios. Menos mal que el Tribunal Constitucional hizo valer en su momento la ley civil sobre presiones religiosas en lo del matrimonio entre personas del mismo sexo. Se olvidan que Jesús expulsó del templo, látigo en mano, a los mercaderes (Jn. II, 13-22), y cualquiera puede conocer el patrimonio y las actividades de La Iglesia española y sus privilegios, pero esa es otra historia.

 

 

Por eso traigo a colación el diálogo de don Virgilio, un librepensador, y doña Asunción, una mujer creyente y devota:

 

– Ando confundida con tanto famoso en los actos de la Semana Santa andaluza.

 

– No se extrañe, Señora, para muchos es religión profunda, pero para la mayor parte de la gente es tradición, como aquí la romería del Pino o el cordón de San Blas.

 

– ¿Quiere usted decir que esas personas no son creyentes?

 

– Dios me libre, eso sólo lo sabe cada cual; quiero decir que pertenecer a una cofradía, acudir a las procesiones o repetir letanías en público puede ser religión o tradición, o las dos cosas.

 

– Es que me resulta contradictorio que aparezcan con capirotes toreros divorciados y «arrejuntados», personajes que han saltado a la fama por sus andanzas erótico-festivas y hasta un actor que viene de Hollywood a servir de costalero. Y luego no tengo noticia de que vayan a misa.

 

– Es lo que le digo, doña Asunción, cumplen con la tradición, y la Semana Santa es una fiesta como la Feria de Abril, Los Carnavales o La traída del agua en Lomo Magullo.

 

– Pero es que estamos hablando de unos ritos que son los cimientos de la religión católica.

 

– Mire, señora, los pueblos suelen asimilar lo festivo con lo religioso, y al revés, y pobre de aquel que sea crítico. Un ejemplo de eso es la zapatiesta que se montó cuando el ya desaparecido novelista Alfonso Grosso escribió Con flores a María, una novela en la que venía a decir que la romería del Rocío era pura hipocresía.

 

– ¿Y lo es?

 

– Es lo que trasciende de la novela. ¿Ha oído hablar de la etnografía?

 

– Déjese de palabrotas, don Virgilio, que a mí, que como usted sabe son muy religiosa y devota del Cristo de la Sala Capitular, se me abren las carnes cada vez que veo famosas y famosos de la prensa del corazón, duquesas y baronesas con pedigree, y misses con peineta y mantilla detrás de un Nazareno o una Dolorosa.

 

– El asunto es complejo, y no se despacha solo con lo de la hipocresía.

 

– Es que me choca ver a Antonio Banderas con vestidura talar, cantando un himno a la Virgen que él mismo compuso. No sé si eso es tradición o religión, pero no me cuadra.

 

– Pero a lo mejor a él sí, qué sé yo, deje a la gente que viva a su manera, ya que todos reivindicamos respeto. Tampoco creo yo que pretendan ser ejemplo de nada.

 

– Y que conste que el Banderas me cae muy bien, es tan buen chico y tan guapo…

 

– ¡Acabáramos, doña Asunción, acabáramos!