Publicado el

El baifo rojo y la eterna siesta

Un conferenciante leía su ponencia en un congreso, a la hora de la siesta y en medio de la desidia de unos congresistas en plena digestión, aturdidos algunos hasta el sueño. El ponente había trabajado mucho y se esforzaba en hacer un buen discurso, pero se daba cuenta de que sus palabras sólo conseguían mecer el sopor de quienes asistían, pero no escuchaban. Estimaba que su parlamento era brillante, pero eso daba igual, pues nadie lo atendía. Como no estaba dispuesto a que su trabajo se fuese por la alcantarilla, paró en seco y declamó como un actor de la vieja escuela: «Hay un baifo rojo en mi maleta». Al escuchar semejante frase, los congresistas despertaron, y no se perdieron ni una sola palabra del resto del discurso del ponente. No sé si porque realmente su ponencia tenía el nivel que él suponía o por complejo de culpabilidad al no haber sido atendida, el conferenciante recibió al final una gran ovación.

En Canarias ocurre algo parecido en el mundo de la cultura. Da igual lo que ocurra, no importa lo que se diga o se haga, la siesta permanece. Al contrario que en el congreso de mi relato, si en maleta hay un baifo rojo, es cosa suya, nadie dirá lo contrario ni preguntará quién lo metió y para qué. Se repite constantemente el mismo sonsonete sobre un limitadísimo número de asuntos, y siempre se dice lo mismo, sin pararse a analizar lo que dicen, que es lo mismo que se ha dicho siempre.

Veamos algunos de estos asuntos. Uno: Canarias es tierra de poetas, la narrativa vino después. Otro: El indigenismo fue una corriente pictórica de gran fuerza en Canarias. Otro más: Tal personaje (léase Galdós, Clavijo, Kraus…) paseó el nombre de Canarias por el mundo. Más todavía: Agustín Espinosa nos revela la obra del pintor Jorge Oramas en su texto Media hora jugando a los dados. Y hay muchos lugares comunes más que se repiten sin filtrar, sobre Gaceta de Arte, Néstor Álamo, Saulo Torón, La Ilustración en Canarias… Inacabable.

De vez en cuando, alguien grita que hay un baifo rojo aquí o allá, es decir, trata de poner las cosas en su sitio, pero nadie despierta de la siesta mecida por «el sonoro Atlántico» de Tomás Morales, esdrujuleador donde los haya, ¡voto a Cairasco! Y nadie dice sí, no, o que caiga un chaparrón. O se despiertan y se dan la vuelta, porque el silencio es el castigo perfecto para quien osa excavar en los cimientos del quiosco que se han montado y que los convierte en glorias imperecederas.

La polémica no existe, y cuando algo lo parece no lo es, porque no se habla de conceptos ni se argumentan razones literarias, artísticas o científicas, se ataca a la persona, como los abogados listillos de las películas americanas para desautorizar a los testigos. Si alguien dice algo consistente, la respuesta no es un argumento en contra, sino una descalificación personal, cuando no un insulto. Y eso no es debatir ni polemizar, es una pelea de portón de sainete zarzuelero.

Y, mira por dónde, hoy traigo unos cuantos baifos rojos: Canarias es tierra de poetas. Sí, pero menos. Hay poetas, pero los grandes no superan en número al de narradores. Con decir Galdós, bastaría para arrasar con sota y mala, pero hay muchos más, y buenos, pero, no sé si porque Valbuena Prat sólo se ocupó de los poetas o porque creen que la narrativa fue inventada en Canarias en los años setenta, se mantiene la sentencia. Y en tiempos recientes, los narradores dan en canal al menos tanto como los poetas. Por seguir encontrando baifos rojos, diré que Pedro Lezcano es muy superior como narrador que como poeta.

En el indigenismo canario no concurren ni uno solo de los preceptos que para tal movimiento se explicitaron en el I Congreso Indigenista, celebrado en Ptátzcuaro, México, en 1941. Hay lavanderas, aguadoras y campesinos, que se parecen más a las figuras de Orozco, Siqueiros y Ribera que a nuestra gente. Y, además, no hay discurso ni propósito. Lo hay después, con Chirino, Millares y Dámaso, pero a estos no se les considera indigenistas.

Tampoco es verdad que los grandes nombres de nuestra cultura pasearan el nombre de Canarias, eso lo hacen los equipos deportivos en sus camisetas, porque la gente es más de donde vive, e incluso de donde muere, que de donde nace. Es que parece que Galdós pusiera en el comienzo de todas sus novelas «soy canario», o que Kraus, antes de cantar Werther en Viena, gritase lo mismo. En cuanto a Media hora jugando a los dados, fue escrito por Agustín Espinosa para Oramas, es cierto, pero habría servido para cualquier cosa. En realidad es un grito. Agustín Espinosa anuncia en el texto que será silenciado, y lo que hizo fue gritar que en el Círculo Mercantil de entonces había un baifo rojo. No es surrealismo, sino legítima defensa.

Publicado el

¿Qué podría salir mal?

 

El 25 de julio de 1975 se casaba por la iglesia una pareja a la que en realidad los papeles le importaban un bledo. Pero había que evitar contrariedades sociales e incluso laborales, pues en la ocupación docente del novio solían tener problemas quienes no circulaban por el redil establecido por un tipo bajito y antipático que se moriría cuatro meses después. La novia todavía estudiaba. Así que hicieron lo que les pareció más práctico.

 

 

Lo decidieron de golpe, dos meses antes de la fecha, que fue elegida al azar. No recuerdan si fue él o ella quién dijo que lo mejor era casarse y que los dejaran a su bola. El otro o la otra dijo que sí y preguntó cuándo, y la pelota fue devuelta con un «el día de Santiago». Informadas las familias, no se opusieron, ni argumentaron la juventud o las prisas, seguramente porque temían que hubiera gato encerrado, que no había, pero los novios dejaron que eso flotara en los prejuicios de la época y todo fueron facilidades, incluso contar con la iglesia donde celebrar la ceremonia, pues el párroco era hombre de mucha cercanía a la familia de uno de los contrayentes.

 

Suelen guardarse algunas prevenciones, por aquello de la mala suerte, que no debiera tener relación, pero ya dice el refrán que las costumbres se vuelven leyes. Pues se las saltaron todas o al menos las más conocidas. Juntos fueron a elegir y comprar el vestido de novia (el gran secreto) y el traje Gastby del novio (entonces muy de moda por la película de Robert Redford). Se suponía que el novio no podía ver a la novia el día de la boda hasta la ceremonia, pero como había que peinarla a todo trapo, lo hacía una profesional de fuera de la ciudad, y había que llevarla. Se complicó el asunto de los coches, hasta el punto de que fue el novio el que, finalmente, la llevó a la peluquería.  Es decir, contravinieron todas las reglas establecidas: vio el traje de novia en la tienda, vio a la novia (desayunó con ella) y su peinado el mismo día de la boda, y no hay acuerdo sobre si, además de un vestido nuevo y una medalla prestada, la novia llevaba algo rojo.  Además, había una ola de calor desaforada, como la de ahora mismo, ideal para moverse dentro de un traje con chaleco. Con estas precipitaciones, la ruptura de todas las normas y tantos inconvenientes, ¿QUÉ PODRÍA SALIR MAL?

 

Entre otras conculcaciones de la norma, la novia entró del brazo del padrino a los sones del Vals del Padrino (¿qué otro podría ser?) Ni Mendelson, ni Wagner, ni… banda sonora de Nino Rota), y salió ya con el novio mientras su amiga pulsaba en el órgano Candilejas, otra banda sonora, esta de Chaplin. La noche de bodas consistió en irse con un grupo de amigos a bailar canciones de Elvis y Demis Roussos en una discoteca de Las Canteras, hasta que cerraron. Y desde allí, al aeropuerto, en un coche que aquella noche rompió el silenciador del tubo de escape y sonaba directamente como un avión, y si no cayó una multa es porque, a aquellas horas, hasta la policía se había ido a dormir. Insisto, ¿QUÉ PODRÍA SALIR MAL?

 

Hoy, 25 de julio de 1922, siguen haciéndose la misma pregunta, a no ser que las pandemias, los incendios, las invasiones y este mundo de locura tenga algo que ver con que faltara algo rojo en el atuendo de una novia hace 47 años, si es que faltaba, que tampoco se puede certificar. Por eso, sin miedo a supersticiones seculares, siguen encomendándose a Elvis Presley, Demis Roussos y, por supuesto, a Nino Rota y a Chaplin.

Publicado el

Llegar hasta Sira Ascanio

 

Desde que alcanzo a acordarme, recuerdo oír el nombre de Sira Ascanio, siempre con admiración; tardé mucho en conocerla personalmente, aunque sí tuve acceso a su obra en exposiciones colectivas y alguna individual. Por entonces, a mediados de los años 80, solía escribir en las páginas de cultura de un recién nacido Canarias7.

CONVENTO ESPACIO CULTURAL DE GRAN CANARIA: FALLECE Sira Ascanio Gutiérrez,

Una de mis encomiendas consistía en reflejar la actualidad en las artes plásticas de toda la ciudad, y me la recorría casi todos los atardeceres para dar cuenta de las actividades en las grandes salas oficiales o en otras privadas, que iban desde la deslumbrante trayectoria de Marcela Yurfa hasta pequeños destellos aquí y allá, que ocupaban un espacio que muchas veces pasó de marginal a entrar en el cauce general de muchos artistas.

Consciente de que, dados mis conocimientos muy generales en artes plásticas, no entraba nunca en asuntos técnicos, hacía de pregonero anunciando que aquí y allá alguien mostraba su obra. Es evidente que unas me llegaban más que otras, y cuando alguna me golpeaba con mayor impacto, hacía breves lecturas sentimentales pero, por prudencia y respeto, nunca iba más allá. Además, como abundaban entonces las muestras colectivas, en un pequeño espacio periodístico no se podía hacer mucho, porque, aunque algunas respondían a líneas determinadas, cada artista tiene su propia impronta y, desde que haya dos, la muestra es heterogénea.

Así, di cuenta entonces de la irrupción en la vida pública de bastantes nombres que entraban en liza después de la muy aclamada generación del 70. Muchos de ellos vieron en esas cuartillas volanderas su nombre impreso en un medio por primera vez, unos han crecido y ya son referentes culturales, otros se han diluido por razones varias que tienen que ver con el talento, la constancia y, por qué no, el azar, que también juega.

Siempre tuve la sensación de que la obra de Sira Ascanio iría creciendo y por fortuna no me equivoqué. Por razones personales no empezó a andar artísticamente con su generación cronológica, y al darse a conocer en los ochenta muchos pueden asociarla a esa eclosión que hubo en toda España como reflejo de la Movida Madrileña, pero su obra nada tiene que ver con modas; nos llega porque sale de dentro, no hay barnices ni vientos que empujen la velas. Es ella. Cada vez que me enfrentaba a una nueva obra de Sira tenía que subir un escalón para alcanzarla, porque no temía meterse en retos, pues el miedo artístico no iba con ella.

Y sin conocerla personalmente porque nunca dimos con el amigo o la amiga común que nos presentara. Como a veces coincidíamos en algún evento, nos decíamos hola y cada uno seguía su camino. Quienes me conocen saben que mi timidez puede a veces resultar enfermiza en las distancias cortas; luego ya no, pero siempre me cuesta entrar en un nuevo espacio.

Un día fui invitado a dar una charla-coloquio en la biblioteca de CAAM, que estaba aún en sus primeros años.  Entre las personas asistentes estaba Sira. Cuando acabó el acto se me acercó y lo más suave que me dijo fue que yo era muy distante y prepotente, que ponía un muro entre mí y la gente. Se quejaba de que no había forma de hablar conmigo, porque, según ella, tenía el don de desaparecer sin que nadie supiera por dónde o hacia dónde.

Es posible que así fuera entonces, que esa fuese la impresión que daba, pero desde luego no era por prepotencia, era por timidez y pánico escénico que experimento en medio de un salón concurrido, y que sin embargo no me ocurre cuando estoy en una tarima, seguramente porque este que habla, como ahora, es en cierto modo un actor que interpreta un personaje. Es algo muy raro, pero que al final fue el comienzo de una gran amistad que duró siempre, porque creo que, en cierto modo Sira también era así, al menos hace 35 años, porque luego uno aprende incluso de los defectos. De todas formas, entonces imponían mucho las figuras de la cultura muy consagradas, y recuerdo atravesar una sala que se me hacía interminable sorteando corrillos que se formaban alrededor de Chirino, Gallardo, Lola Masieu, Padorno…

Esa sencilla timidez que también acompañaba a Sira, hacía que cuando tenía que expresarse por necesidad, lo hiciera a borbotones. Era como una riada ocasionada por una presa de hormigón que se rompía de golpe. Su obra es a la vez potencia arrasadora y sensibilidad extrema, como ella, una especie de contradicción que llegó y se fue a destiempo, y que seguirá aquí porque su obra es un grito contra el miedo.

Una vez me dijo en una entrevista: «Pinto el Atlántico, a veces, pero no es mi obsesión artística, ni siquiera es algo que repita con frecuencia; me atrae más lo inamovible, lo permanente, las cosas inmutables, aunque sea en apariencia, y el océano es todo lo contrario, siempre en constante movimiento, siempre distinto». Pues aquí queda la obra de Sira, como un pilar granítico.