El baile de San Pascual
Hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, en Gran Canaria se seguía una tradición, que era que cada 17 de mayo se festejaba a San Pascual Bailón, un franciscano aragonés del siglo XVI, que pasó gran parte de su vida en la zona de Castellón, y murió en la fecha antes señalada en la población de Villarreal. No es objeto de estas notas hacer panegírico del santo, pero sí que procede comentar algunos detalles, puesto que la vida de un fraile piadoso y luego santificado por milagrero no tiene relación alguna con Canarias, y sin embargo es una referencia etnográfica en varios siglos de nuestra historia popular. Es más, que yo sepa, no hay una sola parroquia, al menos en Gran Canaria, que esté dedicada al santo, por lo que resulta muy extraño y curioso que su nombre forme parte de nuestro folclore con grandes letras, como uno de los principales en el listado de los motivos para celebrar Bailes de Taifas, llamados también Bailes de Cuerda o Bailes del Candil, según en qué isla.
Sabemos que San Pascual Bailón se llamaba así por su apellido, y algunos aseguran que cuando rezaba, a veces se ponía tan alegre que se ponía a danzar, y pudiera ser que lo de Bailón fuese por ello un apodo, aunque parece ser que realmente se apellidaba Bailón. Es muy celebrado en Villarreal (Castellón) hasta el punto de que es el patrón de la ciudad, y hay muchas leyendas a su alrededor, y algunas verdades terribles, como que su tumba fue destruida durante la Guerra Civil, y que los vecinos lograron reunir parte de sus restos y algunos elementos de su uso personal en vida que se guardaban, de tal modo que hoy existe una tumba a su nombre con esos restos dispersos, reunidos después de la guerra, y hasta se le ha hecho una gran capilla alrededor de su tumba que fue inaugurada en el Cuarto Centenario de su muerte en 1992, cómo no, el 17 de mayo.
Seguramente las hay, pero yo no he encontrado referencias de cómo se llegó en Canarias a instalarse la costumbre de celebrarse un baile de baile de taifas con características especiales cada 17 de mayo, y ocurría en todos los pueblos y caseríos, y hasta en las cuarterías de aparceros del tomate, que venía a coincidir con las últimas recolecciones de la zafra, pues las exportaciones se cerraban el 31 de mayo. Tengo memoria de haber asistido en mi infancia a varios de esos bailes, que eran casi un rito sagrado, que se entroncaba con la religión, con maestro de ceremonias y sacerdotisa, que solían ser en la aparcería el capataz mayor y una mujer anciana con predicamento social, y se celebraban en el almacén de empaquetado. Es evidente que yo miraba desde un rincón, junto con el resto de la chiquillería, pero la solemnidad impresionaba. Todo esto desapareció con la llegada del baile diario de las discotecas y la generalización de las verbenas de pueblo y el nacimiento de orquestas que recorrían la isla, sobre todo en los veranos de las fiestas mayores.
Tanto me impresionó aquel rito, que usé ese momento mágico como soporte literario para mi novela corta El baile de San Pascual (2008), y de ella extraigo uno fragmentos para dar una idea de cómo era ese gran acontecimiento social, o al menos como yo lo recuerdo:
“…Apenas el sol se hubo puesto detrás de la última cresta del volcán que dormitaba hacia poniente, linternas, hachones y faroles de palmatoria convergían en el baile. No había tanta oscuridad como para llevar lumbre, pero el ir acompañados de una luz también formaba parte del rito. Al llegar al almacén, cada luminaria era colocada cerca del improvisado altar hasta que se consumía el pabilo o se agotaba la pila eléctrica. Era un homenaje a la Virgen de la Candela, junto con la flor que colocaban a los pies del crucifijo. San Pascual Bailón, en su estampita diminuta, se conformaba con los reflejos que le sobraran a Nuestra Señora y el aroma de las giraldas silvestres que se amontonaban ante el Cristo…”
“… Hasta las doce menos cuarto era un baile normal: una bandurria, un laúd, dos guitarras y excepcionalmente un acordeón y un violín si había que festejar a San Pascual Bailón…”
“…Cuando el capataz sopló la firria metálica que siempre llevaba colgada al cinto como emblema de su cargo, el sonido agudo del artilugio paró en seco a las parejas que bailaban. Cesó la música y los jóvenes se agruparon a un lado de la explanada, frente a donde las muchachas se arracimaban nerviosas. Otra vez Bernardo, en su función de maestro de ceremonias de aquel protocolo, sopló su silbato y los hombres tocados se quitaron el sombrero. Hizo una señal a la anciana para que oficiara de sacerdotisa en aquella ceremonia tan vieja que nadie recordaba su principio. La anciana se acercó al altar en el que ya se habían consumido los hachones, parpadeaban los debilitados voltios de las linternas y permanecían incólumes las llamas de las velas. Se persignó y rezó una oración a San Pascual Bailón. Los hombres se sentaron en la primera fila de las gradas y las mujeres se agolpaban en grupo cerca de la puerta.
A un nuevo sonido de la firria del Capataz, la anciana puso una vela delante de la estampa de San Pascual Bailón y le ató un lazo azul en su mitad. Hasta que la vela se consumiera hasta el lazo, serían las mujeres las que sacarían a bailar a los varones. Un nuevo movimiento del arco puso en atención a los tocadores, que esperaban el nuevo pitido de la firria de Bernardo.
Púa en mano, el bandurrista miraba al capataz. Sonó por fin la señal y el hueso triangular tremoló sobre las doce cuerdas del punteo. El pabilo ardía; el lazo azul resaltaba sobre el blancor amarillento de la vela. Enseguida entraron las guitarras bordoneando; tipleaba la bandurria; sonaba el laúd en un discreto segundo plano mientras el acordeón llenaba los vacíos con su fuelle permanente. El violín presidía. Ya sonaba la mazurca centroeuropea y aristocrática, aclimatada a la pobreza. Desde que la más decidida sacó a bailar a su elegido, empezó a llenarse la pista de parejas danzando…”
Y ese día era siempre 17 de mayo, cayera en martes o en domingo, y San Pascual Bailón se ha desvanecido de nuestras costumbres con el mismo misterio con que apareció.