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Pegasus y las reglas de los espías

 

El trabajo de un espía de novela (y película) es muy ingrato, porque salva a su país o al mundo si se tercia pero nunca recibirá honores oficiales y casi nunca llega a saberse que una sola persona consiguió evitar una gran catástrofe. ¿Qué reglas siguen? Ninguna, trabajan en la sombra y hacen lo que sea necesario para conseguir o bloquear una información importante, y habría que preguntar por los detalles a  novelistas como John Le Carré,  Ian McEwan, Graham Greene, Agatha Christie o Ian Fleming, el creador del Agente 007; no nos van a decir gran cosa porque, o están muertos o saben más de lo que dicen, porque alguno de ellos formó parte del espionaje de su país durante la Guerra Fría.

 

 

Cuando hablamos del espionaje español, casi siempre nos da la risa, porque las historias que se cuentan suelen recordar a los disparates alrededor de la red TIA, de los cómics de Mortadelo y Filemón. Claro que, España, como todos país, cuenta con redes de información que trabajan en silencio, siempre, por supuesto, velando por la seguridad nacional, esa expresión que lo justifica todo. También está lo que se cuenta (no sé si real o parodia) de que, en los años 80, unos señores  se presentaron en el ministerio de Defensa de Argentina como miembros del espionaje español, para recabar información sobre los misiles Exocet que los argentinos había utilizado con cierto éxito en la Guerra de Las Malvinas.  ¿Se imaginan? Que somos espías españoles y veníamos a buscar información. Tiene más pinta de chiste que de realidad, pero es así como el cachondeo popular suele ver a este ente que se supone debe ser  discreto, aunque hay historias de exhibicionismo pues alguien que andaba manejando mucho dinero de fondos reservados jugaba fuerte a la ruleta en un casino vasco.

 

Y ahora se arma la mundial con el caso Pegasus. Según las reglas de los novelistas antes citados, vale todo con tal de conseguir información o manipularla para confundir al contrario.   ¿Es que Francia no rebusca en las trastiendas de los independentistas corsos o las posibles redes del terrorismo islámico?  Eso siempre es guerra sucia, y admitir que existe un entramado de espionaje, que eufemísticamente suelen llamar «servicios de información», es reconocer que se suelen saltar las vallas, porque eso siempre es guerra sucia, lo llamen como lo llamen o lo justifiquen como factor que trabaja en favor de la democracia. Y el ejercicio de hipocresía generalizadas es que se echan manos a la cabeza  invocando la democracia, quienes hacen exactamente lo mismo cuando tienen poder. Es un atentado contra la libertad y la democracia, pero irrita mucho que empiecen a tirar piedras los que han cometido y cometen el mismo pecado. La única seguridad democrática es la transparencia.

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El respeto a la muerte

 

Hace muchos años, era frecuente que se viajase a Hispanoamérica a realizar una especialidad médica, por razones que desconozco, que bien pudiera ser que el embudo del MIR aquí era muy estrecho o bien que hubiera alto prestigio en determinados hospitales de allá. El caso es que entonces, a través de un amigo común, hablé mucho con dos doctoras que habían tenido esa experiencia, y lo que más me sorprendió es que habían constatado que en Europa la vida se valoraba muchísimo, y la medicina y la cirugía se andaba con pies de plomo antes de aplicar tratamientos o realizar operaciones, mientras que en los hospitales en los que ellas habían trabajado en Buenos Aires se entraba a saco, y ya se vería luego cuál era el siguiente paso. La conclusión a la que llegaban era que la mortalidad quirúrgica era mucho mayor allá, y la sociedad lo tenía perfectamente asumido.

 

 

Aunque las grandes ciudades latinoamericanas son comparables en adelantos tecnológicos con las europeas, lo que probablemente hacía que la muerte se enfrentara con una naturalidad que a nosotros nos parecía excesiva (cuando no escalofriante) era la historia como naciones en las que ese espíritu pionero forjó un ADN colectivo que tenía claro que a menudo había que jugársela, y a veces se perdía. Y aunque la mayor parte de aquellas naciones se construyeron desde el catolicismo español y portugués, con grandes inmigraciones italianas en el Cono Sur, el sustrato aborigen se metió en la conciencia colectiva, aun cuando, en algunas zonas hubo feroces exterminios de indígenas. Como diría irónicamente Manuel Picón en su trabajo Caraballo mató un gallo, “los indios metían mucho ruido y no dejaban dormir. Hubo que degollarlos; algunos murieron”. Murieron indios en diversos genocidios, pero incluso ahí, permaneció su idea de que la muerte es un elemento más de la vida.

 

En estos días, ha saltado la noticia de que se ha detectado en el Reino Unido (ya ha viajado a otros países) un adenovirus que ataca al hígado de niños menos de 10 años, y la OMS ya cuenta 170 casos en todo el mundo. Es muy grave y todavía no está claro en las informaciones que llegan que tenga algo que ver con la covid, por lo cual hay todavía mucha confusión. Hace unos años, cuando se trajo a España a un misionero enfermo de ébola y luego hubo un contagio en una enfermera que lo atendió, se armó un follón mediático considerable, y todos estuvimos pendientes de la evolución del misionero evacuado, y de la enfermera contagiada. Y aquello pasó, y cuando nos ha llegado la covid hemos contado los muertos a miles, y tal vez esa constatación de la facilidad con que se puede perder la vida nos ha hecho perderle el miedo a la muerte o al menos tratarla como algo que forma parte de lo cotidiano. Tal vez por eso ahora sea posible que vivamos con precaución, pero sin restricciones, con cifras con las que hace tan solo un año se detenía por decreto el funcionamiento de la sociedad. El peligro no ha cambiado, pero sí la percepción que tenemos de él.

 

Lo que sí debieran tener en cuenta quienes tienen conocimiento y responsabilidades políticas o sanitarias, que ese respeto por la vida que antes teníamos es algo que deberíamos recuperar, porque la vida es un bien único y no podemos jugárnosla cada día, a ver quién saca más rápido el revólver, por un tramposo trío de sietes, como los buscadores de oro del Klondike o del río Sacramento californiano. Cuando alguien así habla para los medios, debe pensar en la sensibilidad de sus posibles oyentes, porque he oído decir, de boca de responsables supuestamente cualificados, que tampoco es para tanto, que solo ha muerto un bebé en el Reino Unido. Estadísticamente es un dato positivo, pero habría que ponerse en el lugar de la madre y el padre del bebé fallecido, para ellos es como si el planeta se hubiera partido en dos.

 

Así que, cuidado, investigación, socialización y todo lo que quieran. La muerte es un hecho que forma parte de la trayectoria de los seres vivos, sea un vegetal, un animal o un ser humano, tal y como se definía en los manuales de las viejas enciclopedias (nacen, crecen, se reproducen y mueren), pero precisamente por eso merece respeto y sensibilidad.

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Ah, sí, Día del Libro

 

Como andamos por las inmediaciones del 23 de abril, se supone que toca hablar del Día del Libro, y se me ocurren algunos senderos que finalmente conducen todos a la conclusión de que la realidad tampoco es para tirar voladores.

 

 

Desde hace unos años también es Día de los Derechos de autor. Reivindico a quienes escriben, que durante siglos han mantenido encendida la luz del pensamiento y del idioma. A nadie se le ocurre que no cobre el que vende el papel, el impresor o el librero, porque es su medio de vida, pero se echan manos a la cabeza cuando quiere cobrar quien escribió el libro. Y he oído muchas veces frases que vienen a demostrar el poco aprecio que se tiene por la cultura, poco menos que hacen un favor al escritor cuando lo leen. No hagan favores a los escritores, lean lo que les plazca, pero no debe olvidarse que eso lo escribió alguien y a él o ella se le debe. Ya dijo Machado: «Al cabo nada os debo, me debéis cuanto escribo».

 

 

En teoría, la literatura escrita en Canarias debiera estar saltando de regocijo, porque en la primera mitad de cada año hay tres celebraciones que tendrían que ponerla en el ojo del huracán y en los escaparates de las librerías. Cada 21 de febrero se celebra el Día de las Letras Canarias, una fecha que se puso ahí hace ya unos años porque es el aniversario de la muerte de Viera y Clavijo, para hacer visible lo que se escribe en Canarias. Luego viene el 23 de abril, el Día del Libro, por aquello de aniversario de la muerte de Shakespeare y Cervantes, el día que debe relumbrar nuestra lengua y se entrega el premio máximo del español que lleva el nombre de don Miguel, y que en Canarias se limita a una firma apresurada de libros de algunos escritores. Finalmente, de ahora hasta junio, las ferias del libro. No será por falta de fiestas oficiales dedicadas al libro.

 

Una fecha como el 23 de abril no sé si pasa con pena, pero sí estoy seguro de que transcurre sin gloria. En realidad, no ocurre, no tiene lugar, no sucede, no se da, no acaece, no sobreviene… (no sigo porque me da pereza levantarme a mirar del diccionario de sinónimos). El Día del Libro, como el anterior de Las Letras Canarias y los que siguen de las Ferias del Libro pasan sin existir, atravesando un bosque de indiferencia general de los responsables públicos, libreros empeñados en colocar torres de historias de vampiros o de conspiraciones masónicas y un sentir colectivo de mirar a quien escribe como un caradura mendicante que molesta.

 

Es lógico, ninguna de las personas que escribe en esta tierra ha marcado goles en el Mundial o en la Eurocopa, no canta en un grupo musical eurovisivo ni presenta un espantoso programa de telebasura. Es que la gente que escribe en Canarias ni siquiera se toma la molestia de apuntarse al casting de Supervivientes, y así no hay manera.

 

Tal es la atonía y el desinterés, que en una pasada edición de la Feria del Libro este periódico pidió a siete libreros que exponían en el parque de San Telmo que recomendasen siete libros cada uno. Es evidente que hubo coincidencias en algunos títulos de moda, pero de las cuarenta y nueve posibles respuestas hubo ¡solo una! que recomendaba un libro escrito en Canarias, y era Faycán, de Víctor Doreste, un clásico, nada de un escritor vivo. A la conclusión que se puede llegar inmediatamente es que en Canarias no hay escritores vivos, que el último poeta del que se tiene noticia es Andrés Sánchez Robayna, y que después de los narradores de los años setenta hay 40 años de silencio narrativo absoluto.

 

Por lo tanto, he descubierto que en Canarias hay mujeres y hombres que aún respiran y escriben. Si queremos crecer colectivamente debemos apostar por nuestra literatura, la clásica y la actual, porque es fundamental para el avance de Canarias como sociedad.