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Los comportamientos tribales

 

Hay una vieja muletilla que dice de alguien que viene más «apurao» que marzo, porque tiene que recuperar el tiempo de un febrero gandul que solo tiene 28 días. Y también se habla popularmente de febrerillo loco, referido al tiempo meteorológico, que también reza que «en febrero, un día malo y otro bueno». Y si febrero es loco, este año se ha lucido y cumplido con exceso su fama. En cuanto al tiempo meteorológico nos ha dado demasiada calima, y ahora las tormentas atlánticas ya tienen nombre y, a veces, se convierten en galernas que llegan a la costa francesa del Golfo de Vizcaya.

 

 

Marzo, el “apurao”, está recogiendo los platos rotos por febrero, que este año se ha lucido, pues si el covid ha generado muchos cambios en todo el mundo, la guerra de Ucrania ha dejado pequeña a la pandemia. Si empezábamos a ver la luz al final del túnel de dos años terribles y estábamos esperanzados con el futuro, empezando por el primer mes de la serie en el mundo antiguo (marzo era el primer mes del año), nos ha traído justo lo contrario del sosiego que esperábamos. A Julio César le dijo un ciego en la escalinata del Senado romano “cuídate de los idus de marzo”, pero nadie nos anunció de lo que febrero iba a dañar a marzo y a todos los meses siguientes.

 

Ingenuamente nos preguntamos por qué esta guerra en Ucrania nos preocupa tanto y nos hemos acostumbrado a que haya masacres parecidas en medio planeta. Es muy sencillo, porque es nuestra Europa, y ya hemos visto cómo un conflicto en una pequeña parte del mapa afecta a todo el continente e islas periféricas. Si le ocurre una desgracia a alguien a quien no conocemos y que vive en la Cochinchina, lo sentimos como personas civilizadas pero no nos afecta lo mismo que si esa persona es de nuestra familia, es nuestro amigo o simplemente es el vecino de al lado. En el segundo caso actuamos con celeridad para ayudar, porque nos vemos en ese espejo.

 

Y es que no son comparables las complicaciones políticas y económicas (esperemos que no más allá) que tiene para nosotros lo que le pasa a un país que tiene un sistema de vida parecido al nuestro y que puede incidir en nuestra cotidianidad (de hecho ya nos está afectando), y hace que se pongan en funcionamiento (propaganda interesada aparte) mecanismos de supervivencia de la tribu, el grupo o la alianza a la que pertenecemos. Y hasta nos han señalado al culpable, porque es habitual escuchar en los noticiarios llamar “la guerra de Putin”, al conflicto. No justifico que estos comportamientos colectivos sean diferentes (mejores) a los evidenciados en otras catástrofes humanitarias sean así, solo trato de explicar el mecanismo.

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La ciega pereza de Europa

 

El 27 de febrero de 2011, escribí y publiqué este texto:

 

“En los últimos 50 años, Europa ha vivido la etapa más próspera de su historia, y se ha creado la idea de que siempre fue así, que las calamidades y la miseria solo sucedían en otros continentes, y que en Europa había dificultades cuando las naciones entraban en guerra o la asolaba la peste, el cólera o una catástrofe natural como el terremoto de Lisboa. No es verdad, Europa es un continente muy castigado por todo tipo de desgracias. Desde la época de los romanos, los europeos se han peleado por fronteras, religiones y etnias. Queda esa sensación de que es la cuna de la civilización occidental, pero también lo es de los genocidios y la intolerancia. Como dato, en la hoy próspera y ejemplar Austria, que fue durante los dos últimos siglos un centro generador en muchos aspectos (político, intelectual, científico), después de la II Guerra Mundial y hasta bien entrados los años cincuenta hubo una hambruna, hasta el punto que muchos niños fueron evacuados a otros lugares de Europa para que comiesen tres veces al día. El Reino Unido también pasó hambre por esa época, y ni en Francia o Alemania se vivía prosperidad. Sobra hablar del sur de Italia, de Grecia, España y Portugal, porque sabemos cómo fueron aquellos años terribles. Europa está perdiendo una oportunidad de oro en estos momentos, y los errores que hoy se cometan (por acción u omisión) pueden traer consecuencias futuras no deseables. Así que, no creamos que Europa está vacunada contra los desastres, pero al contrario que otros lugares con menos recursos, tiene la ocasión de evitarlos, y para ello hace falta una generación de políticos, empresarios e intelectuales que dé la talla. Esa es la gran pregunta: ¿Los tenemos?

 

 

No hacía falta ser un historiador erudito ni, por supuesto, futurólogo, bastaba con sumar dos más dos (en este caso restar). En los manuales básicos de Filosofía explica claramente que toda causa tiene su efecto; por consiguiente, salvo calamidades naturales, todo lo que sucede no es por casualidad, es por causalidad. Incluso algunas catástrofes que se tienen por imponderables de la Naturaleza, tienen su origen en actos anteriores, como ciertas inundaciones, incendios o sequías. El cambio climático acelerado que se nos echa encima es un ejemplo claro de ello. ¿Cómo es posible que esa oportunidad europea de la que hablaba hace más de una década no estuviera clara ante los ojos de las clases dirigentes de todo el continente y aledaños, con sus asesores, consejeros y especialistas en algoritmos que utilizan para todo, y podía vislumbrarla cualquiera? Bastaba con tener dos dedos de frente, pero por lo visto nadie los tenía (o no los usó) en el rimbombante Parlamento Europeo, en la Comisión Europea y en el Consejo de Europa. No solo no fueron capaces de sacar una conclusión básica con lo que estaba sobre la mesa, sino que caminaron en sentido contrario, y un ejemplo claro es el Brexit, que no es solo culpa de los británicos.

 

Los nacionalismos jugaron un papel definitivo en el enconamiento Londres-Bruselas (¿o debo decir Berlín?) Debido a su innegable potencial económico, Alemania influyó sustancialmente en las soluciones a la crisis financiera de 2008. La canciller alemana Merkel paseaba por el mundo un prestigio que no sé muy bien en qué se basaba, y a pesar de que era evidente, por los resultados, que las políticas deberían ir en sentido contrario para salir del bache (lo demostraba cada día Estados Unidos) ella tenía agarrado por el cuello al BCE y con las políticas de restricciones remachó el clavo. Este empeño, por ejemplo, no es ajeno a que Londres se sintiera con una mano atada (la otra era la libra, porque nunca entró en el euro), mientras Francia paseaba su Grandeur en la invisibilidad de Hollande y la incapacidad de Macron para capitanear el otro portaaviones de la economía continental y única potencia nuclear de la UE. Los demás nada podían hacer. Y así, Europa fue aminorando y languideciendo hasta que la despertó de su modorra un virus que, por fin, hizo que se pusiera las pilas, ojalá que no demasiado tarde.

 

Entonces la OTAN parecía estar escondida, y en la debilidad rusa, que aplaudía de dientes afuera, fue sumando al Tratado a países que hasta 1989 eran antagonistas desde el Pacto de Varsovia. Era una forma de humillar a Moscú. Europa tendría que haberse opuesto, pero una vez más tragó con las decisiones de Washington, y le reían las gracias a Putin cuando machacaba a Georgia o reforzaba al sátrapa de Siria. Ahí Europa perdió la oportunidad de plantarse y hacer su propia política de defensa unitaria, ya que el presupuesto militar de los 27 países que la conforman suma cuatro veces el de Rusia, ojivas nucleares aparte. Es dinero malgastado porque no hay una línea conjunta y cada uno va a su bola. Eso sale carísimo, y no solo en dinero.

 

Lo que se veía venir ya está aquí. Parece que hay unidad de Europa en este caso, pero siempre con la tutela de Estados Unidos. Lo triste que es hay unidad ante una guerra en el corazón del continente, pero lo deseable habría sido que no hubieran perdido el tiempo en nacionalismos y reproches Norte-Sur, o en arrasar económicamente a Grecia (por poner un ejemplo) y con una Europa unida y preparada. A Putin (que es un fanático sanguinario, pero no tonto) no se le habría ocurrido ni en sueños atacar Ucrania. Si lo vieron, son culpables de desidia y casi diría que de traición; si no lo vieron, la respuesta a mi pregunta final de hace 11 años es negativa: no hemos tenido dirigentes que supieran leer los vericuetos de la historia, algo tan obvio que hasta lo escribió hace once años un columnista ultraperiférico en un puerto insular de la Quinta Puñeta. Y ahora, a ver quién le pone el cascabel al gato. A mí no me pregunten.

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Vivimos una ficción

 

En la plasticidad básica en la que imagino el mundo, no sé ustedes, pero yo reparto papeles y personifico situaciones. No me refiero al mundo tangible de ciudades y naciones, sino a ese otro que incide casi más que el real pero que en el fondo es una gran ficción, por no insistir en lo de una gran mentira. Nos movemos por códigos, aunque no nos demos cuenta de forma cotidiana. Piensen si no en algo tan banal como el fútbol, en el que un gol decisivo puede cambiar la vida y el destino de muchas personas, sea por un ascenso, por un descenso o por lo que sea. El asunto es que el gol no es el balón, no es la raya que a veces traspasa, ni los tres palos que forman la portería. El gol es una ficción al tiempo que una abstracción, que consiste en que el balón traspase ese plano virtual que conforman la portería y la raya. Es una convención en la que quienes participan aceptan esa regla.

 

Autor de la foto: Esteban Rodríguez García.

 

El mundo es similar. Por un lado están los dirigentes de estados poderosos, que se relacionan con las grandes empresas, bancos y todo el entramado productivo y financiero, que a su vez también tienen dirigentes de cuyas decisiones dependen otras, que se encadenan y pueden cambiar la vida, o arrebatársela, a millones de personas. Pero esos dirigentes de toda laya se irán  y vendrán otros, con lo que nunca sabemos cuál es la causa eficiente que hace que se produzcan determinados hechos, a veces terribles. Rusia no es Putin y todo su entramado de poder; Ucrania no es un pensamiento colectivo que quiere pertenecer a la UE y la OTAN. En realidad son esos dirigentes políticos y empresariales que están de paso los que parecen decidir, pero desconocemos quienes empujan a hacer algo o deshacer lo otro. Con lo cual los estados, las empresas y los sistemas son una ficción que finalmente no sabemos quién controla.

 

Cualquier persona común y corriente sabe que, si le pone una bomba al vecino de abajo, cuando reviente el piso del vecino se derrumbará también el suyo. Salvo que esté loco, nunca pondrá esa bomba. Estoy seguro de que Biden, Jonhson o Macron no pulsarían el botón nuclear porque las defensas contrarias están diseñadas para que el golpe sea devuelto en un acto de suicidio colectivo incomprensible. Es obvio que Putin tampoco quiere desaparecer. ¿Por qué entonces tenemos tanto miedo a que nos estemos acercando al abismo nuclear? Seguramente porque ninguno de los nombrados ni otros de su calaña tienen la última palabra. Por eso da tanto miedo. Los sistemas políticos son ficciones imperfectas; todos tienen fecha de caducidad. En cinco mil años de historia conocida, todos han fracasado, incluyendo el capitalismo, que en lugar de aprovechar algunas cosas positivas que sin duda tiene, se ha lanzado a primar las más negativas, lo que, por implosión, lo conduce al desastre.

 

Quiero pensar que todavía queda algo de lógica racional en esas cabezas.