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Está de moda lo innegociable

 

Llueve sobre mojado, y hemos llegado a la globalización de la cabezonería como referencia diplomática. Es como si en todas las culturas, como aquí en el castellano antiguo, existieran la idea y la expresión “sostenella, no enmendalla”. Da igual que se esté equivocado o no, y aun a sabiendas de que se empecina en el error, los hidalgos del medievo mantenían la espada en alto, provocando duelos por tonterías, en los que a menudo había consecuencias letales, pero preferían morir defendiendo una certeza o un error, daba lo mismo. Se cuenta que no era raro que murieran ambos duelistas, porque con aquellas espadas un tanto primitivas, acertabas o acertabas, y aunque no tuvieran mucho filo, si una tizona caía sobre una cabeza, lo normal era que esta se abriera como un melón o que se partiera el cuello. Brutos, fanáticos, analfabetos y violentos hasta el punto de no apreciar su propia vida.

 

Una gran diferencia entre lo seres humanos y los animales consiste en que estos no tienen conciencia de la muerte, o al menos no en la dimensión humana. Cuando los animales salvajes de la misma especie luchan por controlar un territorio o por ser el elegido en época de celo, lo hacen por instinto, porque en su cerebro animal tienen programada esa orden, y no saben que aquella puede ser su última pelea. Los humanos somos animales, pero muy evolucionados, y se supone que la superioridad humana sobre el resto de las especies proviene de que pueden pensar. Pero es frecuente que esa capacidad quede anulada por el fanatismo, las costumbres de algunos pueblos, el orgullo malentendido o el ansia de poder. Entonces no funcionan logros humanos como son el pensamiento o el lenguaje, y es como si entrase en funcionamiento el modo animal que los humanos llevamos dentro. Porque el pensamiento, la cultura y el diálogo es lo que permite el entendimiento.

 

Dicen que quienes desconocen la historia están obligados a repetirla, aunque yo creo que, aun conociéndola, entran en un bucle salvaje y la única manera de entenderse con esas personas es darles la razón, con lo cual el diálogo es un intercambio de monólogos que defienden posturas inamovibles, porque se sacraliza el primer envite, y de ahí nadie se mueve. Cuando se produce esta sacralización, tanto sea de una situación evidente y razonable como de un error caprichoso, detrás surge la vanidad y el fanatismo, y aunque sea obvio que ese enfrentamiento puede dañar a ambos contendientes, ninguno da un paso atrás y al final es la gente corriente la que sale perjudicada por la soberbia salvaje de sus dirigentes.

 

Y esta locura recorre el planeta en todas direcciones, sea en cuestiones domésticas, sea en asuntos que complican a muchos países. Y ya no es la desfachatez de unos pocos, que los demás meten en vereda, es como un virus destructivo (mejor, autodestructivo) que afecta a todas las ideologías y a todos los estratos de cualquier índole. Ya los debates no acaban con una votación y a otra cosa, porque no hay debate. El mascarón de proa de cualquier asunto en el que haya dos partes enfrentadas es que cada una plantea de entrada que determinados temas no son negociables, y del otro lado de la mesa se responde con similar posición sobre esos u otros puntos. Así es imposible avanzar, en ninguna dirección. Es como si el cerebro de los dirigentes estuviera involucionando hacia más allá del tigre o el ciervo, acercándose a veces a lo reptiliano.

 

La infección tuvo como arranque el referéndum de independencia de Escocia 2014, que los unionistas de Cameron ganaron por los pelos. Envalentonado, en premier británico convocó otro referéndum en 2016 para salir de la UE; ¡oh, sorpresa! Con mentiras y manipulaciones triunfó el NO, y a pesar de que luego se demostró el engaño de los antieuropeístas, entre ellos Boris Johnson, el Brexit se hizo realidad porque su repetición no era negociable a pesar del claro perjuicio para todos, incluyendo a los británicos.  Los independentistas catalanes, para no ser menos, convocaron su propio referéndum en 2017, y desde entonces hay una especie de provisionalidad, porque cuando se acercan a una mesa, la autodeterminación es innegociable, para unos porque sí y para otros porque no. La lista de atrincheramientos entre PSOE y PP (uno y otro en gobierno y oposición) es inmensa, y hace daño a ambos, pero ahí siguen con lo mismo, y ahora lo que nos tiene en vilo es el asunto de Ucrania, donde para Putin es innegociable la ampliación de la OTAN y para la OTAN su libertad de hacer alianzas hacia el Este. Johnson cómo no, echa leña al fuego para ganar protagonismo británico, ya sin Europa, y Biden y Putin llaman al otro a la cordura desde la insensatez. Yo ni siquiera me molesto en cruzar los dedos, porque eso tendría muy poco efecto en mentes ensoberbecidas y con instintos reptilianos. Si no, los cruzaría.

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La sorprendente fortaleza de la seda

 

Como la fecha de San Valentín se nos echa encima, hablemos del amor.  Hace unos años habría dicho que la única condición indispensable para que avance una relación de pareja es que quienes la componen entiendan el amor de la misma forma. Ahora hay que andarse con pies de plomo, porque existen parejas abiertas con terceras relaciones o que incluso llegan a formar un mismo núcleo de convivencia con tres o más personas. Seguramente a unos les va bien, y a otros no tanto, porque siempre es más fácil entenderse en un diálogo que en una asamblea. Esto último también es discutible, porque las parejas-parejas a veces no consiguen caminar mucho tiempo por el mismo camino.

 

 

Todo esto de las relaciones abiertas se vende ahora como lo más de la modernidad, pero es tan viejo como el mundo, lo que salía a la luz solamente cuando estallaba el globo. De entre las tantas frases con olor a sentencia que salieron del genio de Oscar Wilde, hay una que suena muy graciosa pero que es el retrato de muchas situaciones; decía Wilde: «el matrimonio es una cadena tan pesada que, a menudo, hay que llevarla entre tres». Desde que el mundo es mundo, generalmente la mujer llevaba la peor parte, pero ese es otro tema, no menor, por supuesto.

 

Por eso, en vísperas del comercial Día de los Enamorados (y Enamoradas, supongo),  me gustaría que estas notas sirvieran de homenaje a las parejas de cualquier tipo que avanzan juntos sobre el tiempo, compartiendo, tirando o empujando, para conseguir que se pase, desde la imantada atracción física del principio, a una especie de nirvana, que se compone de complicidad, ternura y reciprocidad, que acaba siendo la plenitud entre las parejas que lo consiguen. El mejor deseo que puedo regalarles por San Valentín es que consigan esa pareja; si ya la tienen, que avancen en ese amor que, como la seda, no lo parece, pero es tan fuerte como para sostener el puente colgante de la vida.

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El azar, la tragedia y el albedrío

 

Durante siglos se ha dado mil vueltas a la idea de si las personas tienen escrito su destino y sucederá lo que haya de ser por designio, o si por el contrario los seres humanos pueden modificar la trayectoria de su vida, aunque a esto los anteriores podrán decir que hasta esas modificaciones están escritas en el aire del determinismo. Uno de los campos en el que más se habla de ambas cosas es en los tratados teológicos del cristianismo y en los propios Evangelios, en los que se repite con bastante frecuencia que hechos como el nacimiento de Cristo en Belén, la huida a Egipto o la residencia en Nazaret sucede “para que se cumplan las escrituras”, y esa misma frase sale de la boca de Jesucristo la noche del prendimiento en el huerto de Getsemaní. Por otra parte, desde los profetas del Antiguo Testamento hasta autoridades filosóficas posteriores como San Agustín, Descartes, Hobbes, Kant y otros, aluden a la libertad de elección, a favor o en contra, sea que el destino viene predeterminado o existe el albedrío de cada cual para hacer lo que considere oportuno, aunque tendrá que hacer frente a las consecuencias, buena o malas, que se generen a partir de su decisión.

 

 

Esta reflexión viene a cuento de la más reciente novela de Alexis Ravelo, Los nombres prestados, ganadora del Premio Café Gijón 2021. Pudiera ser al revés, que esta novela se produzca precisamente como consecuencia de este debate milenario en que el albedrío y el determinismo se entrecruzan en nuestra cultura judeocristiana, en la que la guarnición de este plato revuelto de mar y montaña supone una trenza en la que entran de forma tangente o secante casi todos los sistemas filosóficos y trabajos sociológicos, históricos o religiosos, sin que se haya producido ventaja notable de ninguna de las opciones, por lo que la cuestión inicial se va engordando y es probablemente una de las preguntas sin respuesta clara más cebada del pensamiento humano. Sin necesidad de ser consciente de que nos hacemos esa pregunta, está presente en el trastero de nuestra mente de manera constante, y lo curioso es que si alguien se decanta por una de las dos soluciones posibles puede reaccionar de manera tan diversa que incluso puede confundirse con otra persona que ve más clara la opción opuesta.

 

Alrededor de todo esto se mueven la culpa, la venganza y distintas obsesiones. Ravelo nos presenta unos hechos con apariencia de vida cotidiana, sin tremendismos ni espectaculares escenas, pero es un gota a gota que va envolviendo a quien desde la primera página empieza a hacerse preguntas leves: ¿Quién es ese chico que pasea por el bosque? ¿Qué le pasa? ¿Qué pinta un perro grande y amenazante, que luego es manso como un peluche? ¿O no?  ¿Y esa mujer? ¿Y ese hombre del bigote? Son muchas preguntas las que te atan al texto, y poco a poco va abriéndose el celofán, porque se van transparentando las fortalezas y debilidades de cada protagonista, que no se sabe muy bien quiénes son y por qué han ido a parar a un pueblucho perdido y lejano?

 

La vida de cada uno se desenvuelve de una manera concreta porque se han ido encadenando circunstancias que son eslabones de un destino que nos lleva a un lugar o a otro. ¿Las decisiones que se tomaron cada vez también estaban predeterminadas y es un destino inexorable, o por el contrario el lugar que ocupas ahora es el resultado de las distintas elecciones que has hecho a lo largo de tu vida? Y aquí interviene un elemento con el que casi nunca se cuenta pero que está ahí: el azar. El latino Lucrecio relacionaba el albedrío con el azar, con lo cual volvemos al principio, porque si nuestra libertad depende de una especie de lotería, que a unos toca y a otros no, caminamos hacia los distintos matices del determinismo que ha habido.

 

Y ahí llegamos al debate que el propio autor ha puesto sobre la mesa, calladamente en la novela, y en voz alta en sus entrevistas. No existen los monstruos, todos los seres humanos pueden llegar a serlo cuando concurren ciertas circunstancias, y ahí la espiral vuelve al principio: ¿Quién decide que esas circunstancias se le den a una persona y no a otra? Ahí el pulso entre el albedrío y el destino en forma de tragedia de Sófocles combaten a cara de perro, pero yo ni siquiera vislumbro quién es el ganador. Lean la novela, pone a prueba las convicciones.