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Auge del cuento en Canarias

 

Desde los Hermanos Millares, en Canarias ha habido excelentes cuentistas, pero nos han dado su obra a salto de mata, aunque no podemos dejar atrás los cuentos del movimiento fetasiano o los de Pedro Lezcano. Después del auge de la novela en los años setenta, han ido cayendo a cuentagotas libros de narraciones cortas, pues hasta Víctor Ramírez, que irrumpió en la narrativa como escritor de magníficos cuentos, entró de lleno en la novela después de la publicación de su primer texto largo, Nos dejaron el muerto, a principio de los ochenta.

Por eso sorprende que, en los últimos años,  se hayan publicado tantos volúmenes de relato corto y con una gran calidad media, aunque es lógico que siempre es cuestión de gustos. A mis manos han llegado en los últimos meses siete libros de relatos, que recomiendo porque cada uno tiene matices diferentes y da una perspectiva del excelente estado de salud del cuento en Canarias. Sin ningún orden, enumero esos libros, ideales para la mesilla de noche:

Agustín Díaz Pacheco con Cuentos de otoño, donde pone de manifiesto una vez más su meticuloso dominio de la lengua. Ya es un clásico. Juan Carlos de Sancho, muy prolífico en los últimos años, nos entrega un conjunto de textos que se mueven entre el relato, la reflexión y la miscelánea. Y la provocación. Esta vez se trata de Fábulas improcedentes. José Correa, archiconocido por su serie de novelas negras con el detective Ricardo Blanco como protagonista, es un autor que maneja muy bien la novela en otros géneros, la poesía y ahora nos recuerda, con El hombre que perdía las palabras, que  es un cuentista que sorprende por sus argumentos tan originales. Teresa Iturriaga continúa sus publicaciones en editorial Vocal de Lis con Arden las zarzas, donde cuadra perfectamente la poesía con el relato, siempre con la fuerza ya conocida en la autora. La profundidad que derrocha Nicolás Melini en su libro de relatos Talón es marca de la casa, no en vano es también un magnifico poeta y laborioso ensayista, aparte de autor de una de las primeras novelas negras  escritas en Canarias, El futbolista asesino, cuando ni se vislumbraba el boom del género. Belkys Rodríguez Blanco nos entrega La punzada del guajiro y otros cuentos, que rebosa ese aire cubano propio de la autora. Y remato con Vigilia en Velora, el inquietante libro del poeta y narrador Iván Cabrera Cartaya; la obra participa de tantos géneros que al final, paradójicamente, es muy personal.

 

Y estas son mis recomendaciones, porque son magníficos libros y no porque la amistad me una con sus autores y autoras. Que también.

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Salud mental

 

Cuando estábamos en la segunda ola de la pandemia, alguien dijo que la tercera sería la de la salud mental. La verdad es que no se equivocó, porque la tensión constante que tiene la ciudadanía acaba afectando mentalmente con ataques de ansiedad, problemas de sueño o, lo peor, cuadros depresivos de diversa índole. Dicen los farmacéuticos que ha subido muchísimo la venta (y el consumo) de medicaciones destinadas a tratar de mejorar esas manifestaciones, que empiezan con problemas psíquicos y acaban con problemas físicos, generalmente en la parte más vulnerable de cada persona.

 

 

Es fácilmente explicable el zarandeo psicológico que puede padecer, a consecuencia de la pandemia, alguien que pierde su trabajo, que está en un ERE incierto, que tienen problemas en su negocio si es empresario, o en su actividad si es autónomo. De eso, por desgracia, tenemos mucho en Canarias, donde la actividad turística ha estado prácticamente a cero, y ahora empieza a levantar cabeza, con la amenaza de un alto nivel de incidencia del virus.

 

Hay quien puede entender, por el contrario, que no hay razones lógicas para que esto le suceda a quienes, en teoría, no han sufrido menoscabo en su estabilidad social o económica. Pero no es así; la mera presencia de esa espada de Damocles que se balancea sobre nosotros crea una inseguridad tremenda, que acaba afectando a mucha gente, porque el simple hecho de salir a la calle es una aventura y un estado de tensión permanente. Y como nuestro cerebro tiene compartimentos que no controlamos racionalmente, aparecen a menudo las mismas manifestaciones que en quienes sí tienen motivos explicables para estar afectados.

 

Tampoco están libres de la amenaza para su salud mental quienes parecen no temer el contagio y siguen tan vivarachos como siempre, porque a veces me pregunto si esa obsesión por la fiesta y el descuido de las medidas básicas recomendadas no será una respuesta incontrolada de alguien que, en la confusión general, ha decidido inconscientemente entregarse a la ruleta rusa de los contagios. Y entre una cosa y otra, en medio de un botellón sin reservas sanitarias, se puede escuchar a una chica afirmar que, si no le tienes miedo, el virus no contagia. Y lo decía tan convencida que realmente puede decirse que, detrás de esa presencia tan alegre y despreocupada, hay un problema psíquico del que no es consciente.

 

No ayuda ver cómo gobiernos y multinacionales se aprovechan de la situación, la minimizan o la agrandan, según conveniencias. Es triste escuchar que los laboratorios farmacéuticos que han hecho las vacunas en circulación no quieren ni oír hablar de la liberalización de las patentes, aunque sea temporal, y no les presiona ni que lo pida el presidente de Estados Unidos en persona, de lo cual deducimos quién manda de verdad. Y el Tercer Mundo con la vacunación en números que dan ganas de llorar.

 

Por lo tanto, es verdad que una ola paralela al virus es la de la salud mental. Cuando todo esto pase, que supongo que un año de estos acabará, no sé si podremos sin reservas abrazar a nuestros amigos, tocarnos sin miedo, darnos un simple apretón de manos o contar un secreto al oído. Ese será otro aprendizaje, pero ya sabemos que el miedo, cuando se atrinchera, es un enemigo muy complicado. Esperemos que mantengamos la frescura racional necesaria para cruzar todos esos puentes, que es, en definitiva, vivir.

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El niño de la tienda de telas

Tuve el privilegio de escribir el prólogo del libro de relatos El niño de la tienda de telas, de Jesús Ibraim Chamali. Es este:

 

Decía Borges que se sentía más orgulloso de los libros que había leído que de los que había escrito. Esto, por supuesto, es una gran ironía, sobre todo viniendo de uno de los escritores cenitales del siglo XX, pero encierra una gran verdad: todo escritor es antes que nada un gran lector. Cuando pasan cientos de libros por las manos, los ojos y la mente de alguien, suele poner a funcionar la parte creativa que todos guardamos. Es posible que haya grandes lectores que nunca se han tomado en serio escribir, pero lo que nunca ocurre es que todo buen escritor no sea un gran lector.

Este es el caso de Jesús Ibrahim Chamali, un lector sin medida que ha dado el salto a la otra orilla de la literatura, la creación, con un equipaje más que sobrado para dar rienda suelta al talento. Porque el talento en bruto se manifiesta con fogonazos incoherentes, pero cuando existe y se le dan herramientas florece siempre. Este es el caso, que empezó a través de un blog y hoy se nos convierte en un volumen que tiene un título cuando menos curioso: El niño de la tienda de telas.

 

El volumen aparenta una especie de diario de un niño, que cuenta los avatares de la familia, su vida escolar, la calle y la presencia de la tienda de su padre, obviamente dedicada a la venta de tejidos. Esto, así de desnudo, puede ser muy interesante porque cualquier cosa bien escrita es literatura. Pero es que ese esquema tan personal se ve constantemente invadido por las descripciones, las historias y los avatares de otras personas, del barrio y de una época concreta de una ciudad. Una forma de vida que se ha ido extinguiendo porque la ciudad se ha transformado en una gran urbe, ruidosa y aglomerada, y ha perdido ese aire cansino de cuando los niños eran dueños de las calles, convertidas en improvisados campos de fútbol o pistas para saltar a la soga o jugar al “cogío” o a la rayuela, que en la ciudad llamaban el teje, y que según dicen recibe tantos nombres como lugares hay en el mundo.

 

Ese ambiente de ciudad en siesta aparece en las páginas de este libro, distribuido en pequeñas historias, de apenas una o dos páginas, y que en sí mismas son una narración independiente, pero que juntas configuran un relato mucho más largo y colorista. Cada personaje arroja un matiz, sea Pancho el borrachín, Ana, la esposa del compadre o el cura Mariano, pero sobre todo las actitudes de los personajes ante situaciones distintas. Es la historia de una ciudad dentro de la ciudad, con ese ritmo lento que bien pudiera proceder de una lectura de Carmen Martín Gaite o esas situaciones absurdas que tanto le gustaban a Julio Cortázar. Como habría sentenciado Borges, este es un libro escrito por un lector extraordinario, que ha sabido imprimir su marca en esa prosa que funciona con doble fondo.

 

Para quienes tienen una edad, hay elementos que les son familiares en el recuerdo, y los más jóvenes tendrán ocasión de indagar la maravilla que era una Underwood, una máquina de escribir sostenida en un chasis capaz de aguantar una tonelada, una marca de cigarrillos muy popular y hoy desconocida, Rumbo Blanco, o el lacre para sellar un envío con las mayores garantías. La mayor parte de esas cosas han sido sustituidas por otras de la misma especie o bien han desaparecido porque sus funciones son asumidas por tecnologías que entonces eran ciencia-ficción. Del lacre al burofax o la firma electrónica hay un abismo de conceptos, y sin embargo responden a la misma finalidad garantista y tampoco han pasado varios siglos desde que lo habitual entonces hoy es solo memoria.

 

Jesús Ibrahím Chamali escribe relatos aparentemente lineales, pero cuyos márgenes están revestidos de la historia de lo que fuimos, que es el origen de lo que somos. En el momento de escribir esta nota, estamos impactados y confusos por la pandemia del Covid-19, y el nuevo tipo de vida que se trata de imponer nos parece frío y distante, pero no es mayor su diferencia con lo anterior al virus que el tipo de relaciones que teníamos asumidos como permanentes con lo que fue nuestra niñez, otro mundo, otra manera de mirar el mundo, incluso otros valores en muchos aspectos de la vida. Si antes de la pandemia estos relatos se leían dando un paso atrás, ahora tenemos que dar dos, porque las relaciones, generalmente, cambian sin que nos demos cuenta, pero en una situación como las consecuencias de todo tipo del Covid-19 los cambios son instantáneos; por eso entrañan mayor dificultad para ser asumidos, porque parecíamos diseñados para lo que éramos hasta marzo de 2020.

 

El autor de estos relatos ha tenido siempre una relación muy cercana con la literatura, incluso con la crítica, y un ejemplo es que sus manos están en la creación de la revista Dragaria, junto a las de Mayte Martín y al influjo de maestro de publicaciones que fue el llorado Manuel Almeida. No se trata de alguien que esporádicamente escribe un libro, sino que este libro es el resultado natural de una trayectoria que tenía un camino seguro: la literatura. Por lo tanto, el rigor con que están construidos cada uno de los relatos y la capacidad de ensamblaje unitario de todos no es cosa de un escritor ocasional, sino de alguien que conoce la materia con la que trabaja, porque ha estado toda su vida relacionado con ella.

 

Espero que les guste el libro tanto como a quien esto escribe, sobre todo por los detalles que surgen aquí y allá y que pudieran parecer prescindibles, porque lo que ha hecho Jesús Ibrahim Chamali es un magnífico artefacto narrativo donde nada sobra y todo nos remite a elementos que incluso no están en el relato, pero sí en nuestra memoria colectiva. Que parezca una especie de diario es simplemente una coartada para entregarnos un texto que va a hacernos disfrutar desde sus muchas vertientes, entre las que, por supuesto, tampoco faltan el humor y la ironía. Cuando acaben su lectura, me darán la razón. Que lo disfruten.