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Afganistán es una bomba

 

Los dirigentes  mundiales  desprecian la Historia o incluso puede que la desconozcan. Hitler no valoró la derrota de Napoleón al invadir Rusia, lo mismo que el corso no tuvo en cuenta la gran derrota del rey sueco Carlos XII en el mismo espacio. Rusia es demasiado larga y demasiado fría. Pero no aprenden; será porque siguen el refrán de que nadie escarmienta en cabeza ajena.

 

Con Afganistán pasa lo mismo. Tierras escarpadas donde las haya, fuego en verano y hielo en invierno, el mismísimo Alejandro Magno fue el único que se dio cuenta de esto y ni siquiera lo intentó cuando ya tenía bajo sus dominios media Asia. Gengis Khan sí que lo intentó y lo consiguió, pero por breve tiempo porque murió poco después y sus sucesores fueron expulsados. Más tarde, cuando el Imperio Británico dominaba medio mundo, intentó hacerse con Afganistán. Sufrió una derrota tras otra y Londres decidió que aquellas montañas eran el infierno y dejó de intentarlo. En el crepúsculo de la Unión Soviética, el Kremlin decidió invadir Afganistán porque sabia que bajo esas endiabladas montañas hay materias primas que serán de gran valor en las nuevas tecnologías. Litio, por ejemplo.  Estados Unidos ayudó a fortalecer a la fuerza Talibán y la URSS tuvo que irse a todas prisa, en un caos de retirada.  Pues ahora Estados Unidos, y con él todo Occidente, toma de su propia medicina y sale a todo correr con más desorden que en Vietnam. Y es que no aprenden.

 

En medio, la población afgana, que lleva cuarenta años en un permanente baño de sangre. No es ningún secreto que Rusia y China siguen teniendo interés en ese territorio, y no sería raro que se hayan movido entre bambalinas. La tragedia es la sed de sangre del movimiento Talibán, más muerte e intransigencia, con una aplicación del Islam que no aceptarían los neandertales. La mujer desaparece de la vida social, la cultura que no sea referente a su dislocada interpretación de su religión también, y otro peligro es que Afganistán se convierta en una escuela de terrorismo internacional. Hay quien dice que lo peor está por venir. Esperemos que se equivoquen, pero ahora mismo Afganistán es una bomba que  afecta a todo el planeta.  Y ya sabemos el origen de todo esto, de manera que empieza a ser tarde para que se justifiquen. Éramos pocos y…

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Demasiados decibelios

 

No sé si me falla la memoria o es efecto del pasado confinamiento. Nunca tuve la impresión de que Las Palmas de Gran Canaria fuese una ciudad ruidosa, y eso que vivo en una zona muy transitada por guaguas y gente. De alguna manera, salvo una alarma de un coche que se disparaba accidentalmente, nunca pensé que la ciudad era ruidosa. Llegó el confinamiento y, de repente, solo faltaba que apagasen la luz de las calles. Todo era silencio, y con el toque de queda no pasaban ni coches, o eso me lo parecía. En algunos momentos, en las noches me zumbaban los oídos de puro silencio.

 

Antes de que se cumpliera el final del Estado de Alarma, el 9 de mayo, la ciudad se había animado algo, pero si ya el silencio no era hiriente como en el confinamiento, sí que había un silencio relativo, sobre todo por las noches, puesto que a partir de cierta hora estaba prohibido salir o circular, aunque siempre había quien se saltaba la norma. Pero llegó el 9 de mayo y acabó el Estado de Alarma. Fue como si hubiera descorchado a la vez mil botellas de champán, ese ruido que antes del 14 de marzo de 2020 pasaba para mí desapercibido, ahora tronaba en mis oídos.

 

Además, quitaron la obligatoriedad de las mascarillas en exteriores (salvo situaciones determinadas), y fue como si le quitaran las manos de la boca a la gente. Noto que se habla a gritos, o al menos me lo parece, y todo el mundo parece empeñado en que se note su presencia, sea guagua, coche, moto, persona o perro. Otros parecen confabulados para armar ruido y bulla porque sí. Frente a mi casa hay un a tienda que vende objetos de gran tamaño, y es como una maldición que cada día, sábados incluidos, desde primera hora de la mañana los operarios se hablan a voces mientras cargan y descargan los furgones a golpes. Luego, a las ocho de la mañana, ni operarios, ni furgones, ni ruido. Parece hecho adrede.

 

La zona donde yo vivo tiene las calles con el asfalto en muy malas condiciones, baches y grietas, y eso que hay una vía de mucho tránsito. En el tramo que está cerca de mi casa se dejan los neumáticos, la caja de cambios para reducir y los amortiguadores, y claro, ruidos, ruidos, ruidos. ¿Esto era así antes del 14 de marzo del año pasado o es que se han empeñado en hacer de la nuestra la ciudad más ruidosa del Mundo? Porque, a veces, como la guinda del pastel, se escuchan las bocinas gigantes de algunos barcos, que según mi abuela es para pedir práctico y entrar a puerto, como si hoy no hubiera tecnología para comunicarse sin necesidad de ese escándalo.

 

Antes la gente salía de cena, de fiesta o simplemente a tomar un café; pasaban, pero no lo notabas. Ahora es como si se quisiera demostrar que habido parranda, y a cualquier hora pasa un grupo de personas gritando, cantando o dando palmas. Y ya me parece que no es solo una impresión mía, porque he hablado con otras personas, de mi zona y de otras, y se quejan de lo mismo. Paseando por Las Canteras, la playa es un griterío, y ocurre en las zonas concurridas, como Triana o los centros comerciales.

 

Nunca me ha gustado el reguetón, pero ahora le tengo pura fobia. Pasan los coches a cualquier hora del día o de la noche con la radio a toda pastilla con el guineo repetitivo del reguetón, hasta el punto de que queda por encima del volumen de una conversación que yo mantenga en mi casa. Hace unos días, tuve que esperar a que el coche musical (es un decir) se alejara para continuar la conversación telefónica que mantenía, y el interlocutor al final me dijo que si estaban bombardeando mi casa. Por eso me dirijo a quien corresponda en el ayuntamiento para que se modere el ruido, y si hay que hablar con los capitanes de los barcos que piden práctico, pues se habla. Vale, los camiones de la basura son inevitables, pero hasta ahí. Demasiados decibelios.

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Los míticos años de Tomás en Madrid

 

Acreditados estudiosos han hablado y seguirán hablando de la poesía de Tomás Morales, sin duda una de la voces más singulares y acabadas que dio el siglo XX en Canarias y acaso más allá. La belleza de su poesía, el manejo de la musicalidad de la palabra, con un dominio absoluto son casi un dogma, por mucho que se empeñen en menoscabarlo en ocasiones. Yo soy de los admiradores del verso sonoro de Tomás, lo mismo que del intimista de Alonso, pues parece que cuando hablamos de uno sale el otro, como clisé en negativo, pero ambos grandes poetas.

 

Desde mi mente de novelista, lo que más me fascina de Tomás son los cinco años que estuvo en Madrid estudiando Medicina en la facultad Carlos III.  Llegó en 1904 y estaba previsto que Alonso Quesada se incorporase a la universidad madrileña un par de años después, pero es precisamente en esa fecha ansiada, 1906, cuando Tomás recibe carta de su amigo, que le escribe desde Gran Canaria, en la que le comunica que su padre ha muerto y ha de hacerse cargo de la familia, por lo que será imposible que acompañe a Tomás en la aventura madrileña.

 

Quién sabe qué habría pasado con la poesía de ambos si esa estadía estudiantil de Alonso hubiera sido posible. ¿Habría atemperado Tomás la sonoridad rubeniana de sus versos y se habría acercado a la profunda sencillez machadiana de Alonso? No quiero especular sobre lo que habría pasado con Alonso, porque hoy hablo de Tomás, pero pudiera ser que esa carta que rompe un proyecto común influyera en ambas trayectorias poéticas.

 

Porque Tomás era poética y físicamente una fuerza de la naturaleza. Era un hombre fuerte y altísimo, de facciones rotundas y atractivas, y una voz atronadora de barítono que se proyectaba en cualquier espacio. Cuando llegó a Madrid y fue introducido por su amigo Luis Doreste Silva (que llevaba años en Madrid) en los círculos madrileños, se convirtió en la sensación de todas las tertulias, fueran la de Villaespesa, Carmen de Burgos (La Colombine) y otras en las que se movían Gómez de la Serna, Fernando Fortún o Díaz Canedo.

 

Fue en estos ambientes donde incluso llegó a conocer fugazmente a Rubén Darío, durante su breve embajada en Madrid, que era una olla a presión política, un temporal que intentaba capear don Antonio Maura desde la presidencia del Consejo de Ministros y que acabó haciéndolo naufragar. En la cultura se mezclaba el pesimismo de la Generación del 98, las fanfarrias del Modernismo y la pulcritud idiomática (casi un vicio) de los novecentistas. A todos asombró aquel joven estudiante de Medina, alto como una torre y sonoro como un huracán.  Madrid se le hizo pequeño y entre la verdad y la leyenda fue un amante arrollador y un poeta admirado hasta por el mismísimo Rafael Cansinos-Assens, su contemporáneo y luego reivindicador del poeta de Moya.

 

La poesía de Tomás se materializó en su mayor parte cuando regresó a Gran Canaria en 1909, para desempeñar su carrera de Medicina. Fue un ciudadano probo que hasta entró en política para ser Consejero del Cabildo. Tal vez ese Tomás arrasador como el martillo de Thor en el Madrid del primer decenio del siglo pasado fue real y hasta más exuberante de lo que cuentan, pero también pudiera ser que su leyenda rocambolesca fuese agrandada por el afecto de sus muchos y buenos amigos, como respuesta al dolor que sintieron por su temprana muerte. Es evidente que admiro y valoro al gran poeta como tal, pero mi instinto narrativo se deslumbra ante aquel frío pero hirviente Madrid, en el que ya estaba plantada la semilla del complicado siglo XX español. Y en medio Tomás Morales como un dios mitológico de una religión atlántica.