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Un curso escolar complejo

 

Sé que hay muchas profesiones que tienen trato directo con el público y están en primera línea en cuanto a los contagios. Pero hay dos que necesitan una mirada especial; la primera es, por razones obvias, la de sanitarios en todos sus ámbitos y es asunto que merece especial atención, aunque estamos viendo que las distintas comunidades autónomas están quedándose cortas en cuanto a contratación de personal, funcionamiento de los centros de salud, y estamos hablando de un personal que está exhausto después de año y medio de pandemia.

 

 

La otra profesión es la del profesorado. Han tenido que surfear varias olas desde marzo de 2020.  Podemos suponer la intensidad que se necesita para mantener una clase sin que se rompan las medidas sanitarias, el sobreesfuerzo que significa comunicar con mascarilla (que no es ninguna tontería) y la tensión de que cada movimiento, cada actividad, salga como estaba previsto; eso no fácil, los niños pueden ser muy disciplinados, pero son niños, y esa energía infantil que les es propia a menudo les hace fallar en lo que están aleccionados y advertidos.

 

El curso anterior se ha valorado desde todas las instancias como un éxito de gestión, y eso que salvo algunas normas de tipo general (mascarillas, distancia y gel hidroalcohólico), lo demás, que es todo el funcionamiento del engranaje de una clase y de todo un centro educativo, ha tenido que se diseñado por los equipos docentes de cada centro y por sus equipos directivos, sin más armas que aquella máxima que dice que la docencia es la profesión en la que tienes que afrontar más situaciones inesperadas, y hay que solventarlas con conocimientos y con intuición, y más en este caso que era una terrible novedad hasta para la gente más experimentada.

 

Mañana empieza el nuevo curso y entiendo la inquietud de los docentes, porque han variado algunas cosas básicas, como la distancia entre alumnos, que ahora es menor que el curso pasado, lo que indica que tienen pensado subir las ratios. Más alumnado en el aula, con más cercanía y el añadido de que la atención personalizada ha de repartirse entre más. La sociedad en general y los medios de comunicación no trasladan en toda su dimensión la intensa tarea que espera al profesorado, en un asunto en el que los errores pueden traer consecuencias graves. Y entre gente de corta edad, especialmente en Primaria, es prácticamente imposible evitar que esos fallos se produzcan.

 

La conciencia general de estar en pandemia parece guiarse por la máxima de que cada palo aguante su vela. Empieza a dar igual casi todo, si no, no se entienden algunos comportamientos individuales y colectivos. No hay romerías, ni Rama, ni Charco, pero de alguna manera se están haciendo con sordina los festejos de siempre. Y es responsabilidad de todos que haya la mayor seguridad y eficacia posibles en Sanidad, porque nos va la vida en ello, y en Educación, porque estamos hablando de las generaciones futuras.

 

Tengo que decir que, después de haber pasado bastantes años de mi vida en las aulas, puedo valorar la enorme presión que recae sobre el profesorado, al que, como en todo lo demás, hemos dejado a su aire y que se las arregle como pueda. Por eso quiero, desde esta modesta tribuna, hacer una llamada de atención a las administraciones que tengan incidencia en la Educación y a la sociedad en general para que arrimen el hombro en una empresa tan complicada como afrontar un curso escolar toreando virus; que la comunidad educativa no solo tenga reconocimientos (que están muy bien, pero las palabras se las lleva la brisa) sino actuaciones que contribuyan a que el mecanismo funcione con seguridad. Bueno, eso si creen de verdad que es necesario intentar la mejor calidad educativa posible en un momento de profundos cambios. Si quieren solo cubrir el expediente, hagan lo que estaban haciendo.

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Recuperar el cine clásico.

 

Los que somos aficionados al cine y tenemos una edad pertenecemos a una especie en extinción, porque, cuando desaparezcamos, lo hará con nosotros el cine clásico, y no tan clásico, pues las nuevas generaciones consideran una antigualla cualquier película anterior a los años noventa. Y no es culpa de ellos, sino de la propia industria, que ha abandonado su historia en aras del dinero inmediato. Grandes escenas y frases que forman parte de la historia de millones de personas van hacia la nada, porque nada significa aquello de «siempre nos quedará París» o «La verdad, Escarlata, me importa un bledo» y eso que Lo que el viento se llevó es de las pocas que reponen, seguramente porque es en color (que esa es otra).

 

 

La gente más joven, salvo que sean unos cinéfilos empedernidos, ignora por completo estas épocas doradas del cine, no sólo de Hollywood, sino del cine que se ha hecho en muchos países. Las producciones británicas que marcaron una época, el gran cine italiano, el alemán o la Nouvelle Vague francesa empiezan a ser olvido.  Y es que para tener acceso a este cine hay que estar apuntado en varias plataformas audiovisuales, y depende siempre de sus programaciones, porque tratas de buscar una película en concreto para revisarla y es una odisea, y la gente está solo por lo inmediato.

 

Aparte de la paulatina pero constante desaparición de salas de cine, ocurre que no programan reestrenos, salvo alguna excepción, cuando remasterizan el original. Antes, cualquier ciudad pequeña, tenía salas de reestreno de clásicos. Si no hubiera sido así, no habría sido posible que en los años sesenta o principios de los setenta pudiéramos tener acceso a todo el cine negro, americano y francés, al neorrealismo italiano, a la filmografía de Gary Cooper, Bogart, Marilyn o al gran cine español de Orduña o los comienzos de Berlanga o Bardem. A estas alturas, Bergman o Huston se van desvaneciendo de la memoria popular. Hasta Fassbinder o Liliana Cavani empiezan a ser arquelogía.  Una lástima, y habría que recuperar todo ese cine maravilloso, porque se leen los libros escritos ahora, pero Dostoievski o Virginia Wolf  siguen ahí.

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La avaricia torpe de Occidente

 

Ni los más entendidos politólogos consiguen dar una explicación clara de lo que sucede en Afganistán. Estados unidos y sus aliados llevan veinte años y miles de millones de dólares, euros y libras tratando de pacificar un país que en 2001 estaba entonces en manos de los talibanes, aunque en realidad se trataba de dar una respuesta contundente al país donde supuestamente (o realmente) se ocultaba Bin Laden, autor intelectual del atentado a las Torres Gemelas. Se sabía no sería coser y cantar, dados los antecedentes históricos de todas las potencias que trataron de dominar colonialmente o de otras formas encubiertas al territorio afgano.

 

 

Lo que entonces se llamo Operación Libertad Duradera se orquestó precipitadamente, pue a primeros de octubre, menos de un mes, ya había tropas norteamericanas den el territorio, aparte de las misiones aéreas y la artillería a larga distancia de la flota que navegaba por el Golfo Pérsico. Poco a poco se fueron incorporando otros países, entre ellos España, en operaciones que llamaron de muchas formas para no dar a entender que aquello era una guerra convencional de las de toda la vida. Es obvio que el peso lo llevaba el Pentágono y la Casa Blanca directamente (todos recordamos la imagen de Obama y Hillary Clinton viendo por televisión directa cómo cazaban a Bin Laden en Paquistán).

 

El cansancio de una guerra agotadora y le ineptitud de los gobiernos que Occidente al imponer una pseudodemocracia que no se creían ni ellos, unido a la inestabilidad política generada por los señores de la guerra de la zona norte del país, hicieron que se dieran dos pasos hacia a delante y poco después se volvía al punto cero. Todo esto, revuelto con la vecina guerra de Siria, el Quilombo en que se ha convertido Libia, Pakistán que no se aclara e Israel echando leña al fuego con los inhumanos bombardeos a la franja de Gaza, creaba un tablero complejo, con Irak convertido en un estado fallido e Irán jugando a la guerra nuclear. Oriente Medio ha sido y es un avispero que nadie sabe a dónde va.

 

Los que sí sacan beneficios son los fabricantes de armas de toda índole, porque es terrible que en distintos países (también pasa en Sudán, en Yemen o en Mali) no haya dinero para medicinas, vacunas y a veces para comer, pero las distintas facciones disponen de un sofisticado armamento que alguien les vende. Para eso sí hay dinero, o hipotecas futuras, que esta vez en Afganistán no se van a cumplir. O sí, porque el país está abocado a una nueva guerra civil, o la misma, porque ya en el norte anuncian que tratarán de reconquistar Kabul. Eso es más dinero para los fabricantes y vendedores de armas, que no son solo los pérfidos halcones norteamericanos; todos los países industrializados de Occidente fabrican y venden material militar, España también.

 

Así las cosas, no me creo que los observadores militares y los servicios de inteligencia no supieran hace meses, tal vez años, que era una guerra perdida. La torpeza con que se han hecho las cosas da idea de en manos de quiénes estamos. Primero retiran las tropas y luego quieren evacuar al personal civil y diplomático y a los colaboradores (traductores) con los estados de Accidente personados allí fusil en mano.  Si ya sabía qué iba a pasar, se evacúa a los civiles haciendo valer a las trapas, pero lo han hecho al revés. Un error de principiante. ¿Cómo se va a canalizar el caos del aeropuerto de Kabul con una escasísima fuerza militar norteamericana? Es de locos y de tontos.

 

Y no me queda claro qué papel está jugando España, aunque desde luego estoy a favor de evitar la muerte de esas personas con la evacuación. Dicen que esta manera de actuar enterrará en vida la presidencia de Biden. Poco me importa, pero a ver quién detiene el fanatismo talibán, con todo el que no siga su delirante aplicación de El Corán y especialmente con las mujeres, algo que, hace unos años, nunca imaginamos que pasaría.