Ha muerto Juan Marsé, el último de los grandes novelistas españoles del siglo XX. Como homenaje, rescato un fragmento de una novela inédita que todavía ni siquiera tiene título, que se mueve entre la realidad y la ficción, y que creo que define a una figura que, por su calidad literaria, por su generosidad y por su carácter, siempre me recordó a nuestro gran poeta Juan Jiménez, incluso físicamente, y no es raro que trabaran amistad en una época en que nuestro poeta paraba mucho por Barcelona. Este es el fragmento:
«Los santones tomaron al adolescente españolito como su grumete en sus interminables travesías intelectuales o burlescas, de las que él solo entendía un porcentaje muy pequeño, porque no estaba ni de lejos tan preparado como ellos y porque aquello parecía la torre de Babel, donde se hablaba inglés, rumano, gaélico, árabe, algo de español y, por supuesto, el francés que funcionaba de comodín, que encima él no controlaba en lenguaje coloquial. Juntarse con ellos fue lo que puso sobre él la atención del inspector Rosales, encargado de la seguridad en el embajada española, y por sus comportamientos con una segunda misión más específica: espiar a todo el exilio español en París, por si estuvieran tramando algo, cosa que era verdad, aunque las tramas se diluían siempre fuera de las mesas de las brasseries y los veladores de los cafés por la imposibilidad real de materializarlas.
Alguna vez se sumaba a aquellas comidas un novelista barcelonés de aspecto muy hosco, que siempre tenía cara de cabreo, y que había publicado un par de novelas que habían tenido éxito de crítica y de ventas, y bastante suerte al pasar la censura española a pesar de que exponía de manera muy cruda el modo de vida de la posguerra. Era una novedad cuando acudía, pero siempre acababa ofuscado por algo que se dijo o se dejó de decir. Se lo tomaba todo de forma personal. Pero era su carácter, y cuando se iba, sabiendo de las penurias del joven prematuramente exiliado, y teniendo él ingresos importantes por el éxito de sus novelas –cuyas traducciones ya estaban en marcha en la editorial francesa Galimard-, deslizaba algún billete en su mano al darle el saludo de despedida, y a veces era de cien francos, una cantidad importante entonces. El novelista con expresión de rabia y que solo parecía pensar en él y las protagonistas de sus novelas resultó ser una persona que miraba a su alrededor y actuaba en consecuencia. Pero tenía que mantener el tipo, y cuando un día al joven se le ocurrió darle las gracias casi lo fulmina con la mirada; no quería que se rompiera su imagen de duro que era como su carta de presentación».
Cada día, su figura seguirá creciendo, como pasa siempre con los más grandes. Que la tierra le sea leve.
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