«El conocimiento» de Jonathan Allen

El novelista Santiago Gil suele insistir en la diferencia entre narradores de mapa y narradores de brújula. Los primeros son los que lo planifican todo, hasta el último detalle, antes de emprender la redacción de una novela; los de brújula son los que se echan a la mar y se dejan llevar por la propia fuerza de la narración. Como en todo, no existen autores puros en ninguno de los dos tipos, pues siempre hay algo de planificación en los de brújula y de improvisación en lo de mapa. Jonathan Allen pertenece sin duda a los de mapa, aunque a menudo no lo parece porque la fuerza de la narración lo conduce con frecuencia a territorios que él no contaba pisar.
Dentro de los narradores que planifican, los hay que han de hacerlo por necesidad técnica porque si no sería imposible emprender una novela, y esto suele ocurrir claramente en quienes escriben novelas de géneros concretos, especialmente históricas o de la amplia gama de lo que hoy llamamos novela negra. Jonathan Allen necesita el mapa porque la mayor parte de sus narraciones, especialmente El conocimiento, su novela más reciente, responden a la definición clásica de mito, que es un relato metafórico que sirve como ejemplo y es aplicable en cualquier tiempo y en cualquier lugar. Y tiene que ver con el mito del origen, que no es ajeno al muy truculento relato de Edipo, aunque en este caso se refiere a la procedencia personal en el sentido más amplio.
El conocimiento 1.jpgCon la apariencia de una novela sobre las dudas, miedos y curiosidades de un adolescente, El conocimiento funciona con el mismo mecanismo que las peripecias trágicas de la Grecia Clásica y los cuentos infantiles, creadores de mitos donde los haya. Se establece un pulso dialéctico entre el adolescente protagonista y el adulto que hace de oráculo, y que el chico supone tiene las respuestas a tres preguntas cuyo conocimiento definirá su propio origen. Hacer preguntas es un arma de doble filo, porque se corre el peligro de que alguien conteste con una verdad que tal vez no guste.
La diferencia con el modelo es que no existe la seguridad de que las respuestas sean predicciones que se cumplirán inexorablemente, como el futuro de Edipo anunciado por la Esfinge. En El conocimiento se mira más al pasado aunque hay un deseo inconsciente de atisbar el futuro como proyección de la inercia de las raíces. Y es casi una norma que, cuando se hurga en los cimientos, encontramos las razones por las que es necesario restaurar lo que estaba oculto bajo tierra y es dañino. Ese descubrimiento de lo que no nos gusta es un ejercicio muy doloroso pero, si se consiguen reparar las vigas que nos sotienen, el resultado es una libertad ontológica que nos hace más fuertes, aunque nunca estamos exentos del peligro de que llegar a ese conocimiento pueda ocasionar el derrumbe definitivo.
Por ello, indagar en el oráculo de nuestra base vital es un acto de valentía. Hay personas que por ese peligro no quieren, otras sencillamente no pueden y otras ni siquiera se lo plantean porque el inconsciente les dice que tal vez sea mejor vivir con sordina que perecer apabullado por el estrépito. Una novela como El conocimiento es un ejercicio de reflexión que atañe al autor y se traspasa al lector, y en ese sentido nos sirve como instrumento para plantearnos qué niveles de certeza queremos en nuestra vida. Una vez más, Jonathan Allen nos ofrece un ejerció muy literario que va más allá de la propia literatura que lo envuelve.

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