Desde que nos conocimos, una tarde de otoño de 1982, no recuerdo haber hablado nunca en serio con Dolores Campos-Herrero. Desde que nos conocimos, en la vieja redacción del Canarias7, mantuvimos una comunicación humana y literaria fluida, transparente y cómplice. Ambas afirmaciones parecen contradictoria, pero no lo son; por alguna razón que ambos desconocíamos, usábamos entre nosotros un idioma que solo tenía dos hablantes, que sonaba como el castellano normativo pero en cuya ejecución nada era lo que parecía. Sin embargo, el otro siempre entendía. Nuestra lengua común fue la ironía, usada unas veces con elegancia florentina y otras como la más pura esencia del sarcasmo.
Con esas cabriolas lingüísticas mantuvimos una relación permanente que duró toda la vida común que nos fue permitida, 25 años en los que no tengo memoria de una traición, un malentendido o siquiera un leve contratiempo. La sonrisa presidía nuestras conversaciones en esa lengua imposible (para los demás), que usaba las palabras siempre con otra semántica. La carcajada nunca se presentaba, no es buena compañera de la ironía, que siempre se mantiene en posiciones moderadas aunque por dentro sea una bomba que incluso estalla. No nos veíamos con demasiada frecuencia, a veces pasaban meses sin vernos ni hablarnos, pero daba igual, cuando nos encontrábamos nos informábamos en nuestro idioma exclusivo. A veces no nos dábamos cuenta de que había otras personas con nosotros y armábamos nuestros castillos de palabras propias, y nos ocurrió en ocasiones que los presentes llegaron a pensar que discutíamos, o que nos hablábamos con enfado. Y nunca era así.
Vivimos muchas aventuras literarias juntos, cada cual en su registro, solo teníamos en común nuestro idioma hablado. Ella veía nacer mis novelas y las saludaba, mientras yo asistía a su primer poemario y sobre todo a sus sucesivas publicaciones de narrativa de breve formato, hasta llegar a condensarla en microrrelatos fascinantes. Aparte de sus poemas, que no pueden quedarse al margen por su fuerza expresiva, su obra narrativa hoy publicada es sin duda uno de los corpus cuentísticos contemporáneos más interesantes que conozco, no solo en el ámbito de Canarias, y que sin duda irán pregonando el nombre de Lola por toda la lengua y más allá, sobre todo cuando se hacen ediciones tan esmeradas como esta que publica ahora Ediciones La Palmas de Historias de Arcadia y otros cuentos.
No sé si dejó inédito algún texto de larga extensión, pero desde luego, lo mismo que a ese Borges que ella admiraba, no se le echa en falta una novela para entrar en sus mundos, que finalmente era uno solo, una ficción que metaforizaba al ser humano de cualquier tiempo, como un mito actual que explica a los griegos, a los chinos o a los britanos, lo mismo que hoy aquellos mitos antiguos nos explican a nosotros. El mundo literario de Lola es singular, y supongo que su total de cuentos iremos viéndolo formando incontables libros distintos según la selección que haga cada antólogo. Eso es una suerte, como ocurre con los cuentos de Cortázar, que se prodigan en tantos títulos como relatos escribió. Y cuando se conoce la cuentística de Lola, se conforma un mundo único y especial que irá extendiéndose como una luminosa mancha de literatura.
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