La vida reducida al absurdo

Banderas que, según los colores y dependiendo de quién las mire, significan maquiavélica manipulación o soberana libertad de expresión. Cenas discretas de dirigentes que niegan la ocultación y empresarios que proclaman su neutralidad. Verdades a medias que se transforman en laberintos y que generan nuevas medias verdades que no cuadran con la primera fuente. Informaciones que son ciertas pero que se muestran cojas y automáticamente se vuelven mentiras. Medios de comunicación que cuentan versiones distintas sobre hechos que a veces ni siquiera han ocurrido. Cataratas de ocurrencias con pretensión de ideas en debates, editoriales, declaraciones, comentarios y silencios que solo sirven para confundir. Cuando van contando queda olvidado que antes del tres está el dos, y antes el uno. Preguntas retóricas con respuestas obvias que sin embargo esconden una falsedad.

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Medios informativos con vocación de gobierno, gobiernos con vocación de manejar la información que les interesa, teatralidad que es magnificada o minimizada, no por su naturaleza, sino por intereses ajenos. Legitimidades surgidas de aquí y de allá, que son grandiosas cuando interesan y bastardas cuando se oponen. Negación por la vía de los hechos de que la única legitimidad democrática es la que se sustenta en los votos ciudadanos, no en las cenas, en los informativos o en las redes sociales. Reescritura de la historia adaptándola a las conveniencias de cada cual. Saqueo, abuso y olvido de los más débiles mientras se discuten ambigüedades contingentes. Artaud, Mihura, Buñuel, Genet, Piñeira, Pinter y Arrabal tiemblan porque sus profecías a través del absurdo se han quedado cortas. La cantante de Ionesco no es calva, en realidad ha perdido la cabeza esperando al Godot de Samuel Beckett.

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