Cada día, como a todo el mundo, me recuerdan mi complicidad con los destructores de la vida porque hago uso de cosas que sé que pueden dañar el planeta. Yo lo sé, pero es que no hay alternativa o es escasa, cara y a veces inaccesible. Sé que soy componente de esta Humanidad enloquecida que trata de destruir la casa en la que vive, que pertenezco al mundo desarrollado en el que ya casi todo es de usar y tirar, que consumo materias primas que están esquilmando la Naturaleza y que a su vez deterioran el aire, los río y los océanos. Asumo mi parte de culpa, que como buen integrante de la cultura judeocristiana tengo bien grabada a fuego en mi subconsciente y que por ello hace la guerra por su cuenta.
Resulta que Marruecos se apunta a poner a funcionar reactores nucleares en la ruta del alisio; ponen elementos abrasivos en los detergentes; envasan aceite, agua, margarina, suero hospitalario y mil cosas más con materiales que ahora dicen que son nocivos, con los que se fabrican jeringuillas, biberones, cañerías, persianas y qué sé yo; sigue discutiéndose si las ondas de los teléfonos móviles son perjudiciales para los usuarios e incluso para quienes estén cerca, es decir, todos; los coches contaminan, las industrias contaminan, hasta los inocentes discos compactos contaminan al ser fabricados. Lanzan misiles que destruyen el aire como mil coches -además matan- ; estrellas del rock o del fútbol usan avión privado; otros tienen sus barquitos privados de distinta eslora y potencia motora según cuenta corriente y resulta que quien está cargándose el planeta soy yo, porque pongo a funcionar un ventilador cuando el calor se hace insoportable. Pues vale; como ya vengo de vuelta, estoy pensando cambiar el ventilador por aire acondicionado. Y ya está.
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