Nada hay más borgiano que negar a Borges; no su obra, negar al supuesto Jorge Luis Borges Acevedo. Demasiado mítico para ser real. Sí, ya he visto que recientemente Mario Vargas Llosa ha dicho que es el único escritor contemporáneo de nuestra lengua equivalente a los grandes clásicos, y hay por todas partes fotografías en las que el tal Borges aparece junto a García Márquez, Severo Sarduy y muchos más, que se han publicado noticias sobre él en la prensa, que Joaquín Soler Serrano lo entrevistó hace 40 años para TVE, o que hay un amplio epistolario con el ensayista mexicano Alfonso Reyes. Incluso, he hablado con viejos escritores que aseguran haberlo conocido, y hasta hay quien tiene dedicado en la Feria del Libro de Madrid, con el número 333 (el último que firmó aquel día), el poemario Los conjurados (1985), que resultó ser también el último libro que Borges publicó en vida. Pues a pesar de todas estas razones que parecen evidencias, estoy convencido de que Jorge Luis Borges nunca existió.
Aunque el propio Cortázar lo reconoció como el primer editor que dio un texto suyo a la imprenta (el cuento Casa tomada), el propio Borges se encarga de desmontar a Cortázar: «No me atraen esos juegos de la incomodidad, contar un cuento empezando por el medio, etc. Todo eso es una imitación de Faulkner. Y si es incómodo en el mismo Faulkner, que era genial, imagínese». Aunque tampoco es tan raro, porque el Borges que hemos conocido no tenía pelos en la lengua a la hora de llevarse por delante a todo el siglo XIX español («el movimiento romántico, donde España sirve para inspirar a todo el mundo, menos a los españoles»). Y alguien que pasa a cuchillo literaturas de cualquier tiempo que no sean orientales o inventadas, incluyendo a Goethe y Dostoievski (se salva El Quijote, menos mal), y solo habla con admiración de Virgilio y Bernard Shaw, y con mesura y respeto de Chesterton, Dickens, Poe, Melville y cualquier libro escrito originalmente en lengua inglesa, un hombre así no puede ser real y aplaudido hasta por los españoles. Es decir, no existe.
Dicen ahora que lleva treinta años muerto, y que hay una pretenciosa tumba en Ginebra, con inscripciones en lenguas vikingas, pero en realidad debió ser inventado por el escritor y filósofo argentino Macedonio Fernández, como el Bautista que anunció a Cristo. Dicen los manuales que Fernández tuvo especial ascendencia sobre Borges, Cortázar y Piglia. Nada dicen de las mutuas influencias entre Borges y Roberto Artl como supuestos capitanes de los grupos literarios de Florida y Boedo, en aquel Buenos Aires de los años treinta, con el tango en su apogeo atravesando una década de golpes de estado que casi eran la norma política. Pero a Roberto Artl le dio un letal infarto y en aquel avión que se estampó en Medellín viajaba Gardel. Había, pues, que esperar a Perón leyendo a Borges.
Otro de los hechos que me llevan a negar la existencia de un hombre llamado Borges es que, ya con 35 años, se le trataba como si amontonase Premios Nobel un año tras otro (al final nunca se lo dieron). Es verdad que en ese momento publicó Historia universal de la infamia, pero la mayor parte del Borges que hoy se deifica entonces no se había publicado. Cuando yo era joven, los profesores y los entendidos me recomendaban su lectura casi como más imprescindible que ninguna otra, leer a Borges era como entablar relación con un dios, y para entonces no habían llegado a las librería tres de los libros que más lo consagran como algo único desde que el ser humano dejó de andar a cuatro patas. Me refiero a que entonces no existían los libros de cuentos El informe de Brodie (1970) y El libro de arena (1975), y uno de sus poemarios más celebrados, Historia de la noche (1977). No se beatificó a Kafka antes de La metamorfosis, a Joyce antes de Ulises, ni a Faulkner sin El ruido y la furia. Borges es como si hubiera nacido con el cuño de la santidad literaria, y en su genealogía aparecen todos los prebostes del siglo XIX argentino, sea en la milicia, en la política o en las letras, aunque solo fuera un tatarabuelo considerado el máximo escritor del barrio de Palermo, que es otra nación sentimental. Y siempre, como oposición a la historia, se lamentó de no encontrar entre sus antepasados una sola gota de sangre judía.
También dicen que es un híbrido de inglés aclimatado en Argentina y ginebrino educado en una adolescencia suiza. Tampoco; es distinto a todo. Creo que se elevó a sí mismo a los altares en la biblioteca de su padre, en el barrio de Palermo, el más grande y exclusivo de Buenos Aires, que no se codea con la villa-miseria, sino con los barrios escogidos de Recoleta, Almagro, Chacarita y Belgrano, y abierto al Río de la Plata. Recurre en sus textos a la memoria de su típica casa porteña de finales del siglo XIX, usando a menudo el patio y el aljibe como símbolos de una religión borgiana. Buenos Aires es a Argentina lo que Nueva York a Estados Unidos, dos entidades muy diferentes, la Pampa gaucha y el salvaje Oeste frente al refinamiento más que europeo de Manhattan y Palermo, porque ni siquiera todo Buenos Aires es el Buenos Aires de Borges, aunque se le cuela por las rendijas de la burla la ruralidad de los duelos a cuchillo que emparenta en preeminencia testicular las payadas de Fierro y el brío macho arrabalero, que se le adhirió seguramente cuando se puso a escribir letras para tangos y milongas.
No sé si el Borges que nos pintan desconfiaba de las mujeres o les tenía miedo. Estuvo interesado en el amor de muchas, hay un listado enorme de mujeres a las que se acercó, e incluso de las que pareció estar enamorado, pero curiosamente sus amores nunca fueron correspondidos. ¿Qué tenía aquel hombre distinguido, elegante y bien parecido, adorado como un dios literario que no interesaba amorosamente -y menos sexualmente- a las mujeres que galanteó? Esa es otra de las razones por la que creo que Borges es una quimera, alguna de ellas tendría que haberlo amado; pero no, y la que lo puso a los pies de los caballos casi mofándose de sus torpes besos fue la escritora Estela Canto, que dicen que le inspiró El Aleph, uno de sus mejores cuentos, que precisamente está dedicado a ella. Borges le regaló el manuscrito original y ella lo puso en subasta en Londres, por lo que cobró 25.000 dólares, que entonces era mucho dinero. Seguramente, las mujeres que dijeron haber pasado por su vida se apuntaron a una lista para trascender, pegando su nombre al que siempre se supo que era una deidad intangible y eterna. Por ello ninguna historia de amor fructificó. Será por eso que las mujeres son un cero a la izquierda en toda la literatura borgiana, aparecen muy poco en una obra repleta de mandarines de una China imposible, jeques de desiertos imaginados y hombres fracasados que se entregan a la muerte. Se habla de una madre entre amorosa y dominante, como en el caso de Gardel, y nadie sabe mucho más, porque él siempre se refiere a su padre, seguramente porque le legó su biblioteca en inglés.
Y su muy aireada amistad y compadreo con Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares es otro argumento. Tengo para mí que el elegante y sofisticado Bioy Casares y su esposa, la poderosa Silvia Ocampo, tomaron el testigo de Macedonio Fernández para seguir inventando a Borges. Como coartada de esa amistad colaborativa, se publicó, bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq, Seis problemas para don Isidro Parodi, un libro supuestamente escrito a cuatro manos entre Bioy y Borges, ya que por lo visto no cuajó el intento de hacerlo a seis manos, con Silvina Ocampo, un proyecto que nunca se concretó pero del que existen algunas notas firmadas por Borges, que debían ser normas para escribirlo. Son 16 condiciones en las que, entre otras recomendaciones, se aconseja evitar la falsa modestia o la vanidad excesiva, o huir de escritores clásicos del siglo XX muy característicos, que juegan con la realidad, el tiempo y el espacio. Es evidente que él lo incumple todo, y haciendo uso de la vanidad se coloca como clásico junto a Proust, Joyce, Kafka y Faulkner. También eleva a clásico a Bioy Casares, lo que abona la posible intervención de Silvina Ocampo y el propio Bioy.
Definitivamente, Borges no es un hombre, es una religión, aunque haya traducciones suyas muy libres de docenas de escritores, casi reescritas porque ser Borges es pura vanidad aunque se venda por modestia. Cuando leemos sus traducciones de Poe, Kafka, Kipling, Melville, Gide, Swift y otros (escasas mujeres, Virginia Wolf y poco más), estamos leyendo su lectura, porque reforma a su gusto, que para eso es Borges, y solo usa el rigor cuando traduce a sus adorados Virgilio y Bernard Shaw.
Si entendemos que El Pentateuco fue redactado por los escribas hebreos durante el cautiverio de Babilonia, y se lo atribuyeron al Moisés que protagoniza el libro del Éxodo, y que La Odisea puede ser la firma común de muchos autores que confluyen en una historia mítica, que inventa, además, a un autor ciego, Homero, pudiera ser que Borges sea una intervención comunitaria para deificar la literatura, algo entre lo esotérico y lo fantástico, que determina que haya personas que creen haber conocido a Borges, haber hablado con él y hasta compartir autorías, y docenas de mujeres que afirman haberlo rechazado. Pero un hombre como él no pudo ser todo lo que es Borges, es muchas personas, y para convertir la literatura en religión tenía que ser de Argentina, que es el único lugar del mundo en el que se erigen dioses y diosas en el siglo XX, Gardel de la canción, Evita de la política o Maradona del fútbol. ¿Por qué no Borges dios de la literatura? Por eso lo crearon ciego, como a Homero, para que, como supuesta prueba de su existencia, escribiera estos versos: «Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche». Puede que Borges no existiera, pero la obra de Borges es un libro sagrado equivalente al que redactaron los escribas hebreos en el cautiverio de Babilonia.
(*) (Este trabajo fue publicado en el suplemento literario Pleamar de la edición impresa del periódico Canarias7 del domingo día 2 de octubre de 2016).
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