La despedida que los más altos dirigentes del mundo han dado a Mandela en «el mismo estadio en el que España ganó el Mundial de Fútbol 2010» (Rajoy dixit, qué torpeza) me ha hecho entrar en un océano de confusión. Lo único cierto, real y sincero es el pueblo sudafricano que celebra agradecido la vida Mandela, no llora su muerte, agradece haberlo tenido. Lo demás se me escapa. No se explica ese desfile de mandatarios, que llegan a Johanesburgo a decir una bellas palabras que incumplen, o simplemente a hacer de extras de lujo en un magno programa de televisión. Si los gobernantes que se dieron cita en ese acto quisieran, el mundo cambiaría en cinco minutos, casi como por arte de magia, chasqueando los dedos. Tienen en sus manos el poder para detener guerras, evitar hambrunas, cambiar la opresión por libertad. Y lo único que hacen es gastarse un dineral a cuenta de sus presupuestos nacionales para ir a Sudáfrica y hacerse una foto, como la que se hacían con el móvil un exultante Obama junto a la primera ministra de Dinamarca (parecían dos adolescentes en una fiesta). Me pregunto cuánto habrá costado al mundo la presencia de tantos mandatarios, tantas estrellas del espectáculo, tantos personajes que fueron y ya no son (Clinton, Sarkozy, Kofi Annan…) Muchos millones, para luego regresar y olvidarse de sus palabras en aquel estadio y hasta de que Mandela alguna vez haya existido. ¿Estaría de acuerdo Mandela con unos fastos así alrededor de su cadáver aun caliente?
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