El respeto a las creencias
Siempre hay algún hecho que da pábulo a los creyentes de una religión a afirmarse en ella y a sus detractores a ensañarse. Fíjense que he dicho «detractores», que son quienes atacan de manera inmisericorde todo aquello que salga de la racionalidad (habría que establecer antes cuáles son los límites de lo racional), y que suelen actuar con una actitud pareja al fanatismo que achacamos a aquellos que lleven sus creencias al extremo. No me gusta que traten de convertirme a nada, y las encendidas prédicas de los proselitistas religiosos me molestan exactamente lo mismo que ese discurso a marchamartillo defendiendo la racionalidad a toda costa. Cada uno tiene el derecho de creer o no creer en lo que quiera, y ni los creyentes deben descalificar a los no creyentes ni al contrario, que de todo hay.
En estos días se ha armado mucho ruido porque el expapa Ratzinger ha dicho que Dios le dijo que debía dimitir. También ha habido cabreo porque en la feria de Málaga un grupo ha hecho una parodia de la procesión del Cristo de la Buena Muerte, que tiene muchos devotos en la Semana Santa malagueña. En un estado democrático, la libertad de expresión es fundamental. Se argumenta que estas parodias hieren la sensibilidad de los creyente, pero lo mismo podrían decir los no creyentes cuando se llenan las calles de Cristos sangrantes que parecen sacados de una película de terror. En España, la cosa siempre va de extremos y se alienta la confusión; recordemos que durante el franquismo las palabras ateo, comunista, masón, librepensador y agnóstico significaban lo mismo, y está claro que son cosas muy distintas y a menudo excluyentes entre sí. Así que, en esta tierra de maximalismos, habría que cultivar la moderación y el respeto de todos, porque a menudo tampoco se respeta a quienes no siguen a pies juntillas la religión mayoritaria. Por eso, la crítica es para unos y para otros.