Dicen que los niños son como esponjas, que se les graba todo sin que ellos se den cuenta. Y así debe ser, pero son grabaciones a control remoto, como un mensaje en una botella que se leerá en años, décadas o nunca. Y ahí, en un rincón de nuestra memoria, dormita el recuerdo de una frase que escuchamos de niños y que de repente se activa no sabemos por qué, por una situación, una música o un olor (el olfato es uno de los estímulos más eficaces de la memoria). Y sale de nuestra boca una frase sentenciosa que alguna vez dijo en nuestra presencia una persona mayor, fuera o no de la familia, pero que viene al pelo para explicar en pocas palabras algo que está sucediendo. Desde el día que la escuchamos y la grabamos -que no podemos precisar- hasta el momento en que la soltamos casi sin pensar no la habíamos vuelto a oír ni, mucho menos, se nos había ocurrido usarla, sencillamente porque ni siquiera sabíamos que estaba en la despensa de nuestra memoria. Me pasa con cierta frecuencia, y a veces quien la escucha se sorprende por el ingenio, la precisión y la verdad que encierra (poesía pura), pero el más sorprendido soy yo, hasta el punto de que he pensado alguna vez (no lo he hecho aun) en anotarlas cada vez que surjan porque son un compendio de sabiduría que hemos incorporado sin darnos cuenta. Son pensamientos que a veces ni siquiera respetan la territorialidad, porque me ha sucedido que he soltado una de esas frases sorpresivas y exactas y alguien me dice que su madre o su abuelo la solía decir, pero es que la persona de la que habla vivió e miles de kilómetros del lugar donde yo la escuché la primera y tal vez única vez que entró por mis oídos. Eso me lleva a pensar que hay una parte de nosotros que se corresponde con un todo colectivo que está por encima de la geografía, una especie de ser policéfalo que es sin duda el ser humano y su devenir por el tiempo.
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