Lecturas de verano
Cuando hablamos de lecturas de verano hay dos verientes: la primera es que nos llevamos a la playa libros ligeros, con escasa enjundia y que son solo un entretenimiento; es decir, para esta corriente un libro de verano es un texto con fecha de caducidad, bien porque trata temas muy puntuales, bien porque carece de profundidad y se queda en lo barrido. A este sector pertenecerían los libros de divulgación con poco fondo y las novelas olvidables pero que hacen pasar el tiempo.
La otra versión de las lecturas de verano son los grandes tochos, que la gente guarda para cuando tiene más tiempo, y ahí puede entrar de todo, la única condición es que sea un libro voluminoso, que dure. Recuerdo que alguien me contaba que la enormidad de la obra de Proust la leyó durante varios veranos, y otra persona aprovechó una vacaciones para meterse entre pecho y espalda las tres novelas de Millenium. Por mi parte, no suelo hacer distinciones, pero sí que recuerdo una vacaciones en las que mi compañera de hamaca fue el Ulises de Joyce. Yo era entonces un veinteañero y los que iban de entendidos me comentaban que era un libro sublime, que alguien que tiene interés por la literatura (y más si la hace, yo empezaba entonces) tenía que conocer esa joya. Soy disciplinado y no me salté ni una página, pero no disfruté ni un renglón. No me gustó. Con el tiempo, volví sobre esa novela tan afamada y dicen que tan crucial, pensando que tal vez en la madurez la disfrutaría. Tampoco, me sigue pareciendo un ladrillo pretencioso. No me gusta pero la conozco página a página, y he pillado a más de uno en renuncios claros, cuando diserta sobre el libro y se nota a la legua que habla de oídas, porque ni siquiera por disciplina pudo con él. Seguramente es muy buen texto y abrió caminos, pero desde luego yo nunca lo recomiendo a alguien a quien quiero captar para la secta de los lectores.