En un sociedad metida en un túnel en el que no se vislumbra claridad alguna, el fútbol puede ser un alivio, aunque pocos pueden acceder a un partido de la Champion con precios entre 60 y 220 euros. Pero la gente se distrae, y si se hablara de fútbol estaría bien, pero es que últimamente ocupan mucho más espacio -demasiado- los nombre de los entrenadores del Real Madrid y del Barcelona. El primero, que se piropea a sí mismo más que un congreso de abuelas, hace que muchos piensen que se puede ir al final de la temporada a un equipo inglés; el segundo lleva meses pensándose si ha terminado su ciclo en el Barça, y tiene pendientes de un hilo a directivos, jugadores y seguidores. Ambos se comportan como si los dioses los hubieran distinguido entre los mortales, cuando no se erigen en dioses poseídos de poderes ultraterrenales. Mourinho trata a todo el mundo con altanera displicencia, como si el Real Madrid no hubiese ganado nueve copas de Europa y una veintena de ligas antes de que llegara él. Guardiola es como un Lama que posee el secreto del fútbol de pase corto, como si antes no hubiesen existido Frank Rijkaard o Luis Aragonés, y antes aún el gran Brasil de Zagallo y hasta la ya mítica UD Las Palmas de hace 45 años. Encima de que es un insulto alardear de esos sueldos multimillonarios en un país donde cada día es un drama social, estos señores se hacen los duros para que les saquen el sombrero, uno tratando de provocar que el Bernabéu lo aclame en un gran acto de sumisión, el otro haciendo que supliquen los jugadores, rueguen los directivos y lo pida a gritos la afición culé. Pero son solo hombres, puede que muy valiosos en su disciplina, pero no insustituibles. Lo mismo que los deportistas de élite deben dar ejemplo de limpieza y honradez deportiva porque son espejo para los más jóvenes, los que ocupan esos sitiales del éxito y la adoración social también deben ser ejemplares, y ahora mismo lo que están haciendo es dando una deplorable lección de soberbia. Y no hay que olvidar que la soberbia, como el ídolo del sueño de Nabucodonosor, es de oro, pero tiene los pies de barro.
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