¡Hay que llamar a Supermán!
NOTA URGENTE:
Garzón ha sido condenado. Inhabilitado para los próximos once años
es un obstáculo menos y un aviso a navegantes. A ver cómo lo
explican los que hablan de la imagen de España en el exterior, que se
mesan los cabellos porque los pérfidos europeos no asumen que
España arrase en los deportes y tratan de montar una nueva leyenda
negra. No hace falta, con esta sentencia ya tenemos el cartel
carpetovetónico de siempre. Qué pena.
Zapatero era optimista-fundamentalista, pero Rajoy se pasa metiendo miedo, y creo que ni una cosa ni la otra. Al final, son solo palabras y ambos se retratan con los hechos. Hay tres opciones: la primera es que los profesionales de la política y los magnates de los negocios no se han enterado de lo que está pasando en España, lo que determinaría su ceguera; la segunda es que sí lo saben pero son incapaces de actuar, con lo cual serían unos ineptos; la tercera es que lo saben pero no actúan porque a ellos les va bien, y eso los convertiría en cómplices de los que han hecho y hacen malas prácticas en su beneficio llevando con ello a una sociedad al borde del colapso. Ciegos, ineptos o cómplices, lo cierto es que estamos en manos de personas que no están dando las respuestas adecuadas.Todo se resuelve recortando presupuestos públicos, y lo que nos venden es que si hay menos tributación tiene que haber necesariamente menos dinero público. Pero no atacan el problema de raíz, y de esa forma la espiral se va cerrando.
El Gobierno central pretende ahorrar 40.000 millones, que ocasionará una consecuencia de Perogrullo: habrá 40.000 millones menos circulando, con lo que muchos se quedarán sin empleo, e indirectamente bajará el consumo, cerrarán empresas y crecerá el paro por la otra orilla de la ecuación. Ese dinero se podría recaudar de un plumazo solo atacando el fraude fiscal, pero el grande, no el del ciudadano medio al que le envían cartas amenazadoras porque olvidó declarar cien euros que cobró por un trabajo extra. Me refiero al grande, cifrado en la misma cantidad que recortan (otros hablan del doble). Luego están las grandes empresas españolas y extranjeras con gran actividad aquí que por medio de empresas interpuestas en terceros países acaban tributando en paraísos fiscales (o sea, que no tributan); de esa manera, una empresa española que opera también fuera ha dejado de tributar 3.000 millones (de euros), y otra internacional líder en el mercado informático que opera en España una cifra parecida. Luego está la SICAV, depósito de grandes inversores que tributa al 1%, y ni PSOE ni PP osan siquiera mencionarla. Y así muchas. El BCE presta dinero a la banca al 1% y esta, en lugar de hacer circular el crédito lo invierte en deuda pública al 6%. Si hubiera racionalidad y justicia no habría crisis. Pero nadie hace nada, y los políticos lo despachan cerrando más el callejón. Si no temiera que me llamasen paranoico, diría que se trata de un plan diabólico perfectamente diseñado por Lex Luthor, Norman Osborn y el Joker para que volvamos a tiempos anteriores a la Revolución Francesa. No hace falta ser Keynes, Krugman o Nostradamus para advertir que vamos por el camino equivocado, y encima ahora amenazan con una nueva gran guerra en Oriente Medio. Está claro, hay que llamar a Supermán y sus amigos, que ahora andan por aquí en el Carnaval del Cómic, para que pongan orden.
Dejo por adelantado que la novela se mueve en un vaivén sin estridencias, en una historia que es muy dada a los fuegos artificiales, porque lo que hace el autor es ir a los conceptos, estableciendo una distancia que se manifiesta en los cambios de cada capítulo, como un partido de tenis, saque-resto, Miranda-Bolívar, en el que se enfrentan dos personalidades que persiguen dos cosas distintas, el primero la libertad, el segundo el poder. Miranda enarboló su bandera por medio mundo y la perdió esa noche de La Guaira, y Bolívar logró su trofeo, aunque luego se le fue de las manos como el agua de una canasta de juncos. En el Monte Sacro romano, el que luego sería llamado Libertador sentenció ante testigos: «Juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro por la patria, que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español». Es este un juramento que cumple, porque dicen que Bolívar no durmió en veinte años, pero en el fondo quería pasar a la Historia como Alejandro Magno, como Julio César, como Napoleón, todos hombres obsesionados por el poder, que a medida que iba llegándole a sus manos los hacía más y más narcisistas y seguramente candidatos a un diagnóstico psiquiátrico poco favorable.
Escribir sobre novelas de otros es siempre para un novelista una especie de reescritura. Y desde esa condición admiro la prudencia, la frialdad y el oficio de Juancho para no dejarse arrastrar por la historia de conspiraciones mundiales que supuestamente había en aquella época de revoluciones. Me refiero a la pertenencia de Miranda a la masonería. Hay quien lo tiene por introductor de la francmasonería en Hispanoamérica, habida cuenta de que compartió mesa, mantel y batallas con masones declarados (Washington, La Fayette, Potemkin…) Dicen sus biógrafos que de los diez masones que mandaban en el mundo, Miranda conocía a nueve y fue amigo de cinco (no especifican cuáles pero se supone). Y es curioso que luego en Hispanoamérica fueran también masones prácticamente todos los líderes de la Emancipación: Sucre, O’Higgins, San Martín o el propio Bolívar. En los tiempos que corren, cuando las novelas sobre sociedades secretas y conspiraciones esotéricas tienen tanto tirón, lo más fácil habría sido caer en la tentación de hacer una especie de cómic a lo Dan Brown. Juancho se atiene a la Historia, y la francmasonería es un elemento transversal pero no fundamental en el relato, como tampoco se ceba en las muchas historias galantes atribuidas a Miranda. Su propósito es otro, y en mi opinión, lo consigue.