El tiempo en una tarima
Casi siempre, los actos públicos se componen de una tarima en la que están quienes van a decir algo y una sala en la que se sientan los asistentes. Y esto sucede en conferencias, presentaciones de libros, entregas de premios o mesas redondas. Uno de los problemas que hay que tener resuelto de antemano es la duración. Decía Guillermo Díaz-Plaja en su libro Cómo hablar en público, que un acto de este tipo debe duran alrededor de 45 minutos, que es el tiempo que él estimaba que aguantaban las posaderas de un asistente sin removerse. Aunque el acto sea brillante, si se pasa de tiempo, el comentario final será: «muy bien, aunque un poco largo»; si dura menos, la gente dirá: «un poco corto, pero muy bien». Y lo que queda es lo último, es decir, «muy bien» o «un poco largo». O sea, el tiempo es un factor determinante.
Otra cosa es una gala, que como tiene elementos del espectáculo puede alargarse, pero no más de las dos horas. Y esto es elemental, pero parece que cuando la gente sube a una tarima o coge un micrófono no se da cuenta de que si se pasa en tiempo dará igual lo que diga, siempre quedará mal. Y esto lo comento por la ceremonia de los Goya, en la que reciben premios personas que se supone deben conocer el funcionamiento del tiempo en la comunicación. Pero ni así, repiten nombres y agradecimientos hasta el infinito y queman al público. Los hay, como Jack Palance en el Oscar, que hasta se ponen a hacer flexiones mientras la gente no sabe qué cara poner para disimular la vergüenza ajena. Y esto lo advierto siempre antes, cuando participo en presentaciones de libros, míos o de otros, «no más de 45 minutos, y a ser posible un poco menos». Pero es predicar en el desierto, pues cuando alguien coge un micrófono se le para el reloj y se comporta como si fuera el dueño del tiempo de los demás. Y no lo es.