Estoy seguro que para lo que se conoce como «el gran público», incluso para asiduos lectores, no será muy frecuentado en nombre de Carlos Edmundo de Ory (1923-2010), poeta español que acaba de morir a los 87 años en Francia. Sin embargo, es un poeta de culto, tal vez porque se marchó y no se le vio mucho por aquí. Fue uno de los grandes animadores de la poesía y de la cultura en general en la lúgubre posguerra española. Como José Cadalso, igual que Fernando Quiñones, paisano de Manuel de Falla, cercano a Rafael Alberti y Caballero Bonald en el Puerto de Santa María, Carlos Edmundo de Ory era un poeta del mar de Cádiz, de su bahía y de una ciudad que es más antigua que ninguna en Occidente y más moderna que nadie cuando hay que romper moldes.
Ser de Cádiz no es cualquier cosa, y el poeta recién fallecido lo llevaba a gala al tiempo que renegaba del clima inhóspito para la poesía que sufrió en su adolescencia. Por eso se marchó a Madrid y más tarde a otros mundos hasta recalar en la ciudad de Amiens, donde murió. Los años cuarenta en Madrid tampoco eran Jauja. La terrible posguerra que lo controlaba todo también trataba de controlar a los poetas, los pocos que quedaban escondidos y los nuevos que, a pesar de un tiempo tan gris, empezaban. Y es que la poesía es capaz de surgir aún en las condiciones más terribles.
Después de la guerra todo estaba mal visto por todos. Se entendía que cualquiera que se acercase a las vanguardias era rojo, y aquello que floreció en la II República estaba muerto, exiliado o escondido. Y es en ese Madrid en el que en 1945 Carlos Edmundo de Ory se une a otros y crea un movimiento que dieron en llamar Postismo, porque pretendía ser el último de todos los «ismos», una especie de burla múltiple al régimen, que podría entender que este movimiento también estaba contra las vanguardias republicanas, masónicas y comunistas, un burla para los stalinistas (que entonces también los había agazapados en España) que no soportaban el surrealismo, la abstracción y todo lo que no fuera el realismo socialista, una burla a los poetas aferrados a la tradición como García Nieto y su movimiento de la Juventud Creadora, y una burla, en fin de quienes de tanto tomarse con tanta solemnidad la poesía la habían matado.
En 1947 se publica el Tercer Manifiesto del Postismo y se diluye, porque finalmente se comportaron como los surrealistas, aunque entroncaban mejor con los dadaístas. Se atrevieron hasta con el «cubismo literario» y el propio Ory definió al Postismo como una locura controlada, frente a la inercia mental que era el surrealismo. De todas formas, un movimiento tan corto en el tiempo y hoy un poco olvidado, fue la primera pólvora literaria que se quemó en aquel campo yermo, y no es ajena a este impulso un poeta canario de la categoría de Félix Casanova de Ayala, y hasta es muy posible que ese impulso tuviera algo que ver con un libro tan importante para la poesía canaria como Liverpool (1949), aunque es evidente que José María Millares nunca estuvo vinculado al Postismo, pero sí a la actitud de rebeldía frente a los que defendían cualquier ruptura, fueran los arcaizantes veladores del régimen, fueran los poetas sociales que no admitían lujos poéticos sin compromiso social.
Carlos Edmundo de Ory se convierte sin buscarlo en el depositario de herencias tan dispares como el futurismo, Gómez de la Serna, y humoristas y autores como Jardiel, Mihura y hasta Valle-Inclán. Ory echa sobre sus espaldas la potencia de unas creaciones en parte ya imposibles y crea su propia voz, que en palabras de Caballero Bonald era la más poderosa en poesía de los años cuarenta, y paraleliza a Ory con Rubén Darío cuando este era el faro de su generación.
A un hombre de su inquietud, España, la España de entonces, lo ahogaba, y por eso se fue a buscar mundo, anduvo aquí y allá y al final paró en la ciudad de Amiens, donde fue bibliotecario durante décadas. Tal vez ahora empiece a conocerse más su obra, que es importante, pero muy poco divulgada en nuestro país, aunque desde los años setenta existen magníficas antologías de su obra, que es poesía y filosofía en gran medida, porque a menudo sus versos son sentencias que pueden arrancar una sonrisa, una sorpresa o entrar en lo profundo, en unas composiciones que él llamaba aerolitos y que entroncan muy bien con las greguerías de Gómez de la Serna. Y los compone desde el simple juego («hago fuegos de palabras»), el humor más sencillo («pienso, luego vacas»), o la poesía más elaborada («ángeles, ángulos, angustia»).
Carlos Edmundo de Ory fue un autor que buscó su sitio y lo encontró lejos de su casa natural, como Vintila Horia, Antidio Cabal, Nabokov o Samuel Becket.
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(Este trabajo fue publicado el pasado miércoles en el suplemento Pleamar de la edición impresa del periódico Canarias7 de Las Palmas de Gran Canaria)