Está claro que la América de nuestra lengua ha dado excelentes escritores. También lo es que metrópolis como Buenos Aires o Ciudad de México tienen un gran peso cultural, pero resulta que los autores hispanoamericanos no triunfan si no suenan fuerte en Europa. Casi siempre es España, y así fue el trampolín para Rubén Darío, Neruda, Vallejo y algunos más, un cauce que se eclipsó en los años 40 y 50 y que fue sustituido por París (Sábato). Luego vino el Boom, gracias al que se lanzó a una generación de escritores grandiosa, porque había en ella media docena de novelistas de primer orden.
Pero aquello acabó, y la literatura española empezó a mirar hacia su propia creación, pero al filo del cambio de milenio, a los agentes literarios, las editoriales y los críticos les dio por volver a mirar hacia América, y de alguna forma están tratando de vendernos un nuevo Boom de la novela de allá. Los grandes premios españoles están repletos de nombre latinoamericanos en los últimos años, y la verdad, salvo un par de nombres del calibre de Roberto Bolaño, no he visto esa superioridad. Hay mujeres y hombres que escriben y están consagrados, pero, qué quieren, a mí los Jaime Bayly, Angeles Matreta, Roncagliolo y compañía no me parece que lleguen ni siquiera a la altura de Isabel Allende. Hay narrativas muy interesantes, como la nueva novela que ahora se hace en México (Elmer Mendoza), y algún francotirador en Colombia e incluso en Argentina, pero hasta ahí. O sea, que ese nuevo Boom, en mi opinión, es un invento. Y mientras, eclosiones narrativas reales como la que ahora mismo está sucediendo en Canarias no merecen la atención de los aduaneros de los centros de difusión de la cultura, Madrid y Barcelona, para aclarar. Y no exagero, que aquí hay una docena de nombres en la novela y el cuento que están muy por encima de la media de lo que se publica por allá con tanto ringorrango.
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