En estos días se han estado celebrando actos con motivo de los sesenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, realizada en la ONU el 10 de diciembre de 1948. Ya escribí aquí que antes hubo otros documentos de gran importancia histórica, como el texto sobre los Derechos Humanos redactado por George Mason, que sería el inspirador del que escribiría en 1776 Thomas Jefferson, que proclamaba la igualdad de los ciudadanos ante la ley y reconocía una serie de derechos naturales e inalienables para toda persona, como la vida, la libertad o la búsqueda de la felicidad.
Durante la Revolución Francesa, la Asamblea Nacional Constituyente aprobó La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de agosto de 1789, y paralelamente se redactó La Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, aunque el machismo imperante hizo que los varones revolucionarios no vieran con buenos ojos la entrada de la mujer en la política (decían que bastante habían tenido con María Antonieta). Por eso continuó la lucha y en 1848 se redactó en Nueva York La Declaración de Seneca Falls, durante la primera convención sobre los derechos de la mujer en Estados Unidos, organizada por Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton.
Después de 1948 fueron proclamados los Derechos del Niño (1959), y hay declaraciones de todo tipo que amparan a las minorías, a los diferentes y a todo ser humano que se precie de serlo.
Es decir, que por declaraciones que no quede, lo que hace falta es que se cumplan, porque la mujer sigue discriminada en casi todo el planeta (en algunas zonas de manera brutal), los niños siguen siendo utilizados en su inocencia como sicarios, esclavos y soldados obligados, y en definitiva, suena a sarcasmo tanta celebración de ese aniversario, cuando sabemos que con sólo el 1% del dinero que han metido los gobiernos para salvar bancos se podría erradicar la pobreza en todo el planeta.
Asistimos, por lo tanto, a un nuevo capítulo de un serial de hipocresía que ya suena a burla.
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