La noche del 9 al 10 de noviembre tendrá durante décadas una significación especial para Alemania y para el mundo. Es el haz y el envés del binomio intolerancia/libertad. Al caer la tarde del 9 de noviembre de 1938, comenzó la detención de judíos en Alemania, Austria y Checoeslovaquia, y se los llevaron a los campos de concentración por orden de la SS. Fueron asesinadas docenas de personas de raza judía o de culto judaico, y significó el silbato de un nuevo éxodo, del que no pudieron librarse los seis millones de judíos que murieron en el holocausto que se desarrolló durante siete años (1938-1945), aunque muchos creen que sólo comenzó cuando se determinó la llamada «solución final». La mañana del 10 de noviembre de hace setenta años amaneció negra, sin esperanza, teñida de odio.
Y es precisamente la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989 cuando cayó el Muro de Berlín, símbolo de otro modo de intolerancia, que fue levantado también en noviembre de 1960. Yo prefiero quedarme con este último 10 de noviembre, un día en el que fue vencido el miedo y resurgió la esperanza. Los intransigentes que creen tener el designio de ostentar siempre el poder amenazan constantemente con una guerra si no gobiernan ellos. También serán vencidos por la voz de los pueblos, porque ninguna clase social, ninguna persona, tiene más derechos que los demás. Hay quien sigue creyéndolo, pero llegará otro 10 de noviembre en el caerá el último muro y tendrán que acatar de una vez por todas lo que es justo.
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