Bodas reales que pagamos todos
Creo que todos hemos visto a la resplandeciente Romy Schneider, en la plenitud de su juventud y su belleza, encarnando a Isabel de Babiera, Sissi, una chica adorable que acaba siendo emperatriz de Austria-Hungría por el amor de su primo el emperador. Esa es la película, pues es bien sabido que la vida real de la emperatriz, adorada por los húngaros y denostada por los austriacos, no fue color de rosa, ni siquiera su matrimonio lo fue, y su vida acabó de manera terrible a causa de un atentado.
Ultimamente estamos asistiendo a través de la televisión a bodas principescas, una detrás de otra. Los herederos de Dinamarca, Holanda, España y Suecia se ha casado con plebeyas (la realeza ya no es lo que era, que diría Peñafiel), y pronto veremos la del príncipe William británico, que hace princesa a otra plebeya aunque a este le quedan dos escalones para llegar a ser rey. También nos anuncian que Alberto de Mónaco, tal vez deslumbrado por los festejos recientes de Estocolmo, ha decidido casarse con su novia, y eso está bien, porque un hombre como él, que es jefe de todo en un país sin elecciones (¿cómo se llamaba a eso?), va a poner en orden su vida, porque el chico ya tiene una edad y debe sentar la cabeza.
El caso es que vamos asistir a nuevos derroches de vestidos, joyas, fiestas y dispendios que pagamos todos. Las familias reales europeas y no europeas (siempre está Rania de Jordania), tiran la casa por la ventana compitiendo en glamour (la ventana es de ellos pero la casa es nuestra). Aviones privados, hoteles suntuosos, diseños atrevidos y caros, diamantes, seguridad… Mucho dinero (nuestro). Digo yo que podrían hacer algo más sencillito porque en tiempos de cirisis tanta fanfarria es un insulto.