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¿Qué podría salir mal?

 

El 25 de julio de 1975 se casaba por la iglesia una pareja a la que en realidad los papeles le importaban un bledo. Pero había que evitar contrariedades sociales e incluso laborales, pues en la ocupación docente del novio solían tener problemas quienes no circulaban por el redil establecido por un tipo bajito y antipático que se moriría cuatro meses después. La novia todavía estudiaba. Así que hicieron lo que les pareció más práctico.

 

 

Lo decidieron de golpe, dos meses antes de la fecha, que fue elegida al azar. No recuerdan si fue él o ella quién dijo que lo mejor era casarse y que los dejaran a su bola. El otro o la otra dijo que sí y preguntó cuándo, y la pelota fue devuelta con un «el día de Santiago». Informadas las familias, no se opusieron, ni argumentaron la juventud o las prisas, seguramente porque temían que hubiera gato encerrado, que no había, pero los novios dejaron que eso flotara en los prejuicios de la época y todo fueron facilidades, incluso contar con la iglesia donde celebrar la ceremonia, pues el párroco era hombre de mucha cercanía a la familia de uno de los contrayentes.

 

Suelen guardarse algunas prevenciones, por aquello de la mala suerte, que no debiera tener relación, pero ya dice el refrán que las costumbres se vuelven leyes. Pues se las saltaron todas o al menos las más conocidas. Juntos fueron a elegir y comprar el vestido de novia (el gran secreto) y el traje Gastby del novio (entonces muy de moda por la película de Robert Redford). Se suponía que el novio no podía ver a la novia el día de la boda hasta la ceremonia, pero como había que peinarla a todo trapo, lo hacía una profesional de fuera de la ciudad, y había que llevarla. Se complicó el asunto de los coches, hasta el punto de que fue el novio el que, finalmente, la llevó a la peluquería.  Es decir, contravinieron todas las reglas establecidas: vio el traje de novia en la tienda, vio a la novia (desayunó con ella) y su peinado el mismo día de la boda, y no hay acuerdo sobre si, además de un vestido nuevo y una medalla prestada, la novia llevaba algo rojo.  Además, había una ola de calor desaforada, como la de ahora mismo, ideal para moverse dentro de un traje con chaleco. Con estas precipitaciones, la ruptura de todas las normas y tantos inconvenientes, ¿QUÉ PODRÍA SALIR MAL?

 

Entre otras conculcaciones de la norma, la novia entró del brazo del padrino a los sones del Vals del Padrino (¿qué otro podría ser?) Ni Mendelson, ni Wagner, ni… banda sonora de Nino Rota), y salió ya con el novio mientras su amiga pulsaba en el órgano Candilejas, otra banda sonora, esta de Chaplin. La noche de bodas consistió en irse con un grupo de amigos a bailar canciones de Elvis y Demis Roussos en una discoteca de Las Canteras, hasta que cerraron. Y desde allí, al aeropuerto, en un coche que aquella noche rompió el silenciador del tubo de escape y sonaba directamente como un avión, y si no cayó una multa es porque, a aquellas horas, hasta la policía se había ido a dormir. Insisto, ¿QUÉ PODRÍA SALIR MAL?

 

Hoy, 25 de julio de 1922, siguen haciéndose la misma pregunta, a no ser que las pandemias, los incendios, las invasiones y este mundo de locura tenga algo que ver con que faltara algo rojo en el atuendo de una novia hace 47 años, si es que faltaba, que tampoco se puede certificar. Por eso, sin miedo a supersticiones seculares, siguen encomendándose a Elvis Presley, Demis Roussos y, por supuesto, a Nino Rota y a Chaplin.

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Llegar hasta Sira Ascanio

 

Desde que alcanzo a acordarme, recuerdo oír el nombre de Sira Ascanio, siempre con admiración; tardé mucho en conocerla personalmente, aunque sí tuve acceso a su obra en exposiciones colectivas y alguna individual. Por entonces, a mediados de los años 80, solía escribir en las páginas de cultura de un recién nacido Canarias7.

CONVENTO ESPACIO CULTURAL DE GRAN CANARIA: FALLECE Sira Ascanio Gutiérrez,

Una de mis encomiendas consistía en reflejar la actualidad en las artes plásticas de toda la ciudad, y me la recorría casi todos los atardeceres para dar cuenta de las actividades en las grandes salas oficiales o en otras privadas, que iban desde la deslumbrante trayectoria de Marcela Yurfa hasta pequeños destellos aquí y allá, que ocupaban un espacio que muchas veces pasó de marginal a entrar en el cauce general de muchos artistas.

Consciente de que, dados mis conocimientos muy generales en artes plásticas, no entraba nunca en asuntos técnicos, hacía de pregonero anunciando que aquí y allá alguien mostraba su obra. Es evidente que unas me llegaban más que otras, y cuando alguna me golpeaba con mayor impacto, hacía breves lecturas sentimentales pero, por prudencia y respeto, nunca iba más allá. Además, como abundaban entonces las muestras colectivas, en un pequeño espacio periodístico no se podía hacer mucho, porque, aunque algunas respondían a líneas determinadas, cada artista tiene su propia impronta y, desde que haya dos, la muestra es heterogénea.

Así, di cuenta entonces de la irrupción en la vida pública de bastantes nombres que entraban en liza después de la muy aclamada generación del 70. Muchos de ellos vieron en esas cuartillas volanderas su nombre impreso en un medio por primera vez, unos han crecido y ya son referentes culturales, otros se han diluido por razones varias que tienen que ver con el talento, la constancia y, por qué no, el azar, que también juega.

Siempre tuve la sensación de que la obra de Sira Ascanio iría creciendo y por fortuna no me equivoqué. Por razones personales no empezó a andar artísticamente con su generación cronológica, y al darse a conocer en los ochenta muchos pueden asociarla a esa eclosión que hubo en toda España como reflejo de la Movida Madrileña, pero su obra nada tiene que ver con modas; nos llega porque sale de dentro, no hay barnices ni vientos que empujen la velas. Es ella. Cada vez que me enfrentaba a una nueva obra de Sira tenía que subir un escalón para alcanzarla, porque no temía meterse en retos, pues el miedo artístico no iba con ella.

Y sin conocerla personalmente porque nunca dimos con el amigo o la amiga común que nos presentara. Como a veces coincidíamos en algún evento, nos decíamos hola y cada uno seguía su camino. Quienes me conocen saben que mi timidez puede a veces resultar enfermiza en las distancias cortas; luego ya no, pero siempre me cuesta entrar en un nuevo espacio.

Un día fui invitado a dar una charla-coloquio en la biblioteca de CAAM, que estaba aún en sus primeros años.  Entre las personas asistentes estaba Sira. Cuando acabó el acto se me acercó y lo más suave que me dijo fue que yo era muy distante y prepotente, que ponía un muro entre mí y la gente. Se quejaba de que no había forma de hablar conmigo, porque, según ella, tenía el don de desaparecer sin que nadie supiera por dónde o hacia dónde.

Es posible que así fuera entonces, que esa fuese la impresión que daba, pero desde luego no era por prepotencia, era por timidez y pánico escénico que experimento en medio de un salón concurrido, y que sin embargo no me ocurre cuando estoy en una tarima, seguramente porque este que habla, como ahora, es en cierto modo un actor que interpreta un personaje. Es algo muy raro, pero que al final fue el comienzo de una gran amistad que duró siempre, porque creo que, en cierto modo Sira también era así, al menos hace 35 años, porque luego uno aprende incluso de los defectos. De todas formas, entonces imponían mucho las figuras de la cultura muy consagradas, y recuerdo atravesar una sala que se me hacía interminable sorteando corrillos que se formaban alrededor de Chirino, Gallardo, Lola Masieu, Padorno…

Esa sencilla timidez que también acompañaba a Sira, hacía que cuando tenía que expresarse por necesidad, lo hiciera a borbotones. Era como una riada ocasionada por una presa de hormigón que se rompía de golpe. Su obra es a la vez potencia arrasadora y sensibilidad extrema, como ella, una especie de contradicción que llegó y se fue a destiempo, y que seguirá aquí porque su obra es un grito contra el miedo.

Una vez me dijo en una entrevista: «Pinto el Atlántico, a veces, pero no es mi obsesión artística, ni siquiera es algo que repita con frecuencia; me atrae más lo inamovible, lo permanente, las cosas inmutables, aunque sea en apariencia, y el océano es todo lo contrario, siempre en constante movimiento, siempre distinto». Pues aquí queda la obra de Sira, como un pilar granítico.

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¿Falta mucho, don Quijote?

 

Los libros sagrados, que son soporte de las religiones (especialmente de las monoteístas) han sido objeto de innumerables interpretaciones sobre lo que avanzan sobre el futuro algunas de sus intrincadas alegorías, cuando no se lanzan directamente a predecir acciones, actitudes y estados de la Humanidad. También está la literatura intocable, a la que se acude como a un oráculo para explicar la realidad o anticipar el mañana, tales son los casos de la Odisea de Homero, el Quijote de Cervantes y prácticamente todo Shakespeare. Esos libros rebosan frases que suenan como campanadas para aplicar a lo cotidiano, sea individual o colectivo, y con el respaldo de tales sentencias, presentadas en forma de aforismo, máxima, proverbio, adagio, refrán, moraleja o mera cita, se pretende añadir credibilidad a algún argumento que en ese momento se maneja.

 

De entre los libros sagrados, está La Biblia, que contiene a su vez muchos libros y que es fuente a la que se acude para zanjar un asunto, y en el ámbito de nuestra cultura la palma se la lleva el Quijote, que exige a Cervantes ser un Apolo infalible, cuando no era más que un hombre, muy inteligente y que entraría en esa calificación de genio que nunca me ha gustado; y lo mismo a los demás autores, sean Moisés,  el rey David o San Juan de Patmos o sus discípulos, y en esos libros pueden haber participado muchas manos aunque luego figure uno que, quién sabe, ni siquiera escribió una sola línea. El caso es que sean uno, trescientos o tres mil los autores de estos libros, finalmente eran humanos, y sus sentencias y adivinaciones se acreditan en cuestiones tan evanescentes como la fe, y, sobre todo, en la interpretación de los exégetas, y un ejemplo claro es la interpretación de los sueños de Nabucodonosor por el profeta Daniel, cuyos significados y detalles varían según quien lo estudie y en qué época posterior.

Desde hace unos meses, circula por las redes en diversos formatos una prédica de don Quijote, que aparece en la primera parte del libro, capítulo XVIII. Para no ponernos solemnes con el lenguaje de Cervantes, ante las quejas de Sancho por las muchas desventuras que les iban sucediendo, el Caballero de la Triste Figura le viene a decir que después de grandes borrascas viene el tiempo en calma, y ningún bien ni mal dura para siempre. Lo dice Cervantes por boca de don Quijote, y ahora, en las redes sociales, la gente más animosa usa este párrafo del gran libro cervantino tratando de vislumbrar una mejoría en el mundo, acosado ahora por los cuatro jinetes del Libro de las Revelaciones (Apocalipsis) que vendrán en forma de nubes de destrucción: Guerra, Preste, Hambre y Muerte. Ya si entramos en los Siete Sellos y las Siete Trompetas nos pueden dar las uvas, si es que de aquí a diciembre no cambia el calendario. Si Julio César, Mahoma, el papa Gregorio XIII y la Revolución Francesa lo cambiaron (Napoleón lo “descambió”), también podrían hacerlo alguno de estos figurones que hoy dominan el planeta a la patada. A lo mejor se trata de eso, el que gane la guerra pone nombre a los meses y a las estaciones.

Después de una crisis financiera, una pandemia que no sé por dónde va, la crisis económica subsiguiente, la guerra que en principio era en Ucrania y sus consecuencias funcionan como el efecto mariposa, amenazando de más hambrunas en África y me temo que en más lugares, el calentamiento global que no cesa, crisis política y de valores por todas partes, olas de calor e incendios como plagas bíblicas… ¿Le parece a usted, don Quijote, que no son suficientes desventuras para que llegue de una vez esa Era de Acuario tan próspera, pacífica y armoniosa que nos prometían los mensajes esotéricos de los años 70 del siglo pasado? ¿Falta mucho, don Quijote? Ya que le da tantas esperanzas a Sancho, supongo que tendrá algo que argumentar al respecto, a no ser que haya delegado en Pedro Sánchez (etimológicamente, hijo de Sancho).

Rebusco en ese Libro de las Revelaciones, en las metáforas del regreso de Odiseo, en las letras The Rolling Stones y hasta en la Cuartetas de Nostradamus, que cada cual acomoda a toro pasado según le conviene. Y no veo yo manera de apagar tantos fuegos y manejar a tanta gente, por mucho reguetón disuasorio que nos programen. Por ello, tengo que decir que en los libros en que no creo son precisamente esos que se tienen por sagrados y vínculo de unión con la transcendencia. También sé que hace ya dos décadas que no escucho una sola verdad de boca de los dirigentes políticos y económicos y sus voceros mediáticos.